Revolution reloaded. La matriz acontecimental - Antón Fernández de Rota

Hemos presentado una teoría de la agencia y del cambio social en la cual el poder constituyente de la multitud siempre va antes, y el poder constituido (del Soberano, el Estado, etc.) tiene que ir por detrás dándole caza, según las nuevas posibilidades abiertas por el primero. A continuación profundizaremos en lo hasta aquí expuesto, buceando en los terrenos de la micropolítica o política del deseo, con el fin de repensar el concepto de revolución.

La revolución como acontecimiento disutópico.

Decir que la revolución es también y ante todo una cuestión de lo que Deleuze y Guattari llamarían líneas de fuga, e interpretarla analíticamente en los procesos de des/re/territorialización, como hemos hecho en los primeros epígrafes de este ensayo, es considerar la revolución como algo que se produce y emerge del acontecimiento. El acontecimiento no se produce en las conciencias, sino que estas emergen del acontecimiento. La revolución no tiene nada que ver con “concienciar” a nadie, sino con producir acontecimientos.


El acontecimiento no es la resolución de los problemas o aquello que abre el camino de su resolución (como con las respuestas aportadas por el paraíso cristiano o socialista). El acontecimiento es la creación de nuevas preguntas, de otros problemas y también la apertura de nuevas y distintas posibilidades de ser. De ahí una segunda cuestión: la de la contradicción entre revolución y Utopía.

El acontecimiento es dónde se produce la política. Esto implica una tercera diferencia con respecto a las formas modernas (liberal, anarquista, comunista) de pensar la revolución. Cuando la política se refiere a la producción del acontecimiento, y el acontecimiento se entiende como una fuga o una desterritorialización, nos estamos comenzando a apartar del fundamento de la política moderno, es decir, el fundamento bélico de la política. Warpolitik. Política-guerra. Si para autores modernos, como Carl Schmitt, la política era una cuestión bélica (político es aquello que se disputa agonísticamente entre adversarios) y así es posible decir que todo es político debido a la omnipresencia del Enemigo, para otros autores, como Foucault (2006), nada es político, y sin embargo todo es politizable. El hacerse político de una cosa, diremos nosotros, no significa sino la problematización de la cosa; es decir, hacer surgir la indeterminación de las relaciones que constituyen la cosa. O dicho de otro modo: crear preguntas sobre ella al tiempo que se transforma; ser atravesada la cosa por el acontecimiento. Una potencia alquímica. De la warpolitik a la política entendida como fuga alquímica. El acontecimiento es donde lo impolítico se transmuta en político. Por tanto, las “contradicciones” nunca están dadas como datos “objetivos”. Muy por el contrario, los conflictos son el producto subjetivo de la constitución del antagonismo por las líneas de fuga que agencia un acontecimiento.


La revolución desde el punto de vista de la producción de la subjetividad.

Hemos señalado tres diferencias. Merece la pena explicar un poco más las repercusiones políticas de esta forma de pensar la política desde la matriz acontecimental.

En el acontecimiento las líneas de fuga crean las subjetividades antagonistas y construyen las posibilidades y el deseo tanto de estar en contra como, y sobre todo, de ser distinto. Crea nuevas relaciones entre los cuerpos. También nuevas formas de pensarlos. El acontecimiento crea y se extiende con la indeterminación (Bhabha, 2002). O dicho de otro modo, el acontecimiento subvierte los performativos del lenguaje común. Por ejemplo, en la revuelta de las banlieus francesas del 2005, el performativo “lacra” (racaille) con el que Sarkozy quiso identificar a los banlieusards, fue subvertido por la imprevisibilidad del acontecimiento. Creó una indeterminación con la cual la racaille, al subvertir la performatividad, adquirió nuevas connotaciones incendiarias (Lazzarato, 2006). Coches, escuelas, oficinas de policía y McDonald´s en llamas, ritornelos de rap, espectáculo mediático y blogs de pandilleros haciendo recuento de los incendios, mensajes SMS, ghettos, neoliberalismo e historias nacionales y postcoloniales, todo ello se dio cita para crear la indeterminación y la innovación, un acontecimiento. El acontecimiento articula palabras y discursos, así como intensidades prelingüísticas, arquitecturas materiales, fragmentos de lo social, deseo y represión del deseo.

