Lecciones de economia de la edad de piedra - Jerry Mander

SI LO DE QUE LLEVAMOS el don de la democracia a los territorios indígenas es una falsedad destinada a justificar la agresión de la que los occidenta­les les hacemos objeto, otra justificación igualmente falaz es que llevamos allílos medios necesarios para liberarse del trabajo pesado y agotador.

Según nuestra mitología, los pueblos nativos soportan la tremenda opresión de la «economía de subsistencia», término que con su simple formulación evo­ca sentimientos de piedad e imágenes de miseria. Nuestras máquinas, nuestra tecnología y nuestros sistemas de organización económica superiores permiten liberarse del trabajo agotador, aportan una posibilidad de ocio y protección con­tra la arbitrariedad de los ciclos naturales. Los pueblos pre-tecnológicos, que vi­ven al día buscando sin cesar alimentos y protección frente a los elementos, ne­cesitan y desean lo que aporta la sociedad occidental. Eso es lo que se dice.
Teniendo en cuenta esta lógica, la mayoría de los occidentales se sor­prenden al saber que los pueblos indígenas de la tierra no desean en su mayo­ría subirse a la máquina económica occidental. Alegan que sus métodos tradicionales les han servido durante milenios y que los nuestros están desti­nados al fracaso. Estas opiniones aparecen en el libro del jurista canadiense Thomas R. Berger Village Journey, que describe un viaje por las comunidades de Alaska que afrontan la arremetida de las economías occidentales. El libro de Berger presenta amplios testimonios de nativos de Alaska que se oponen al modelo económico occidental.
Suzy Erlich de Kotzebue, Alaska:
Pertenezco a una familia de subsistencia. Así crecí. Me enorgullezco de ello. Quiero que-mis hijos crezcan igual. Nos da fuerza como inupiats. No es lo mismo que ir a la tienda. Nuestra tienda de comestibles tiene una ex­tensión de millones de hectáreas yeso nos enorgullece.
Bobby Wells de Kotzebue, Alaska:
Recuerdo a nuestros padres, cómo sobrevivían en este mundo, con los vendavales, las temperaturas gélidas […] Aprendieron a compartir las co­sas, a ayudarse unos a otros […] Ahora luchamos por sobrevivir entre gen­te diferente, entre diferentes razas de esta civilización occidental. ¿Qué tiene que ofrecer esta civilización occidental? Negocios.
Alice Solomon de Barrow, Alaska:
La gente es feliz […] han cazado una ballena. Están realmente emocio­nados, y hasta lo más hondo, muy profundamente. Y cuando entras en la casa de los que pescaron la ballena, ves esa felicidad, esa emoción, ese llorar de alegría, porque están contentos de haber recibido seme­jante don.
Los occidentales suelen pasar por alto opiniones como éstas en las conta­das ocasiones en que las oyen (uno de los temas del libro de Berger es que a los indígenas casi nunca se les consulta). Además, estamos tan absolutamente convencidos de la validez del proyecto tecnológico occidental que queremos «mejorar» las condiciones de los indígenas a toda costa, incluso contra su vo­luntad.
Y así ha sido durante siglos. Los planteamientos occidentales no han cambiado mucho en este aspecto desde el siglo XVII. Nuestra idea de superioridad justifica la continua expansión de nuestro sistema económico, de las explotaciones mineras, de la deforestación y de la pavimentación del mun­do natural y no sentimos culpabilidad alguna por los territorios de los pueblos indígenas que destruimos al hacerlo. Nuestra mitología lo apoya, nuestro sis­tema económico se basa en ello, y nuestras instituciones financieras (desde el banco local hasta el Banco Mundial) procuran por todos los medios que esos métodos continúen.
El sistema nunca pone en tela de juicio estos asuntos. Sólo las recien­tes campañas de grupos como Rainforest Action Network y Earth First!* han empezado a oponerse a esas actitudes y a esos procedimientos. Pero si nuestra sociedad cuestionara realmente alguna vez sus hipótesis sobre la viabilidad de las economías autóctonas y preguntara a la gente de esas so­ciedades qué opinan de ellas, sin duda tendríamos que reconsiderar nuestras opiniones.
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OCIO PRETECNOLÓGICO
La publicación de Stone Age Economics [Economía de la edad de piedra], de Marshall Sahlins en 1972 tendría que haber refutado casi todos los paradig­mas que empleamos para definir las ventajas de nuestra tecnología. Sahlins, pro­fesor de la Universidad de Chicago, utiliza la investigación de campo de tribus de todo el planeta para demostrar concretamente que, en contra de la opinión co­mún, las sociedades «primitivas» (sobre todo las comunidades de cazadores y re­colectores, como las de Alaska) disfrutaban de «tiempo de ocio» abundante, sa­tisfacían sus deseos materiales y sus necesidades de supervivencia sin demasiado esfuerzo, no trabajaban excesivamente y elegían voluntariamente la «economía de subsistencia»: no acumulaban excedentes deliberadamente.
Sahlins escribe: «Casi universalmente partidarios de la tesis de que en el paleolítico la existencia era dura, nuestros libros de texto se esfuerzan en trans­mitir una idea de fatalidad inminente, que nos hace preguntarnos no sólo cómo podían vivir los cazadores, sino, en realidad, si aquello era vida.» Sahlins enu­mera algunas expresiones denigratorias comúnmente empleadas: «Mera eco­nomía de subsistencia», «ocio limitado», «carencia de excedentes económi­cos», y la necesidad de estas sociedades de sobrevivir invirtiendo la «máxima energía del mayor número de personas». Sahlins considera estas actitudes «el primer prejuicio claramente neolítico» creado deliberadamente para definir la relación del cazador con la tierra y los recursos de la forma «más compatible con la misión histórica de arrebatárselos.»
