La contrarrevolución - Antón Fernández de Rota

La polinización de los antagonismos contraculturales y anticoloniales sobre el campo global provocó a nivel mundial lo que los “científicos sociales” llamaron en los setenta “la crisis de gobernabilidad”. En un informe redactado para la Comisión Trilateral en el 1973, Samuel Huntington prefería denominarlo, alarmado, “el exceso de democracia”.
La respuesta dada por los dispositivos de poder, a esta crisis de la gobernabilidad expresada bajo el signo del “exceso de democracia”, fue un movimiento de huída, recuperación y ofensiva capitalista. Este movimiento recibió el nombre de neoliberalismo y capitalismo informacional. En este nuevo capitalismo cobraba especial importancia el trabajo inmaterial, la terciarización de la economía (white-collars), la desindustrialización y la deslocalización industrial, los flujos desterritorializados de capital financiero global y la centralidad de la producción cultural-espectacular. Al mismo tiempo, tanto el estado-nación como las organizaciones obreras clásicas, es decir, los partidos y los sindicatos, perdían poder. Declinaba la política de partidos y la política sindical, aquellas que habían sido las formas privilegiadas del hacer político de la izquierda.

Para aplastar el levantamiento antagonista se recurrió, en negativo, a la represión física (valga de ejemplo la brutal represión en Brasil o en Italia), y en positivo, al aumento salarial. También se recurrió a la movilización de la población reaccionaria (como hizo De Gaulle en Francia). La cultura del miedo se convirtió en un recurso muy valioso. Con ella se reconstruyó un deseo cancerígeno, preso del pánico. Por medio de una subjetivización reaccionaria se instrumentalizaba el fantasma de la “amenaza comunista” (especialmente en EEUU, pero no sólo allí) y del terrorismo internacional (Brigate Rosse, la RAF, los palestinos, etc.). También se procedió a una captura de las subjetividades en la trama de la estética producida por el Espectáculo (Debord, 1999). Así se dio el paso desde la sociedad disciplinaria a la sociedad de control (Deleuze, 1996).

A pesar de la represión, si no fuese por toda esa enorme masa de ciudadanos a los que les irritaba la contracultura y la izquierda, el movimiento no se abría podido parar. Pero una vez movilizada la población reactiva, y tras la desarticulación de los movimientos, los gobiernos y las empresas se encontraron con otro problema que no era menos importante. Un problema que era imposible de eludir: la radical transformación de la subjetividad, cultural y deseante, no afectaba solamente a los sectores movilizados y/o insurgentes sino a capas sociales mucho más amplias. El cuestionamiento de las viejas instituciones disciplinarias y normalizadoras era algo mucho más general: afectaba tanto a las fábricas como a la sexualidad, a la familia como a la escuela o el estado. Las luchas también modificaban el escenario geopolítico global. La presión de las luchas contra el colonialismo, materializadas en constantes aumentos salariales y continuas radicalizaciones de las políticas estatales del Sur global, desembocaron en la crisis del petróleo del 1973, precisamente en el año que, en Occidente, se hablaba del alarmante “exceso de democracia” creado por los movimientos sociales. La respuesta a estas crisis económicas, culturales, políticas y energéticas fue el pasaje al modelo postfordista global (outsourcing, deslocalización empresarial, trabajo temporal y flexible, etc.) y el afianzamiento de un nuevo espacio financiero y mercantil global; es decir, lo que se ha venido a llamar la “globalización”. La proliferante subjetividad suave, flexible, creativa, anti-fordista, hedonista e indisciplinada en Occidente, y las luchas contra el imperialismo político, cultural y económico en el Sur, fueron los verdaderos motores del capitalismo informacional, y posteriormente de la new economy cybercapitalista.