En los acontecimientos, como la revuelta de las banlieus, o como hemos visto a lo largo del recorrido histórico que hemos realizado tras Mayo del 68, siempre hay algo inasignable que huye y que termina por transformar lo social, y que si se analiza la situación únicamente en términos de macropolítica no se consigue comprender (Deleuze y Guattari, 2004a). La actualidad de la subjetividad-verde, proletaria, feminista, post-feminista, anti-racista,  indígena, gay, queer, testimonian la eclosión de distintos acontecimientos que engarzan los cuerpos (semióticos y materiales) de forma novedosa.

Pongamos otro ejemplo. A principios de los setenta, el ecologismo transformó la mirada del planeta. La visión siempre es una cuestión de poder ver. No es algo dado. Siempre hay que preguntarse, “¿con la sangre de quién se crearon mis ojos?” (Haraway, 1995). Aquella visión de la Tierra mirada desde el espacio exterior, a través del ojo alunizado de los astronautas o de la imagen planetaria que nos hacían llegar las lentes de los satélites, fue resignificada con los componentes de una nueva sensibilidad verde, un arte de habitar el mundo articulada con una racionalidad científica, probabilística y previsora. Un ecologismo planetario de nuevo cuño. Una nueva visión tecno-verde, eco-astronómica, bio-tecno-económica. O dicho de otro modo, lo que apareció, fue una nueva tecnología de la visión que transformaba las impresiones en las retinas y los registros enviados por nuestro sistema nervioso colectivo. Esta visión teñida de verde, nos devolvía la mirada tecnológica de la Tierra vista desde el espacio de una manera muy distinta a la que nos era comunicada a través del discurso de la llamada “Guerra de las Galaxias”. En el contexto de la Guerra Fría, este nuevo subjetividad verde, transformaba la épica aeroespacial del progreso y el dominio de la naturaleza en algo muy distinto. Un deseo verde planetario que ahora era colocado en un contexto dispar: el de la crisis ecológica y securitaria, es decir, el territorio existencial dentro del cual se desplegaban por entonces, y se desplegarían más adelante, las luchas contra la amenaza nuclear, la OTAN, la depredación del medio ambiente, etc. Dos máquinas de visión enfrentadas. Ambas se producían en agenciamientos distintos. Articulaban distintas piezas. Creaban distintas cosas. Funcionaban de distinta manera. Definición de agenciamiento: “noción más amplia que la estructura, sistema, forma, proceso, etc. Un agenciamiento acarrea componentes heterogéneos, también de orden biológico, social, maquínico, gnoseológico” (Guattari, 2005: 133). La nueva mirada verde desterritorializaba el agenciamiento de la Guerra de las Galaxias, definido por la serie “Guerra Fría-progreso-dominio-tierra”. Fue llevado a un nuevo territorio donde la nueva composición  tecno-ecológica-global se agenciaba con el rechazo a la guerra y la amenaza nuclear. Los elementos (cuerpos semióticos y materiales) de un agenciamiento se desplazan a otra parte y son agenciados con otros elementos. Así se producen los conceptos (Deleuze y Guattari, 2005). Así se transformaba el concepto de “planeta” y también el de “ecologismo”, y se sentaban algunas de las bases para la emergencia de los conceptos “mundialización” y “globalización” (Tsing, 2000).




Molar y molecular. La revolución postsocialista.