Las personas de la edad de piedra no eran prisioneras del trabajo, nos di­ce Sahlins. Al contrario, «puede demostrarse que cazadores y recolectores trabajan menos que nosotros; y en vez de una fatiga constante, la búsqueda de alimentos es intermitente, el ocio abundante y la media anual de horas de sue­ño durante el día por persona es superior a la que se da en cualquier otro tipo de sociedad.»
HORARIO DE BANQUERO
Marshall Sahlins cita en su libro un estudio realizado en 1960 por Frede­rick D. McCarthy y Margaret McArthur sobre las comunidades aborígenes de la Tierra de Arnhem Occidental (Australia). Los investigadores sumaron todo el tiempo empleado en todas las actividades económicas (recolección de plan­tas, preparación de los alimentos y reparación de armas) durante un periodo de varios meses, descubriendo que el varón medio trabajaba tres horas cuarenta y cuatro minutos diarios, mientras que la mujer trabajaba por término medio tres horas cincuenta minutos al día. «La conclusión inmediata más evidente “–dice Sahlins- es que no trabajan demasiado […] Además no trabajan conti­nuamente.»
Según McCarthy y McArthur: «Aparte del tiempo dedicado a las relacio­nes sociales en general, a charlas, cotilleos, etc., algunas horas del día se dedi­caban también a dormir y a descansar. Si los hombres estaban en el campa­mento, normalmente dormían después de comer una hora u hora y media y a veces hasta más. También solían echar una cabezada cuando volvían de pescar o de cazar […] Las mujeres descansaban, al parecer, con más frecuencia que los hombres cuando salían a recolectar al bosque. Si permanecían todo el día en el campamento, también dormían a horas sueltas, a veces bastante tiempo.»
Los bosquimanos dobe de Africa meridional constituyen un ejemplo de otro continente. Sahlins cita el estudio realizado por Richard Lee, que de­muestra que la semana laboral media del bosquimano dobe es de unas quince horas: dos horas nueve minutos al día. Y lo que es más, sólo el 65 por ciento de la población trabajaba algo.
Sahlins comenta sobre esto: «El trabajo de un varón bosquimano sustenta a cuatro o cinco personas. Teniendo en cuenta el valor nominal, la recolección de alimentos de los bosquimanos es más eficaz que la agricultura francesa has­ta la segunda guerra mundial, en la que más del 20 por ciento de la población se ocupaba de alimentar al resto. Confieso que la comparación puede resultar engañosa, pero es aún más sorprendente que engañosa.» Esta comparación con nuestra sociedad actual demostraría que los agricultores estadounidenses (sólo el 15 por ciento de la población del país) alimentan al resto del país, gracias a la tecnología. Pero en las sociedades primitivas quienes alimentan a los demás lo hacen mediante un acuerdo cooperativo (comparten turnos de trabajo y com­parten los alimentos) que no libera de ningún trabajo al resto de la sociedad. En nuestra sociedad, en la que no existe en realidad el reparto y hay una depen­dencia real del dólar para adquirir alimentos, el 95 por ciento de no agricultores no está exento del trabajo; está atado a una maquinaria económica distinta de la agricultura para producir el dinero necesario para pagar los alimentos.
Según Richard Lee: «Una mujer reúne en un día alimentos suficientes pa­ra el sustento de su familia durante tres días y dedica el tiempo restante a des­cansar en el campamento, haciendo bordados, visitando otros campamentos o atendiendo a las visitas de otros campamentos. La rutina diaria, las labores de la cocina como guisar, partir frutos secos, recoger leña y transportar agua, les ocu­pa de una a tres horas. Este ritmo de trabajo continuo y ocio continuo se man­tiene durante todo el año. Los cazadores varones trabajan más frecuentemente
. que las mujeres, pero su programa es irregular. No es insólito que un hombre ca­ce afanosamente una semana y luego pase dos o tres sin cazar nada en absoluto. Durante estos periodos, las principales actividades de los hombres son las visi­tas, las relaciones sociales y especialmente las danzas.»
CONSUMO DIETÉTICO
Es un error generalizado pensar que las sociedades primitivas sobreviven en los niveles de subsistencia mínimos, pues la investigación demuestra 10 contrario. A los cazadores de Tierra de Arnhem, por ejemplo, no les gusta la dieta monótona; trabajan para conseguir una amplia variedad de alimentos muy por encima de la cantidad suficiente. Según los investigadores McCarthy y McArthur, el consumo dietético de los cazadores era adecuado según los cri­terios actuales del Consejo Nacional de Investigación de América. En varias comunidades aborígenes el consumo diario medio superaba las 2.130 calorías, 10 que supone un nivel de nutrición mejor que el que disfruta el15 por ciento de la población estadounidense.
Los bosquimanos dobe, igual que los aborígenes australianos, disfrutaban de un consumo calórico superior a las 2.100 calorías diarias. No obstante, se­gún los cálculos de un investigador, teniendo en cuenta el peso físico medio de los bosquimanos, éstos sólo necesitaban 1.900 calorías diarias. Los alimentos sobrantes, dice el investigador, se los daban a los perros.
«Puede llegarse a la conclusión -dice Richard Lee- de que los bosqui­manos no llevan una existencia mísera al borde de la inanición, como se ha considerado normalmente.»
Marshall Sahlins concluye: «Los cazadores hacen un horario de banque­ros, notablemente inferior al de los modernos obreros industriales»; y, sin embargo, señala que el consumo de alimentos es variado y suficiente. Comen por placer tanto como para subsistir.