Neoliberalismo, postfordismo y new economy son los nombres que asume la innovación reactiva capitalista del último tercio del siglo XX. Una captura del poder constituyente del antagonismo global (Negri, 1994). O como prefiere llamarlo Suely Rolnik (2006), una rufianización de la creatividad social. Esta rufianización captaba e instrumentalizaba lo que inventaban las nuevas subjetividades en los sesenta y setenta, innovaciones que, como decíamos, ya venían de atrás, desde los dadá y los surrealistas, de toda la creatividad antagonista del fin de siecle y el periodo de entreguerras. El capitalismo cognitivo vampirizó e instrumentalizó sus formas de vida, deseos, creencias e ideas. El trabajo intermitente y flexible pasó de ser una línea de fuga contra el fordismo, a convertirse, en el postfordismo neoliberal, en un mecanismo de control sobre la psique y el cuerpo; se metamorfoseó en precariedad (Berardi, 2003). La innovación artística fue capturada y vendida como pop art, como en la obra de Andy Warhol. Frente aquello que los dispositivos capitalistas ya no tenían capacidad de combatir, porque poseía mayor poder de seducción (tal fue el caso del feminismo y puede llegar a serlo hoy el movimiento gay), la cultura hegemónica terminó por ceder, pero institucionalizándolo y desarmándolo de sus deseos más revolucionarios.

La maquinaria espectacular de la Sociedad de Control caminaba arrasando las singularidades formadas desde “abajo”, y creaba mundos perceptivos con nuevas formas mercantiles maniaco-depresivas. Se prepararon nuevos cócteles anti-sociales. En los años ochenta se preparó una mezcla social de heroína y cocaína, para lanzar la producción cognitiva y aplastar los movimientos sociales (la heroína contra los Black Panthers, contra la autonomía italiana, contra la izquierda vasca, etc.). Después, una mezcla de cocaína y Prozak para acelerar la actividad y mantener la sostenibilidad subjetiva de la nueva producción frenética del capitalismo cerebral y nervioso (Berardi, 2007). Todo ello ubicado dentro de una cultura de la emergencia paranoica y esquizofrénica. Por un lado, la disciplina del terror-odio (al comunismo, al Islam, al terrorismo en general, al paro, o a los yonquis y a los homosexuales a los que se los acusaba de expandir el terrorismo del SIDA). Por otro lado, la seducción: mundos apoteósicos, simulaciones publicitarias de una sociedad de consumidores felices, vidas excitantes, exuberantes o elegantes, dinámicas o misteriosas y sensuales, inscritas como cuerpo simbólico-deseante sobre los productos, sus marcas y los escaparates con los que se revestían las metrópolis y los ciudadanos.

Las tecnologías de la gubernamentalidad, desde la precariedad laboral a la Sociedad-Espectáculo, pasando por la cultura del terror, rediseñaron el mundo. Pero, muy al contrario de lo que parecía deducirse de los análisis de la Escuela de Frankfurt y la Internacional Situacionista, los dispositivos materiales y culturales capitalistas no pudieron ni pueden recrearlo a su antojo ni a su imagen y semejanza. Como hemos dicho, la reestructuración neoliberal e informacional del capital fue el resultado de la crisis provocada por las transformaciones subjetivas de la multitud. Estas metamorfosis obligaban al capital a reinventarse. No le prescribían un modelo delimitado, pero si que delimitaban los márgenes posibles de su movimiento de respuesta. Limitaban su capacidad de maniobra, si es que quería ser capaz de seguir gobernando. Con la producción del espectáculo pasa lo mismo. De hecho, el capitalismo espectacular, a través de la captura de la creatividad excedentaria, se fue forjando a través de todos los cambios operados en las décadas anteriores a su irrupción. Ya en el periodo de entreguerras Walter Benjamin reconocía que lo surreal, lo carnavalesco y lo grotesco, que inspiraban las vanguardias artísticas, se convertía en norma de la mercadotecnia del momento (Benjamin, 2005).