Distintos autores sostienen que el post-1989 es el mundo del fin de la historia, el fin de la utopía y el fin de las ideologías; un mundo post-revolucionario. En él las revoluciones no tienen cabida. Sin embargo, lo que ha entrado en crisis es la noción militar-utópica de la revolución y no otra cosa. Fue esta concepción la que desató los monstruos de la razón y ha terminado por volver anacrónico, ingenuo e incluso mezquino el defender e posiciones “revolucionarias”. Pero la cuestión es que lo revolucionario sigue aconteciendo, para bien o para mal, en niveles moleculares y molares, micropolíticos y macropolíticos, poblando la vida cotidiana. Retomar la perspectiva de la política revolucionaria hoy requiere desterritorializar el concepto de revolución desde la modernidad hasta la postmodernidad. Esto es lo que hemos estado haciendo. Recapitulemos ahora sobre nuestra propuesta para avanzar un poco más.

Los acontecimientos y las líneas de fuga, creando nuevos agenciamientos y nuevas territorialidades existenciales, no solucionan nada, no ponen fin a nada.  No entienden de utopías, sino de revoluciones. Plantean nuevas preguntas, crean nuevos conceptos, nuevos conflictos, nuevos estar-contra, nuevas formas de ser. Al hacerlo elaboran novedosas interpretaciones de qué significa la dominación y también nuevas formas de enfrentarse a ella, cuestiones en las que tal vez otros no habían pensado antes. En este sentido nos hemos referido al 68-77-99 como acontecimientos. En el bloque socialista, el 56 berlinés, el 68 de Praga, los primeros momentos de Solidarsnoc en Polonia, la caída del Muro en el 89, o el 91 ruso, conformarían otra serie. Y podríamos hablar de la descolonización como otra serie más. Pero realmente todos ellos están entrelazados. Vietnam fue más que la metáfora bélica de los Weatherman Underground o de la autonomía operaia. Sin la conjunción de las luchas contraculturales y coloniales, sin el efecto conjunto  en lo  económico y lo social del “rechazo al trabajo” y el encarecimiento del petróleo tras las luchas coloniales, no podría ser explicada la crisis económica de los setenta ni podría ser entendida la contraofensiva del capital neoliberal y postfordista (Negri y Hardt, 2005). Y sin esto, o el efecto de las crisis económicas propiciadas junto con las nuevas subjetividades productivas, tampoco podría explicarse el capitalismo semiótico y digital contemporáneo, o la propia caída de los regimenes del socialismo real. Fue en este juego de flujos y antagonismos, fugas y luchas, que emergió el periodo post-obrerista y postmoderno en el que hoy nos encontramos. En el post-obrerismo se dan unas nuevas posibilidades revolucionarias, pero también persisten trabas que dificultan la conquista de estas oportunidades que están ocultas o manifiestas en los pliegues de los mundos. La potencias en lo virtual hoy existentes distan mucho de lograr manifestarse como “el mejor de los mundos posibles” en lo actual. Es por esto que podemos concluir que realmente vivimos muy por debajo de nuestras posibilidades y por tanto es legítimo afirmar que el capitalismo es de una pobreza y crueldad escandalosa.

La interpretación deleuziana del par virtual/actual de Bergson me sirve para intentar imaginar las posibilidades del cambio. La reinterpretación que de esta distinción realiza Maurizio Lazzarato (2006) podrá ser de utilidad para comprender las nuevas dinámicas del hacer político de los antagonismos en la postmodernidad. Estas dimensiones habrá que rastrearlas en el juego de lo molar y lo molecular (Deleuze y Guattari, 2004a). Con esta cadena de reinterpretaciones terminó de engarzar la caja de herramientas con la cual deseo aproximarme a la revolución entendida desde la matriz del acontecimiento. No habrá que olvidar la cuestión político-ontológica que subyace a estas consideraciones. Ahí se encuentra un sujeto peculiar y una fuerza demiúrgica: la multitud y el poder constituyente.