BAJA PRODUCCIÓN DELIBERADA
En las sociedades primitivas, al contrario que en las sociedades indus­triales modernas, la gente decide no producir a los niveles máximos. Por in­sólito que parezca desde el punto de vista occidental, «hay un desprecio cons­ciente y coherente por la idea de “máximo esfuerzo del máximo número de personas”», según Sahlins. y añade: «La fuerza laboral no se utiliza plena­mente, los medios tecnológicos no se emplean plenamente, los recursos natu­rales no se aprovechan por completo [oo.] la producción es baja con relación a las posibilidades existentes. La jornada laboral es corta. El número de días li­bres es superior al de días de trabajo. Bailar, pescar, jugar, dormir y celebrar ceremonias parecen ocupar la mayor parte del tiempo de un individuo.»
Como no se trabaja a pleno rendimiento, se «desperdician» los recursos del entorno, 10 cual impulsa a los occidentales a intentar desesperadamente ha­cerse con esos «recursos desperdiciados». El entorno inmediato de muchas comunidades de cazadores y recolectores podría sustentar holgadamente a una población tres veces mayor, pero el control deliberado del crecimiento de la población y la escasa explotación deliberada de la plena capacidad económi­ca del entorno han mantenido la proporción gente-recursos muy baja. En vez de agotar el potencial productivo del medio, las comunidades de la edad de piedra deciden dejar que algunos frutos caigan al suelo y algunos animales si­gan viviendo en paz. La gente, mientras tanto, disfruta vagando, durmiendo, bailando, galanteando, y participando en las ceremonias y relaciones que tie­nen sentido en estas sociedades. «Máximo esfuerzo», sin duda.
ELECCIÓN DE LA SUBSISTENCIA
La hipótesis occidental es que los cazadores y recolectores nómadas, so­bre todo los que siguen viviendo hoy día (que ascienden a decenas de millo­nes) estarían encantados si pudieran liberarse de su economía de «subsisten­cia». Pero Sahlins demuestra que estos pueblos han elegido claramente su forma de vida. Incluso cuando las tribus vecinas dejan de ser cazadoras y re­colectoras para convertirse en comunidades agrícolas estables, empleando a veces «instrumentos tecnológicos avanzados», muchas comunidades cazado­ras y recolectoras se niegan a hacer otro tanto, alegando que les exigiría tra­bajar más. Richard Lee cita a los bosquimanos: «¿Por qué tenemos que plan­tar habiendo tantos frutos de mungo en el mundo?»
Es frecuente decir que los cazadores y recolectores son «culturalmente in­feriores» porque no producen los excedentes que podrían protegerles de los ca­prichos de la naturaleza. Sahlins postula cuatro razones para explicar por quéevitan los excedentes. Primera, son optimistas. Cuando hay alimentos suelen comérselos todos, atiborrándose incluso. Al parecer, el planteamiento es que, puesto que los alimentos abundan en la naturaleza, no es necesario almacenar­los; la propia naturaleza los almacena aquí y allá, en plantas y animales, si uno sabe dónde buscarlos. Así que incluso cuando las tormentas o los accidentes privan de alimentos a una comunidad durante días o semanas, las consecuencias pocas veces son desastrosas, y siempre pueden trasladarse a otro sitio.
En segundo lugar, los cazadores y recolectores son nómadas por decisión propia. Si almacenaran o transportaran alimentos se verían atados a un lugar concreto o tendrían que desplazarse mucho más despacio. En el caso de los cazadores y recolectores, «se dice realmente que para ellos la riqueza es una carga», comenta Sahlins. El hecho mismo del desplazamiento «minimiza rápidamente la satisfacción de la propiedad.»
En Lost World of Kalahari [El mundo perdido del Kalahari] el autor, Laurens van der Post, explica su imposibilidad de hacer regalos a los bosqui­manos:
«Parecía que casi todo les hiciera la vida más difícil aumentando las dificultades y la carga en su recorrido diario. Ellos apenas tenían propiedades personales: una correa, un manto de piel y una bolsa de cuero. No había nada que no pudieran recoger en un minuto, envolverlo en sus mantos y transpor­tarlo a la espalda durante un viaje de más de mil kilómetros. No tenían noción de la propiedad.» (En la sociedad moderna, por supuesto, la «posesión» quizá sea nuestro máximo afán.)
En tercer lugar, una economía basada en la acumulación aumentaría el im­pacto de los bosquimanos en el medio por encima de la ética actual de escaso consumo. Los excedentes provocarían además un aumento de la población, lo cual amenazaría la movilidad de la comunidad y la haría más vulnerable a los desastres naturales.
En cuarto lugar, el amor propio del cazador se basa en la caza. Acumular excedentes reduciría su importancia psicológica y cultural. También reduciría la enseñanza de los jóvenes y produciría una sociedad más ociosa con menos conocimientos.
Sahlins no dice que las culturas de la edad de piedra sean invulnerables a la escasez de alimentos, sino que los cazadores y recolectores no son más vulnerables que cualquier otra sociedad. ¿Y qué pasa en el mundo actual?, pre­gunta. «Se dice que de un tercio a la mitad de la humanidad se acuesta con hambre todas las noches. Unos veinte millones sólo en Estados Unidos. En la antigua Edad de Piedra, la proporción era sin duda muy inferior. Vivimos una época de hambre sin precedentes. Hoy día, en la época de mayor poder técni­co, el hambre es una institución. Invertid otra fórmula venerable: el hambre aumenta relativa y absolutamente con la evolución de la cultura.»
