Viroga y su hermana - FELIPE ALAIZ


Hay responsos laicos, amigos jóvenes. Hay responsos de íntima emoción que no pueden quedar inéditos. También nosotros hemos de contar y cantar nuestros muertos. Cantar con sordina apenada.
Entre la juventud de valía que ha muerto en los climas desapacibles del destierro, contamos con señalada predilección un nombre preclaro: Viroga (1). Viroga era un joven animoso y evolucionado por convicciones fervientes. Era el empuje juvenil que despierta magníficamente. En medio de complejidades y tragedias, Viroga tenía una reserva tan abundante de reacciones vitales, que éstas quedaron agotadas en los primeros tiempos del exilio por el trabajo. Y aquel Viroga tan inteligente y tan cauto, aquel Viroga tan buenazo, murió con los pulmones destrozados y, ¡oídlo, vagos de café y de pasillo!, con el hacha de leñador en la mano.



Fui testigo de su primera juventud en Cataluña. Cuando tantos temperamentos de temple se perdían por los pasillos de los comités, Viroga estudiaba con un método ejemplar. Cuando la retórica de calco dominaba el ambiente, Viroga se imponía la saludable labor de capacidad y originalidad que consiste en no repetir mal lo que otros han dicho bien.


Conviví con Viroga y Peirats unos meses en aquella «Acracia» (2) inolvidable de Lérida (1936 al final) que habrá de quedar siempre en Cataluña como un exponente opuesto a todos los equívocos del conformismo. Sosteníamos el periódico contra viento y marea en pugna con los colaboradores, y teníamos luchas diarias con los comités y con los autos de los comités, entregados lamentablemente a la colaboración como hecho consumado, es decir, entregados a una granizada, que también es un hecho consumado.


Viroga escribió un día esta gacetilla: «Leemos que el ministro tal ha salido de Valencia para Barcelona. A nuestra vez publicamos que Pérez y Pérez se traslada de Cervera a Tárrega». Simples palabras que dicen más que un discurso. Palabras expresivas, dignas a pesar de su aparente nimiedad, de figurar en una antología periodística. Con Viroga perdimos la primera pluma del movimiento juvenil libertario. La figura de Viroga no se borrará de nuestra memoria. Ni su ánimo esforzado, inteligente siempre, razonado y equilibrado. Era un verdadero irreductible, pero su comprensión atenuaba su irreductibilidad hasta hacerla saludablemente contagiosa por lo amable que era. Tenía el don de dar en una frase de tres minutos la síntesis de lo que oía con paciencia durante hora y media. Iba al fondo de las cosas y desconcertaba con firmeza, no exenta de humor, las arremetidas de los pedantes.



Este temperamento tan nivelado, nacido en Andalucía y formado en Cataluña, tenía una hermana de menos edad que él, niña todavía en 1936. Era ella para los que hacíamos «Acracia», una especie de mascota, una hada infantil, estudiosa y amable como su hermano. Nos pedía pajaritos de papel y bombones, deseaba escribir a máquina con todos los dedos y aún le parecía tener pocos, correteaba por la imprenta haciendo mil preguntas, dibujaba gatos y autos con graciosa soltura, quería retratarse con sus amigos de la vecindad junto a las mesas de la Redacción y daba réplica a todos con atrayente inocencia. Su hermano era su maestro, ¡y qué maestro!


La cultura no era para Viroga un lugar común. Desgraciadamente lo es para muchos jóvenes, que pueden oír doscientos discursos preconizando la capacitación, pero sin capacitarse ellos ni el orador. Y es que el deber (como dijo Oscar Wilde) es lo que se espera que hagan los demás. Viroga era uno de los primeros valores juveniles por su alejamiento de tertulias y pasillos, por su risa comedida - hecha de saber y hacer - ante cualquier baladronada, por su pluma maestra, por su esfuerzo que no tenía descanso para el estudio y, sobre todo, para mejorar los métodos propios, por su pasión de aprovechar el tiempo, por su valor probado el 19 de julio, por sus iniciativas favorables a que se encaminaran los compañeros jóvenes por una ruta luminosa, puesto que los viejos están congelados por los cuentos de miedo. 


Todo este mundo interior autodidacta, todo este complejo de inquietudes templadas y filtradas por la serenidad, se reflejaban en su hermanilla, la gentil criatura - Rosario - que para mayor desconsuelo de la madre y de los muchos hermanos que tenía entre nosotros, acaba de morir en Albi. La pasión estudiosa había llevado a Rosario a dignificar las aulas universitarias y a emprender con lucidez extraordinaria los estudios de Medicina.


Ahora la madre, de paso por Toulouse, ha llamado a los íntimos de sus dos hijos muertos. Nos hemos confundido en un abrazo largo y apretado. La buena anciana no sabía qué decirnos. Su dolor entrañable y silencioso nos ha conmovido en medio de la vida que transcurre tan inclinada a todas las falsedades, a todas las escapatorias del ideal, a todos los remordimientos y a todas las frivolidades. Ha sido una hora buena profundamente triste, una hora de recuerdos amargos. Una hora ya sin esperanzas para la madre desolada. ¡Descubríos ante este dolor sin límites! Hermanos nuestros, unidos ahora en la muerte, como si no hubierais podido vivir uno sin otro, seres de selección, refinados de un mundo que dejáis sin refinar, seguiréis siendo nuestros siempre, siempre... ¡De profundis!


Felipe Alaiz 14 de febrero de 1946
(1) Acrónimo de Vicente Rodríguez García.
(2) Diario confederal.

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