Los últimos dos conceptos los tomamos de Negri y los entrelazamos con el pensamiento de Deleuze y Guattari. Dentro del pensamiento anarquista, el antropólogo David Graeber ha intentado redefinir la revolución en función del poder constituyente. Graeber enfatiza su carácter imaginativo (Graeber, 2007a, 2007b). Constituent imagination: la imaginación constituyente contra el poder constituido. El poder constituyente es lo definitorio de lo político. Aunque el poder constituyente no se circunscribe a lo inmaterial, tampoco es esto lo que defiende Graeber, es importante enfatizar tanto su creatividad semiótica como su creatividad material. De ahí que celebre el énfasis de Graeber en la constituent imagination. Digamos entonces, que el poder constituyente es la potencia ontológica de la labor creativa, material e inmaterial, o mejor dicho semiótico-material. Es la potencia que efectúa las líneas de fuga y los nuevos  agenciamientos. Si el poder constituyente fuga, lo hace sobre las limitaciones de un poder constituido. Poder constituido: la Ley, la Constitución, la Institución, las Identidades anquilosadas, etc. El poder constituyente es siempre gerundio: disutopía constituyente, movimiento, fuga, exceso. Excede las formas de la captura. Poder constituido: captura y fijación del poder constituyente (Negri, 1994). No he hablado de otra cosa a lo largo de este ensayo. Y, desde el 1968, la forma liberada con la que tiende a expresarse el poder constituyente es la multitud.

Deleuze toma la distinción entre virtual y actual de Henri Bergson. Estos dos planos son igual de reales. En el juego de lo virtual y lo actual se crea la diferencia, el cambio social, y las revoluciones. De un lado, la diferenciación virtual (creación de problemas y posibilidades); de otro lado, la diferenciación actual (embodyment, paso a lo actual de las virtualidades creadas). En estos procesos de diferenciación se producen las líneas de fuga y por ende, diremos nosotros, se producen los antagonismos. Es esta creación de diferencia y nuevos comunes, tanto virtuales como actuales, lo que llamamos revolución. Según produzcan “alegría” o “tristeza” (Spinoza, 2006) las consideraremos, desde el punto de vista pragmática del deseo, como revoluciones stricto senso, o por el contrario, desterritorializaciones cancerígenas. En efecto, esto supone un cambio drástico en el concepto tradicional de revolución. Más que asociarla a lo militar (ya sea la toma del poder del estado en el marxismo clásico, o su suplantación por otro proto-estado sindical como en el anarcosindicalismo), lo liga a la problemática de la creación, el deseo, el deseo como creación, y el deseo como creador. Formar deseos y conceptos puede ser tan revolucionario como innovar formaciones sociales. De hecho, no es sino la cultura y el deseo lo que agencia e informa lo social en su entrecruzamiento con el poder, de la misma manera que no es sino en lo social donde se produce lo uno y lo otro. Lo social y lo deseante son dos planos, los planos macropolíticos y micropolíticos, de una misma realidad (Deleuze y Guattari, 2004b). De esta manera la revolución se vuelve sobre la vida cotidiana y se radicaliza. Es capaz de encontrar elementos micro-fascistas (Foucault) dentro de los propios grupos revolucionarios y combatirlos a través de políticas de experimentación prácticas y teóricas. Es capaz de atender a la revolución en su diacronía y dispersión, también a la constante irrupción cotidiana de lo revolucionario en la porosidad de los distintos planos. Asociada a la cuestión de la creatividad y la pragmática del deseo, en lugar de asociarse con los universales naturales y la moral trascendental, la teoría se vuelve revolucionaria al superar la temática moderna de las esencias.