LA CREACIÓN DE «POBREZA»
En el caso concreto de los bosquimanos, Sahlins expone desde un punto de vista diferente la falta de riqueza material, que nosotros llamamos «pobreza»:
La posesión de los utensilios necesarios es general, lo mismo que el co­nocimiento de las técnicas precisas […] Añádanse las costumbres gene­rosas de compartir, algo por lo que los cazadores gozan de merecida fama, pues todo el mundo puede participar normalmente de la prosperidad exis­tente [’00] Pero esta prosperidad depende, claro, de un nivel de vida objetivamente bajo […] de que la cuota habitual de artículos de consumo se sitúe a un nivel modesto… si no hay deseo, no hay carencia.
Pobreza no es una determinada cantidad de bienes, ni es tampoco la simple relación entre medios y fines; es fundamentalmente una relación entre las personas. La pobreza es una condición social […] hasta que la cultura no alcanzó la cima de sus logros materiales, no se erigió un san­tuario a lo Inalcanzable: Necesidades Infinitas.
Ateniéndonos a la situación actual, hemos de mencionar el punto de vis­ta de los yupiks (esquimales) de Alaska. En una publicación de la Asociación de Presidentes de las Juntas Comunitarias, editada por Art Davidson, Does One Way of Life Have to Die So Another Can Live? [¿Ha de morir una forma de vida para que pueda vivir otra?] se hacía la siguiente consideración sobre la influencia de los modernos sistemas económicos en la creación de pobreza:
La pobreza se ha introducido recientemente en las comunidades indígenas […] durante miles de años la gente obtuvo de la tierra y el mar lo necesa­rio para su subsistencia a lo largo de la costa occidental de Alaska. La vi­da era dura, pero no existían las frustraciones y los estigmas de la pobre­za, porque la gente no era pobre. Vivir de la tierra alentó la existencia de la cultura yupik y la desarrolló, una cultura en que la riqueza era la riqueza comunal del pueblo que proporcionaba la tierra. Tanto si los alimentos eran abundantes com si eran escasos. Esta participación creaba un víncu­lo entre los individuos que contribuía a garantizar la supervivencia. La vi­da era dura entonces, pero a la gente le resultaba satisfactoria. Hoy la vi­da es más fácil, pero ya no es satisfactoria.
[…] Los primeros comerciantes rusos llevaron la idea de riqueza y po­breza. Estas personas nuevas añadieron al sistema de vida el objetivo de la acumulación. Se trazaban líneas de separación entre las personas ba­sándose en lo que habían acumulado, ya fueran pieles, dinero, territorios o las almas de los conversos […] El nuevo sistema económico… empezó a sustituir alimentos y pieles por dinero, la cooperación por la rivalidad, el reparto por la acumulación.
Los yupiks dan un ejemplo reciente de lo que ocurrió en la Bahía de Bris­tol cuando se sustituyó la economía de subsistencia por la nueva economía mo­netaria:
Al principio la gente vivía de la tierra y el mar; los enormes bancos de sal­món proporcionaban una fuente segura de alimentos. [Entonces] empezó la pesca comercial con el objetivo de conseguir todo lo posible. Los polí­ticos urbanos y los intereses económicos externos no tardaron en permitir la explotación de los bancos de salmón casi hasta la extinción. Los habi­tantes de las zonas costeras se empobrecieron. El gobierno empezó a pre­ocuparse. Entonces se pidió una investigación pesquera y se impuso el «acceso limitado». Dieron bonos de alimentos a la gente que antes pes­caba. Se supuso que los indígenas adaptarían de una u otra forma sus costumbres tradicionales a este sistema económico occidental […]
Los blancos trajeron enfermedades como la viruela y la sífilis que ma­taron a miles de los nuestros […] No se sabe hasta qué punto el impacto económico de la civilización occidental fue absolutamente devastador para el bienestar y el espíritu del pueblo […] estos nuevos métodos de ha­cer las cosas pueden ser tan perturbadores para la vida de una persona o de una cultura como la viruela lo es para la vida de un cuerpo. Afortuna­damente se ha encontrado una cura para la viruela. Pero no se ha encon­trado cura para nuestra «pobreza» […] entre los remedios aplicados figu­ran crecientes dosis de la forma de vida occidental, con la esperanza de que el nuevo sistema sustituya de algún modo con éxito al antiguo.
ADELANTE A TODA MARCHA: EL OCIO EN TECNOUTOPÍA
Según estadísticas de Louis Harris y Asociados, la semana laboral media es hoy en Estados Unidos de cuarenta y siete horas. Esto supera la media de cuarenta horas de la década anterior. Más de un tercio de la población laboral masculina activa trabaja más horas del promedio. Según el Ministerio de Tra­bajo estadounidense, casi seis millones de hombres y más de un millón de mu­jeres trabajan más de sesenta horas semanales en empleos remunerados. (Es­tos cálculos no incluyen el trabajo doméstico añadido no remunerado de la mayoría de las mujeres.)
En determinadas categorías laborales, como por ejemplo los agricultores, empresarios y profesionales autónomos, la semana laboral típica es de sesen­ta horas. El promedio de los directores de grandes empresas supera las sesen­ta horas de trabajo a la semana.
Estos datos suponen una notable mejora respecto a la situación de 1850, que es el periodo con el que suelen compararse. En aquella época, la semana laboral media era de setenta horas, las condiciones laborales eran mucho peores y el ni­vel de vida muy inferior. Así que comparando la situación actual con la de 1850, hoy estamos mucho mejor. ¿Pero es una comparación apropiada? Preci­samente hacia 1850 se estaban imponiendo a los trabajadores los peores abusos de la nueva industrialización y se creó una nueva clase de obreros urbanos po­bres. Comparada con la de 1850, la situación actual no puede ser sino buena. Si retrocedemos hasta la Edad Media, el sociólogo francés Alain Caillé establece la media laboral diaria en 8,5-16 horas, según la estación del año. Pe­ro los obreros urbanos también tenían unos 130 días sin trabajo: fiestas reli­giosas y vísperas, más los domingos y algunos sábados. «En el campo -decía Caillé- [había] sólo 180 días de trabajo real». Y los «niveles de vida» eran sin duda tan buenos entonces para los trabajadores como en la lúgubre década de 1850. En cuanto a la época de los romanos, había unas 150-200 fiestas públi­cas al año. ¿Y en la edad de piedra? (Véase Sahlins.)