El poder y los contenidos de los dispositivos del Espectáculo no surgen de la nada. La constitución del sustrato que explotan y rediseñan, anteriormente reconfigurado por el ejercicio del poder constituyente antagonista, impone a la industria del espectáculo unas limitaciones a lo que puede hacer y vender. Así, al margen de las cuestiones tecnológicas, la industria mercantil pornográfica no podría haberse extendido si no fuese por el continuo minado de la moral victoriana. Esta industria creció a la par que los movimientos antagonistas implosionaban esa moral. Así, por mucho que las tecnologías de la comunicación progresasen, la industria musical no se hubiese revolucionado en los sesenta si no fuese por la invención musical de la juventud, que ha su vez no sería nada sin las fugas producidas en las décadas anteriores (especialmente con las músicas negras) y que finalmente dio lugar al rock y luego al pop, el punk, etc. Pensar las innovaciones culturales, económicas o tecnológicas como algo reducido a la productividad de las elites es mistificarlas por endiosamiento. Con todas las consideraciones hechas hasta aquí, estoy tejiendo una narrativa para localizar de modo antagonista la comprensión del cambio social. Mi narración apunta hacia una determinada redefinición del concepto de revolución. Para ello me sirvo del pensamiento de Antonio Negri y Michael Hardt. Su hipótesis es la siguiente: el poder constituyente (de la multitud social) siempre va antes que el poder constituido (de las instituciones). O dicho en clave marxiana: el capital es como un vampiro o una medusa, o mejor aún, como un parásito. Tan sólo produce (pone a producir o captura la producción) a través de la captura de la cooperación de cuerpos y cerebros. El capital reempaqueta y resignifica lo que vende a aquellos mismos que lo han creado o que hacen posible imaginar y construir lo que luego compran. Este reempaquetaje y esta resignificación es la función más íntima del marketing. Por eso existen los estudios de opinión y de mercado: necesitan que la multitud hable, sino estarían ciegos y sordos, y les resultaría muy difícil vender algo, ni siquiera podrían gobernar a unas poblaciones que, dadas las características del capitalismo actual, necesitan estar activas y participar en el simulacro mercantil de la democracia (Baudrillard, 2005).

No pocos obreristas consideran que tal mutación de la composición antagonista fue una verdadera catástrofe, pues liquidó las “verdaderas” formas de lucha revolucionarias (es decir, proletarias). Con esta liquidación, dirán, también se derrumbaron todas las garantías sociales que fueron conquistadas durante la larga marcha de la lucha de clases. Según este tipo de interpretaciones, sería por culpa de la contracultura que lo que se conquistó con el wellfare state se perdió en el nuevo workfare world. Estos izquierdistas, anclados en las viejas formas dialécticas y políticas clásicas, no son capaces de comprender ni las potencias que impulsan las subjetividades post1968/1989, ni las nuevas formas de conflicto social. De igual modo, no se dan cuenta de que lo que realmente acabó con el obrerismo no fue ninguna antitesis externa sino la propia fuerza de la diferenciación inmanente: fueron los propios obreros los que implosionaron el obrerismo. Dialéctica vs. inmanencia. El obrerismo desearía que la gente fuese por siempre proletaria, al menos hasta el momento de la llegada de la revolución social. Lo desea porque sin esta condición no se puede cumplir su programa: la revolución proletaria a través de la agudización de las contradicciones económicas. Sin embargo, el propio movimiento obrero, con las conquistas que consiguió (ya fuese directamente a través de reformas, o indirectamente a través de la presión y el miedo que infligían los fantasmas de las tétricas “revoluciones victoriosas”) fue él mismo quien se liquidó en tanto que proletariado, cumpliendo el sueño marxista en el mundo capitalista del funcionariado wellfare.