El marxismo y el anarquismo clásicos se movían dentro de la lógica del par posibles/realización (Lazzarato, 2006). Los posibles (capitalistas/obreros, hombre/mujer, ocio/trabajo, etc.) ya estaban dados de antemano, desde el inicio de los movimientos modernos. Las promesas revolucionarias estaban encerradas en estas dicotomías. La revolución se entendía como una consumación de estas promesas a priori, organizadas bajo la forma de la Utopía. Los movimientos debían realizar las posibilidades ya dadas y mistificadas, o fetichizadas o alienadas (realizar la naturaleza humana, superar la “prehistoria de la humanidad”, etc.). Así, el conflicto se entendía como la mera negación de los roles asignados (hombre/mujer, obrero/capitalista, etc.). De esta manera, los socialismos clásicos, neutralizaban el regimen de los posibles subordinándolo a la política de la toma de “conciencia” de lo ya dado. Muy por el contrario, el modo que aquí defendemos, descansa sobre una interpretación de los posibles asociados a la dinámica de lo virtual y lo actual. Desde esta perspectiva, los posibles han de ser creados. No están dados. Tampoco hay un mero juego dialéctico y binario: la revolución no es ya la supresión de la asignación del rol marcado sino la innovación de formas de existencia diferentes y nuevos comunes que las federen. Este es el modo en el que según Maurizio Lazzarato se despliegan los movimientos post-socialistas. Estos movimientos, sin perder de vista las alternativas actualizadas (obrero/capitalista, etc.), crean nuevos posibles, nuevos antagonismos que pueden encontrar su actualización a través de los excesos que el poder constituyente produce en el juego virtual/actual.

Deleuze y Guattari (2004a) distinguen dos niveles político-ontológicos: el molar y el molecular. Lo molar esta compuesto por máquinas abstractas que dividen los cuerpos en dicotomías. Estas dicotomías no son naturales, sino que son creadas por estas máquinas. Hombre/mujer, heterosexual/homosexual, trabajador/consumidor, naturaleza/cultura, sexualidades normales/sexualidades perversas o enfermas o anómalas, etc. Todas estas categorías modernas han sido producidas en un momento dado. Han sido producidas políticamente. Jamás de manera inocente. Pensemos en la distinción entre homosexuales y heterosexuales. Tal categorización, en su acepción moderna, surge a lo largo del siglo XIX. Tal figuración molar es producida por un nuevo dispositivo de saber/poder que Foucault llamará el dispositivo de la sexualidad. El dispositivo se construye en el cruce de una serie de arquitecturas (psiquiátricos, hospitales, escuelas, etc.) y discursos de poder (biología, medicina, higienismo,  pedagogía, psicología, etc.). Lo homosexual fue entonces definido en términos de lo contra-natura,  decadencia o perversión, la anormalidad. Y en contraposición cierta heterosexualidad fue presentada como la natural, lo normal y lo higiénico (Foucault, 2005). Dentro de la lógica moderna del par posibles/realización, cuando el movimiento gay intentó reconstruir la figura de la homosexualidad, reclamando también para ella el rango de lo natural y lo normal, en vez de desmontar este dispositivo de poder no hizo más que desplazar su máquina abstracta (desplazar o extender los valores de una categoría hacia otras). Pero, al hacerlo, se creó una nueva identidad, una nueva representación de lo gay como sexualidad natural-normal. Así, bajo los propios criterios del dispositivo de la sexualidad que combatía, el movimiento gay formado en los años setenta excluía las prácticas y las subjetividades que caían fuera de la representación (sexualidades periféricas, cuerpos que no se definen ni como homosexuales ni heterosexuales, quienes rechazan las dicotomías del género con las que se define el corte homo/hetero, etc.). Esta es una de las cuestiones que se expresan en la tensión entre el movimiento gay y el movimiento queer: lo queer como rechazo del regimen heterosexista, pero también como rechazo de la representación gay. De la lógica moderna de los posibles y su realización, a la problemática postmoderna de lo virtual y lo actual.