¿Han mejorado las cosas, en realidad? Quienes disfrutamos de los frutos del monstruo tecnológico tenemos más cosas en la vida. Estamos más limpios y vivimos más tiempo. Pero si nos comparamos con las sociedades preindus­triales es probable que trabajemos más. Y nuestro afán de conseguir y acu­mular artículos de consumo ha creado una sorprendente paradoja moderna: es­casez de tiempo, pérdida de tiempo de ocio y aumento del estrés en un medio de abundancia y riqueza evidentes. Hay una disminución de la calidad de vi­da y de la experiencia.
Esta paradoja se trató en una serie de artículos críticos de Los Angeles Ti­mes titulada «La sociedad despojada», del periodista Kent MacDougall. El au­tor demuestra que la época moderna no ha aumentado el tiempo de ocio de que disponemos sino todo lo contrario:
Cuando en 1609 los indios algonquinos descubrieron a Henry Hudson re­montando su río, vivían de los frutos de la tieua. Vivían muy bien, pero trabajaban tan poco que los laboriosos holandeses los consideraron sal­vajes indolentes y se apresuraron a sustituir su buena vida por el feuda­lismo. Hoy día, a lo largo del río Hudson, en Nueva York, los ciudadanos supuestamente libres de la sociedad más rica de la historia del mundo tra­bajan más tiempo y más intensamente de lo que lo hiciera jamás ningún indio algonquino, corren como ratas en un laberinto, esquivando coches, camiones, autobuses, bicicletas, esquivándose unos a otros y bailando a un ritmo frenético destinado a llevar a muchos a una muerte prematura por el estrés y la tensión [u.] ¿Dónde está el fallo? ¿Cómo es posible que los americanos, mientras se consagraban a adquirir tantas riquezas materiales, hayan llegado a perder tanto tiempo de ocio?
MacDougall cita al antropólogo Peter Farb: «La verdad es que la gran ci­vilización trabaja a ritmo febril, mientras que los primitivos cazadores y re­colectores de alimentos silvestres se cuentan entre las personas con más tiempo libre de la tierra.» Y Farb añade que son además las personas mejor ali­mentadas de la tierra y también las más sanas.
McDougall continúa: «El asalariado medio dedica el mismo tiempo al tra­bajo que hace una generación [en realidad, dedica más tiempo ahora], pero tar­da más en ir al trabajo y volver. Y los niveles de vida más altos han complica­do tanto el estilo de vida de los estadounidenses que les obligan a dedicar más tiempo a la compra, el mantenimiento y las labores de la casa, por lo que dis­ponen de menos tiempo para disfrutar de todos los artículos y medios de recreo que tienen a su alcance […] En una época de altos niveles de vida, vacaciones más largas, transporte más rápido y supermercados llenos de artículos, los es­tadounidenses han acabado sintiéndose más despojados que nunca.»
LA PRESUNTA SUPERIORIDAD DE LA MODERNA ADMINISTRACIÓN DE RECURSOS
El 14 de agosto de 1987 se inició en la reserva de los indios semínolas Big Cypress de Florida el juicio del jefe semínola James Billy. Se le acusaba de ha­ber matado a un jaguar de Florida durante una cacería nocturna. Estados Uni­dos incluye al jaguar de Florida entre las especies en peligro de extinción protegidas por la ley de 1973 y su caza se castiga con un año de prisión y una multa de 10.000 dólares. La tribu semínola alega que puesto que es una nación soberana, reconocida como tal en los tratados con Estados Unidos, puede es­tablecer sus propias normas sobre caza. En segundo lugar, dice la tribu, los tra­tados según los cuales los semínolas cedieron territorio a Estados Unidos tam­bién garantizaban a los indios el derecho a seguir realizando sus actividades tradicionales de subsistencia según su propio criterio. (Cientos de tratados con las tribus amerindias garantizaban que la caza y la pesca de los indios no estarían sujetas a la ley estadounidense. Esta condición fue de capital impor­tancia para conseguir que los indios cedieran territorios, pues les aseguraba la viabilidad continuada de la economía tradicional. Ahora, sin embargo, casi to­das esas garantías son ignoradas por los intereses pesqueros y agrícolas y por los organismos federales, que sostienen que los indios tienen que acatar las mismas normas que los demás estadounidenses y que sus tratados son historia antigua. Se considera irrelevante que los tratados no sean tan «antiguos» como muchos acuerdos territoriales vinculantes que datan de principios del si­glo XIX. A los tratados indios no les otorgan el mismo respeto.)
En el caso de los semínolas, Estados Unidos niega ahora, como lo ha hecho en otros casos relacionados con los derechos de caza y pesca de los indios, que la ley semínola pueda invalidar la ley estadounidense. Estados Unidos alega que tiene que controlar la caza y la pesca para administrar y proteger la fauna. ­
Pero el jefe Billy declaró en una entrevista en la Radio Pública Nacional: «Si­glos antes de que existieran los Estados Unidos de América existían nuestras le­yes tribales. Somos una nación soberana; Estados Unidos lo ha reconocido así[en los tratados y en otras actuaciones].» Billy dice que cuando disparó al ani­mal disparaba sólo a dos ojos en la oscuridad, creyendo que era otro tipo de ja­guar. Añade que de todos modos es absurdo que se aplique la ley de especies protegidas a los indios: «Los indios somos los mejores protectores de los re­cursos naturales y lo somos desde hace miles de años […] El gobierno preten­de acusar a los semínolas de acabar con una especie, cuando la verdadera razón de que esté en peligro es la explotación abusiva del sur de Florida. La razón son todas esas urbanizaciones residenciales y la construcción de la autopista 1-95 a través del pantano y luego la autovía que atraviesa la región de los Everglades. Nada tiene que ver con nuestras costumbres de caza. Tiene que ver con las vuestras.»