La liquidación y crisis del obrerismo fue provocada por él mismo, desde dentro, mediante fugas internas, o como dirían Deleuze y Guattari (2004a), por proliferación rizomática. La emergencia contracultural se libró de un plumazo de este viejo caparazón cuando ya estaba pútrido (“build the new world within the shell of the old”). Le asestó el golpe de gracia a un organismo irremediablemente moribundo. En su lugar abrió una serie de nuevos antagonismos, y abrió los caminos para nuevas formas de pensar la política. No se les puede reprochar que su contribución se limite simplemente a crear las condiciones de desmantelamiento del wellfare state (aunque cierto es que tal formación fordista no la querían para nada). Crearon las nuevas posibilidades, transmutando la subjetividad en vectores radicalmente revolucionarios. Y, como con acierto señalaban Negri y Guattari (1999), si no hubiese sido por ellos, las décadas que los siguieron hubiesen sido mucho más intolerables. También han creado posibilidades para nuevos combates; un potencial revolucionario nada despreciable.

La captura y reempaquetación del devenir contracultural, la nueva ofensiva capitalista, tuvo funestas consecuencias. Las distintas luchas sociales que se han sucedido desde entonces ponen de relieve el malestar que en cada uno de los aspectos de la vida provoca esta nueva ofensiva. La emergencia del Movimiento de Seattle en el 1999 las puso todas de manifiesto; todas a la vez y a un mismo tiempo en el mundo entero. Sin embargo, no sólo han sido negativas las consecuencias de esta serie de procesos (desterritorialización antagonista - captura - reterritorialización capitalista). El efecto más llamativo de estas fugas y reempaquetaciones del mundo, geopolíticamente hablando, fue la crisis en la que sumieron a las dictaduras. Una por una, fueron cayendo, tanto si se trataban de regímenes derechistas (los coroneles griegos, Pinochet, Franco, Portugal, Argentina) como de dictaduras de izquierdas (a partir del 1989). En otras zonas, en cambio, como respuesta a las nuevas formas de imperialismo económico, político y cultural, los fundamentalismos avanzaron (Ali, 2006). No sólo en el Este, por supuesto, también en EEUU, y últimamente en Europa. Si el gusto por la diversidad transcultural y la ética anti-imperialista hubiese triunfado totalmente, si no se hubiese producido la contrarrevolución neocon, es muy posible que el integrismo capitalístico-cristiano y sus prácticas sanguinarias no hubiesen provocado la fundamentalización islámica de otras regiones. Pero también debemos reconocer que, si no fuese por la transformación operada en la producción de subjetividades antagonistas, la situación del actual estado de excepción global (Agamben, 2004) y de guerra global permanente en curso (Brandariz y Pastor: 2005), sería mucho más crítica. Las subjetividades suaves, amantes de la diferencia y anti-belicistas son hoy la primera línea del frente contra la barbarie bélica de los nuevos cruzados. En el 2003, la herencia de esta producción de subjetividades, en su devenir global, movilizó a cien millones de personas a lo largo del mundo contra los gobiernos occidentales que comandaban la carnicería en Irak.

Sea como sea, más allá de la nostalgia de la vieja izquierda actual, debemos concluir algo en positivo: “a lo largo del siglo XX las masas hicieron su propia «revolución social» y se convirtieron en multitudes” (Viejo, 2005). Más allá de los pesim-ismos claudicantes y de los hundimientos en tierra cual avestruz (“nada nuevo bajo el sol, yo sigo como siempre con la verdad”), lo importante es seguir de cerca el fluir de los cambios y beber de sus emanaciones; discernir las posibilidades y “las oportunidades no realizadas que duermen bajo los pliegues del presente” (Gorz, 1998). No más nostalgia. Si hoy la política de movimiento, más allá de la política de partidos y de sindicatos, ha de ser algo, ha de ser una política de la experimentación que nunca se deje atrapar en las “verdades” ni en las formas acabadas de las utopías preprogramadas. De ninguna otra manera se puede ser revolucionario. ¿Acaso hay un fin de trayecto en el itinerario de la caravana revolucionaria? Ninguna parada tiene por nombre “revolución”, pues la revolución es precisamente lo contrario a cualquier parada. El post-68 nos exige volver a pensar de nuevo qué significa la izquierda y la revolución en el nuevo escenario postmoderno.

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