Molar y molecular. Deleuze y Guattari llaman molecular a aquellos flujos de deseo que no son codificados, ni delimitados, ni convertidos en objetos, ni divididos dicotómicamente. El deseo para Deleuze y Guattari es productivo. Desear no es querer lo que no se tiene, sino crear. El deseo es una fuerza creativa. El deseo articula fuerzas e imágenes, nuevos mundos y nuevos conceptos. El deseo crea y se crea en los agenciamientos. Las fugas moleculares del deseo exceden las dicotomías homo/hetero creando múltiples cuerpos con sexos y sexualidades que no pueden ser representadas ni como hombres ni como mujeres, ni como homosexuales ni como heterosexuales, ni como su simple síntesis dialéctica (bisexual, andrógino). La revolución no tiene nada que ver con la toma de “conciencia” (por ejemplo, toma de conciencia de la naturalidad y normalidad de lo gay). Lo revolucionario es la producción de lo nuevo y de fuga de los dispositivos del poder (excedencia).

Lo molar se puede desplazar o desmontar, pero aunque se haga esto último, siempre surgen otras objetificaciones molares. Desde Platón hasta las grandes narrativas políticas modernas (liberalismo, anarquismo, comunismo, etc.), pasando por las utopías de los pensadores renacentistas (Moro, Bacon, Campanella), la utopía se definió como la elaboración racional a priori de un proyecto, una maqueta social, un orden perfecto hasta el cual había que llegar, o al menos acercarse, un no-lugar que la política debía materializar. Incorporar esta noción de revolución molecular, e insertar la cuestión de la revolución en la matriz del acontecimiento, nos exige pensar la revolución como una cuestión disutópica. La revolución significa siempre una ruptura de planes en el juego de lo virtual y lo actual. El poder constituyente, en tanto que revolucionario, siempre produce realidades nuevas que no pueden ser pensadas en su totalidad de antemano. Fin de la utopía. La revolución de las producciones molares no tiene fin. Y, no tiene fin, porque allí donde una máquina abstracta molar produce el corte, un flujo molecular, un flujo de deseo irrepresentable, excede las retículas que definen lo molar. La revolución del deseo no tiene ninguna esencia ni perfectibilidad que materializar. La revolución dura mientras no se extingue la potencia de la fuga constituyente. Lo revolucionario es permanente.

El problema de lo molar y lo molecular no fue suficientemente atendido por el anarquismo y el marxismo clásico. Al no prestarle suficiente atención al deseo, naturalizaron las propias producciones del poder y reprodujeron distintas formas de opresión. Por ejemplo, el socialismo real definió la homosexualidad como una sexualidad decadente, perversa y anormal, al igual que lo hacía la burguesía de su tiempo, pero echándole la culpa a ésta. Desplazamiento de clase del dispositivo de la sexualidad burgués: lo homosexual como “decadencia burguesa”, según los regímenes del socialismo real. El anarquismo naturalizó también la distinción hombre/mujer en un momento dado, excluyendo por tanto el deseo de quienes no se veían representados en estas categorizaciones molares. Sin atender a la cuestión del deseo, la revolución perdía de vista un componente fundamental: las revoluciones moleculares (Guattari, 2004).


Más allá de la Política-Guerra. La noción militar-dialéctica de la revolución y la revolución pensada desde el punto del poder constituyente.

Si hablamos del acontecimiento, de las líneas de fuga, la desterritorialización y las revoluciones moleculares, lo hacemos porque creemos que puede servirnos para repensar el concepto de revolución. Con las notas hasta aquí sugeridas no hemos hecho otra cosa que intentar desterritorializar el concepto de revolución para volverlo operativo en las condiciones postmodernas (post1968-1989). El territorio desde el cual lo desterritorializamos es aquel de la modernidad. En la modernidad el concepto de revolución quedaba preso del campo semántico de la utopía y de lo militar. Como apuntaba Foucault (2003), el problema de las revoluciones modernas es que nunca lograron disociar la revolución de la guerra. Desde Hobbes la política es virtualmente definida como un asunto bélico: “guerra de todos contra todos”, “el hombre es lobo para el hombre”. Hobbes partía de una situación hipotética, ahistórica, para crear su monstruo político: el Leviatán. En plena guerra civil inglesa, Hobbes imaginaba el hipotético “estado de naturaleza” como un warfare donde cualquier podía dar muerte a cualquiera. El Estado y la Soberanía, la política moderna, emergían de este warfare para garantizar la vida expropiando el derecho de dar muerte, o dicho de otro modo, administrando y monopolizando la potencia del warfare en nombre del bien común (Hobbes, [1651] 1993).