Parece bastante obvio, casi evidente por sí mismo, que las culturas indí­genas que han vivido prósperamente en el mismo lugar durante milenios han sobrevivido gracias a sus buenos hábitos económicos, entre los que se inclu­yen la conservación de la fauna, la flora y los recursos. Pero si hiciéramos ca­so a nuestros científicos y a los gobiernos occidentales, tendríamos que pensar que las sociedades indígenas apenas pueden arreglárselas un día más sin or­denadores, cuotas, cartografía por satélite y análisis de «máximo rendimiento sostenible». Me pregunto cómo explicarán los científicos que los indígenas ha­yan sobrevivido miles de años. ¿Por instinto?
El supuesto de que nuestro sistema moderno de gestión de la vida silves­tre y los recursos es más eficaz (pese al hecho de que «gestionamos» sin com­prender el entorno ni cómo se organizaba la gente antes de que llegáramos) no sólo es arrogante sino también racista.
En el capítulo 4 he explicado cómo se están introduciendo rápidamente los modelos informático s de gestión de recursos naturales en el Ártico. Un ele­vado porcentaje de la «ayuda» de los gobiernos estadounidense y canadiense a los indios e inuits de las regiones árticas adopta hoy la forma de instrucción informática. Pocas veces se tiene en cuenta que esta forma de administrar los recursos y la fauna tenga un deplorable efecto negativo en las relaciones tradicionales entre indígenas y animales.
La relación entre seres humanos y animales, que antes se basaba en el co­nocimiento íntimo que proporcionaban la observación directa y las enseñanzas seculares, se basa hoy en registros de ordenador, convirtiéndose así en un gé­nero de conocimiento cuantitativo, abstracto, objetivo y acelerado. Esto es destructivo para la cultura y las tradiciones indias. Es posible acabar en una generación con un modo de conocimiento que ha sobrevivido milenios. Pero al margen del daño causado a las culturas, la evidencia reciente indica que los sistemas de administración informática objetiva-cientÍfica-cuantitativa rara vez resultan mejores que los métodos de control y conservación indígenas. En realidad, los métodos modernos resultan muy a menudo desastrosos.
El antropólogo Milton M.R. Freeman, de la Universidad de Alberta, fi­gura entre un número creciente de científicos que han empezado a organizar la lucha contra la idea de que nuestro sistema de administración económica ten­ga grandes ventajas que ofrecer a las comunidades indígenas tradicionales.
Freeman se indigna en particular con los biológos. En la asamblea de 1984 de la Asociación Científica de la Región Occidental (celebrada en Monterey, California) Freeman dijo: «La fe explícita en la precisión del mé­todo científico es una parte tan esencial de la formulación profesional de los biólogos que las limitaciones de ese sistema particular de creencia sólo se aprenden, a menudo mucho más adelante en la vida, como resultado de la experiencia obtenida en el mundo no profesional.» Freeman recoge ejemplos de biólogos que hicieron caso omiso de las prácticas tradicionales y descu­brieron posteriormente que eran métodos mucho más eficaces para mantener la viabilidad entre las especies animales.
Un ejemplo se refería a la cacería del caribú en la isla Ellesmere del Ca­nadá ártico. Los administradores de la fauna canadiense dijeron a los inuits que tenían que cazar sólo caribús grandes o machos, y sólo algunos animales de ca­da rebaño. Los inuits explicaron que aquello era contrario a su relación tradi­cional con los animales y que destruiría los rebaños de caribús, pero no se hi­zo caso de sus argumentos. El resultado fue exactamente lo que habían dicho los inuits. Aunque el máximo número permitido era de veintiséis cabezas por año, muy inferior a lo que cazaban antes, la población de caribús disminuyó de forma drástica. ¿Por que?
Según Freeman: «Los inuits sostienen que cada pequeño grupo de caribús Peary es un grupo social y existen buenas razones para que esos animales con­cretos estén juntos. Los cazadores inuits indican que debido al carácter marginal del entorno para los herbívoros, los animales más viejos y más grandes son im­portantes para la supervivencia del grupo. La experiencia y la fortaleza física per­miten a estos animales más viejos excavar en la nieve para encontrar alimentos. Los animales más viejos son más pacientes, comparados con las hembras pre­ñadas y los animales mas jóvenes, que son más nerviosos, y esta característica produce un efecto tranquilizador en los animales más jóvenes del grupo.»
Un segundo ejemplo es el que está relacionado con el proyecto de autori­zar la caza deportiva del toro almizcleño en el Ártico. También en este caso só­lo se cazarían machos; como los mejores «animales trofeo» eran los toros viejos, biológicamente «superfluos», los administradores estaban convencidos de que la caza no afectaría negativamente a la población de toros almizcleños. Los inuits opinaban lo contrario. Explicaron que los toros almizcleños son ani­males muy sociables. Los machos viejos no son «excedentes», ni mucho me­nos. Desempeñan una función social importantísima en determinadas épocas del año, como centro de reagrupación después de los periodos de dispersión de la temporada de celo. Según los inuits, actúan como «ancianos». Una vez más quedó demostrado que los inuits tenían razón: al final se modificó la política del gobierno.