Pero, la fundamentación de lo político en la guerra, no es solamente legitimado en virtud a este tipo de ficciones lógicas sobre la naturaleza humana. En el siglos XVI, y especialmente en el XVII, es decir, justo después de las guerras religiosas y justo en el momento en que se producen las grandes luchas políticas inglesas, la teoría política moderna se configura como una teoría de la Política-Guerra. Es entonces cuando se elabora y se vuelve hegemónico un discurso histórico (no ya hipotético como en Hobbes sino material y concreto) con el que la guerra pasa a ser definida como la matriz del Estado. Los estados, cada estado concreto, reclaman para sí su legitimidad en función de las luchas que dicen haber estado en su matrices (guerras de sajones y normandos, etc.). “Cada uno de ellos se analiza como una consecuencia o una reanudación de ese estado de guerra histórica primordial entre dos razas hostiles y que difieren por sus instituciones y sus intereses” (Foucault, 2003: 231). El discurso de la matriz bélica de lo político se bifurca en el siglo XIX hacia dos nociones distintas, pero no necesariamente irreconciliables. En el XIX lo político vuelve a fundamentarse en la matriz de la Política-Guerra a través de la consideración de la política como Guerra de Razas (valga decir también, de etnias o de culturas) y de la política como Guerra de Clases. El Estado es la guerra, y la guerra, como dirá Proudhon, sólo puede ser combatida con la guerra. De esta manera, la alternativa es pensada desde la misma lógica que se pretendía combatir. El socialismo, da igual aquí si se trata del socialismo marxista o ácrata, agencia la noción de la política-guerra con la cuestión de la Utopía. Este agenciamiento política-guerra-clase-utopía configura finalmente una idea militar de la revolución.  Más adelante, Gramsci identificará esta forma de revolución militar con la imagen de la guerra de maniobras. Ahora bien, aunque con él lo cultural y el deseo comienzan a cobrar un rango político significativo, Gramsci no logrará pensar el modelo alternativo de la revolución al margen de la Politica-Guerra. Suplantará el modelo de la guerra de maniobras por el de la guerra de posiciones Gramsci, 1997).

Frente a la revolución pensada en términos de Política-Guerra, Deleuze y Guattari hablan de la revolución como fuga. Negri y Virno lo harán en términos de éxodo. Estos autores intentan buscar una alternativa a la consideración de la revolución como un asunto bélico y dialéctico. En su lugar ensayan una noción sin Utopía ni proceso dialéctico. Tan sólo fugas inmanentes, revoluciones moleculares y reconocimiento de la creatividad del poder constituyente. “Una nueva definición del concepto de revolución: (…) la revolución es una aceleración del tiempo histórico, la realización de una condición subjetiva, de un acontecimiento, de una apertura cuya convergencia es hacer posible la producción de subjetividad irreductible y radical” (Negri, 2008: 194). La aceleración revolucionaria consta de tres elementos: 1) la excedencia y fuga de los dispositivos de poder materiales y de las maquinarias dicotómicas molares; 2) la apertura acontecimental de vías para la producción de subjetividad que más allá de las formas de capturas de tales máquinas abstractas y dispositivos; 3) la articulación de mecanismos de reconocimiento social de las nuevas formas de producción de subjetividad del poder constituyente que efectúa comunalmente esta revolución. Reloading revolution… De la Política-Guerra dialéctico-militar, a la revolución molar-molecular entendida como efectuación inmanente y creativa de los procesos de singularización y comunalización del poder constituyente inapropiable.

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