Freeman señala que esta «crítica indígena de la propuesta administrativa se basaba en el conocimiento esencialmente esotérico», mediante la observa­ción directa y las creencias tradicionales, ya que los inuits en realidad no uti­lizan a los toros almizcleños ni para comer su carne ni para nada. El simple he­cho de haber compartido el territorio con los animales durante siglos les permite conocer sus hábitos y sus estructuras sociales:
Para nuestros objetivos actuales basta observar que, como en el ejemplo del caribú Peary, el conocimiento de la conducta de la especie er;:t el pun­to crítico de la postura inuit, comparado con la perspectiva cuantitativa
errónea propuesta por el servicio de gestión cinegética […] En realidad tanto los métodos indígenas como la ciencia occidental se basan en lo mis­mo, en la evidencia empírica. Ambos sistemas valoran la acumulación sis­temática de observaciones detalladas y la extracción de pautas a partir de series de datos diferentes. Pero los dos sistemas empiezan a separarse en este punto. El sistema indígena valora la desviación de la norma en un sentido cualitativo: por ejemplo, que disminuya el número de animales, o que engorden o estén más nerviosos, que haya menos crías en el rebaño, más machos lesionados, más hembras estériles, etc… La suma total del conocimiento de base empírica de la comunidad es asombrosa en ampli­tud y detalle y suele diferir notablemente de los escasos datos aportados por los estudios científicos de las mismas poblaciones.
Los métodos indígenas están también firmemente engranados en la prác­tica cultural transmitida de generación en generación. He citado al doctor H. A. Feit en relación con el estricto control de los recursos cinegético s que practican los indios cris de la bahía de James, al norte de Ontario, que incluye el nom­bramiento de «administradores» y el estudio y división de las regiones de caza.
El doctor Feit ha estudiado también algunas prácticas más sutiles, inclui­dos los rituales que se consideran apropiados para matar y guisar el animal. Casi todas las ceremonias están destinadas a demostrar «reciprocidad entre hombre y animal… que incluye respeto a las necesidades de los animales para subsistir como población y que se complementa también con el respeto de los animales de las necesidades de subsistencia y supervivencia de los humanos.»
El doctor Feit describía los métodos de los cris para cazar castores como una demostración más de respeto así como una práctica de conservación im­pecable. Uno de los métodos utilizados para cazar castores era con trampas y durante el día. El segundo método se practicaba de noche y consistía en rode­ar la madriguera, donde pueden vivir de 50 a 100 castores, y hacerlos salir y di­rigirse hacia donde los cazadores les esperan. El primer sistema no era tan efi­caz en cuanto a horas-hombre por castor cazado. Pero Feit decía: «El descubrimiento importante era que, mientras que esperar al castor permitía la captura de mayor número en total, se practicaba sólo en circunstancias espe­ciales, muy poco en realidad […] claro indicio de que los cazadores prefieren limitar las capturas más que de que les resulte imposible cazar mayor número de castores […] Habrían capturado más castores si hubieran utilizado con ma­yor frecuencia el segundo método.» Los cris limitaban deliberadamente el consumo de sus recursos, según Feit, con fines conservacionistas e inculcaban esta práctica con las enseñanzas tradicionales acerca de cuándo había que ele­gir uno u otro método.
El profesor Freeman sostiene que el principal problema de la ecología oc­cidental, lo mismo que el de casi todas las intervenciones científicas en los sis­temas de administración económica seculares, es que se parte de supuestos operativos básicos inadecuados para el caso concreto. Por ejemplo, según Fre­eman, casi todos los biólogos occidentales (con preparación universitaria, normalmente blancos ‘1 en general sin conocimientos directos del medio o el grupo cultural que investigan) tenderán a considerar la fauna como un recur­so y las capturas de animales como una actividad exclusivamente económica. Adoptan la terminología capitalista de «máximo rendimiento sostenible» (el número de capturas sobrepasado el cual un rebaño podría empezar a dismi­nuir). El biólogo actúa básicamente como director de recursos; como funciona­rio de una empresa, cuyo objetivo es aumentar la producción al máximo y mul­tiplicar a los beneficios. No se hace el menor esfuerzo por entender los enfoques alternativos de las culturas y las tradiciones indígenas.
Los indígenas no consideran a los animales desde un punto de vista es­trictamente cuantitativo ni como «recursos». Creen que los animales forman parte de un entramado de sistemas vivos que incluye las relaciones entre ellos mismos y entre ellos y los seres humanos. Estos métodos se transmiten entre los indígenas mediante las enseñanzas de la historia y las leyendas; se expre­san con las ceremonias religiosas; y forman parte de sus sistemas de estructuración social, de estatus y de psicología. Los flujos y reflujos de la población animal son, por tanto, inseparables de las actividades de las personas. Aunque es posible que el «máximo rendimiento sostenible» científico corresponda ca­si exactamente al número de animales que cazan y consumen finalmente los indígenas, la relación conceptual con los animales y los métodos empleados en la toma de esas decisiones son completamente distintos. Además, podría cau­sar graves daños a la continuada vitalidad de la cultura y la tradición indíge­nas que estas sociedades adoptaran los métodos conceptuales occidentales, porque su bienestar económico va inexorablemente unido a las prácticas religiosas, sociales y culturales.
Cuando las sociedades indígenas deciden aceptar el consejo de los biólo­gos occidentales y utilizar las técnicas de gestión cinegética occidentales, ten­demos a considerar que actúan racionalmente. Las instituciones estadouni­denses se disponen a invertir. El Banco Mundial ofrece fondos de desarrollo. Y, sin embargo, el modelo occidental, que no incluye las dimensiones más ho­lísticas del pensamiento y las costumbres indígenas, quizá resulte ser final­mente el procedimiento menos racional. Y es sin duda, a la larga, menos ra­cional para los indígenas.
Como hemos dicho ya, las sociedades indígenas tienden a no aumentar al máximo la producción, y por muy buenas razones. Producen lo impres­cindible deliberadamente. En realidad, según el profesor Freeman (que está de acuerdo en lo esencial con Marshall Sahlins), cuando circunstancias for­tuitas dan por resultado un excedente inesperado, la forma preferida de abor­dar la situación no es almacenarlo o intercambiarlo. Lo que hacen es consu­mirlo en un festín. «El reparto generalizado y los banquetes comunales son rasgos característicos de todas las sociedades cazadoras y pescadoras -dice Freeman-. Además, en esas sociedades existen normas y sanciones estable­cidas para evitar expresamente la acumulación o el almacenamiento personal de recursos y tienen complejos sistemas de relaciones sociales y de paren­tesco que determinan los canales que seguirán los recursos para que preva­lezca la ecuanimidad, frente a la amenaza que supondría el acceso des~gual a los recursos valiosos.» Al contrario de lo que sucede en las sociedades in­dustriales y tecnológicas,.en que el principal objetivo de la actividad econó­mica es obtener los máximos beneficios, «el objetivo de casi toda la actividad económica de estas sociedades de recolectores se centra en la reproducción del grupo social». Así que donde los sistemas de administración capitalistas hacen hincapié en los números y en la acumulación personal, la administra­ción indígena resalta las relaciones entre humanos y animales, creyendo que el equilibrio es lo que sustenta a la gente y ayuda ~ medrar a los animales. No
existe nada parecido a «máximo rendimiento viable» en el planteamiento económico de los indígenas.
El doctor Milton Freeman ayudó a organizar el Grupo de Trabajo sobre Conocimientos Tradicionales, Conservación y Desarrollo Rural de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y los Recursos Naturales, con el fin de apoyar los esfuerzos de las comunidades nativas para mantener sus prácticas económicas. Este grupo tiene su sede en Ginebra y quizá sea la primera organización eficaz de científicos que se toma en serio los métodos tradicionales de control de la fauna y de los recursos.
Aunque la organización se creó hace pocos años, ha demostrado un gran dinamismo y ha puesto en marcha una larga lista de programas; entre los pro­yectos de estudios figuran el conocimiento tradicional de los sistemas coste­ros, la administración tradicional de las zonas pesqueras entre los isleños del sur del Pacífico, las prácticas ecológicas y cinegéticas de los pueblos de la re­gión circumpolar del norte, las prácticas tradicionales de agrosilvicultura y conservación entre los pueblos tribales de Nueva Guinea, las prácticas de con­trol microclimático entre los pueblos agrícolas, la conservación del saber tra­dicional yntre los indígenas de Alaska y el empleo del fuego en la agricultura entre los aborígenes.
El doctor Bob Johannes, miembro del grupo de trabajo, explicó la urgen­cia de la tarea inmediata:
Buena parte de 10 que sabemos de la naturaleza y la gestión de los recur­sos naturales puede encontrarse en las bibliotecas. [En las comunidades indígenas] sin embargo, casi todo se conserva en la cabeza de los ancia­nos y ancianas de las aldeas. Los científicos han comprendido al fin en los últimos años que ese conocimiento del bosque, la huerta, las llanuras y el mar no sólo es enciclopédico sino que tiene además un gran valor científi­co, sobre todo en 10 referente a la administración de los recursos natura­les. Pero se está perdiendo rápidamente debido a la occidentalización, la industrialización, la urbanización y el correspondiente distanciamiento de los jóvenes de las tradiciones [u.] Es urgente recoger ese conocimiento. Permitir que desaparezca equivale a desperdiciar siglos de experiencia práctica valiosísima.
Johannes advierte de algunos peligros, sin embargo, incluido el de que muchos investigadores no manifiestan el menor respeto por los pueblos que es­tudian, precipitándose a menudo para obtener respuestas y provocando con­flictos internos en las comunidades sobre si participar o no.
Además, según Diane Bell, de la Universidad Nacional de Australia, que también forma parte del mencionado grupo de trabajo, en determinadas sociedades como la de los aborígenes de Australia, gran parte de la informa­ción es patrimonio de las mujeres, que suelen negarse a comunicársela a los hombres.
y por último, el principal problema citado por el grupo de trabajo es que los científicos no reconocen los derechos de los indígenas con los que tratan. Cuando los investigadores occidentales descubren, por ejemplo, las propieda­des curativas de una hierba medicinal, venden muchas veces la información por grandes sumas a las empresas occidentales sin ningún beneficio correspon­diente para los nativos. En realidad, los científicos suelen dejar el lugar y no vuelven a ayudar a esos mismos nativos cuando su territorio es invadido por extraños. Podemos encontrar muchos ejemplos de esto entre los indígenas del Amazonas. Los científicos obtuvieron información útil de los indios de la re­gión, pero pocos se han levantado para defender a quienes sufren ahora agre­siones directas.
Los científicos occidentales, cuando se desentienden de las situaciones políticas concretas que soportan los indios, no hacen más que imitar la amo­ralidad empresarial. Los indios, sus conocimientos y su entorno se incluyen en la definición occidental de «recurso» y por tanto están sometidos a la explo­tación. La idea de que la intervención occidental beneficia de alguna forma a gran número de indígenas (a su gobierno, su salud, su economía) es, en el me­jor de los casos, engreimiento. Es más frecuente que se trate de un disfraz propagandístico para impedir que los científicos, las empresas y todos noso­tros reconozcamos de verdad el horror de 10 que está ocurriendo.

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