Mundos y galaxias post-68-89. - Antón Fernández de Rota


Escribo sin poder obviar mi propia localización cultural (Bhabha, 2002). Varón, joven, blanco, universitario, precario, activista. Educación católica. Ateo. Estoy localizado. Sentado frente a un ordenador en Galicia, Estado Español, conectado a la Red. Cyborg. Galicia@Cyberspace. Localización: Península Ibérica, pero con constantes recuerdos de mi vida al otro lado del charco. Ataques racistas sufridos en Chicago: una vez por ser un teenager blanco de clase media; otra vez, por ser hispanic migrante. Windy City. Vuelta a Europa, y, más tarde, viaje al infierno. Un pueblo redneck del sur de Illinois: cuatro meses. Droga y paro por todos lados. América profunda. En Europa me hice punk. Mohawk metropolitano. Go West, East Cost: Breve estancia invernal en la helada New Hampshire. Visita familiar. Estancia idílica en Gainsville, ciudad universitaria, entre hamburguesas vegetarianas y caimanes.
Comienzo del nuevo milenio. Un par de meses en el Estado del Sol rodeado de banderas con barras y estrellas, poco después de aquel funesto atentado. No sabría decir si disfruté más en el nuevo o en el viejo mundo, en el cielo o en el infierno, en la ciudad del viento o en la tierra del hielo. Creo que a cada paso que di, el mohawk se metía más adentro. (Cyber)punk, y más tarde post. Becario universitario, camarero temporal y en negro, amante afortunado, luego desafortunado. Recycling. Post-amante. Post(cyber)punk. Pirata. Reloading… Localización actual: Acracia 2.0@post68/89.

Desde mi perspectiva miro el pasado que no viví, pero que extrañamente constituye mi cuerpo cultural y deseante. Entiendo que la década de los 1960 no fue tanto el “nacimiento de una contracultura” (Roszak, 1973) como la generalización y la refundación creativa de otra que por debajo latía. Ese sustrato se había forjado al calor de las vanguardias artísticas del primer tercio del siglo XX (desde el dada-surrealismo hasta el jazz negro y el bebop mestizo), y del devenir de las luchas sociales. Estas luchas desembocaron, lo quisiesen o no, en el wellfare state: casi pleno empleo, subsidios, ciertos derechos sociales, etc. Estas luchas habían transformado la composición técnica y tecnológica del trabajo, así como cambiaron las formas y los contenidos culturales de la creatividad social. El 1968 simboliza una cesura entre lo moderno y lo postmoderno, que ciertamente se había preparado un poco antes. El 1968 nos exige pensar la izquierda y la revolución de una forma distinta. El underground bohemio, y más tarde los hipsters, beatniks y hippies de los años cuarenta, cincuenta y sesenta; los jóvenes obreros que durante los años sesenta y setenta de manera multitudinaria rechazaron las culturas del fordismo político y económico; los estudiantes y los intelectuales críticos frankfurtianos y postestructurales, todos ellos emergieron desde los nuevos sedimentos preparados por estas formas de creatividad y luchas antagonistas que finalmente propiciaron la cesura. El 1968 marca simbólicamente la eclosión multitudinaria de un flujo contracultural y limial. Aproximaciones al límite de lo moderno. Flujos singulares en cada territorio: multitudinario y culturalmente agitado en EEUU, con sucesivas explosiones insurreccionales desde la primavera del 1964 en los ghettos negros; insurreccional en Italia hasta –y especialmente, en su prolongación hasta- el 1977; radicalmente imaginativo en la Holanda de los provos; intenso en la Alemania de los sesenta, y especialmente mitopoiético en el Mayo Francés. Común a todas estas emergencias globales (desde Brasil a Japón) fue el rechazo ampliamente extendido del autoritarismo, de las burocracias, del vanguardismo marxista y su dictadura del proletariado. Los insurgentes, de forma generalizada, apostaron por ideas y prácticas que los acercaban mucho a las postuladas por las corrientes de los socialismos utopistas y anarquistas: autogestión, asamblearismo, políticas prefigurativas y performativas en lugar de la política de la representación, democracia directa y participativa, lucha extraparlamentaria, etc.

Las organizaciones clásicas del periodo obrerista, los sindicatos de masas y los partidos obreros, entraron en una profunda crisis con la proliferación de estos flujos de subjetividad, deseos y valores. Jamás se recuperarían. Antes del comienzo de los sesenta, esta crisis ya se veía venir. El horror de los crímenes estalinistas se hicieron públicos con la llegada al poder de Kruschev en 1953. El aura bolchevique se diluía. Y si para muchos de los militantes de las viejas generaciones el estalinismo no era suficiente motivo de desilusión, desde principios de los sesenta el tedio que causaban las burocracias político-sindicales y las distintas formas de autoritarismo liberal (escuela, fábrica, etc.) terminaron por volver irreconciliables las políticas de la contra-cultura con las de la vieja izquierda. El post del 1989 marcó el fin del socialismo real, pero el inicio de su final ha de buscarse en la cesura de los sesenta.

Si el 68 fue una ruptura con el socialismo real, del mismo modo deberíamos decir que rompió con las últimas declinaciones de la socialdemocracia y el comunismo sindical y electoral. En muchos países, los sindicatos y los partidos habían reformado sus políticas y se habían acabado por entregar a los brazos de las formaciones estatales capitalistas. 1968 fue el momento en el que, finalmente, tales organizaciones se mostraron no ya como un impedimento a lo revolucionario, sino como uno de sus enemigos declarados. Tanto en EEUU como en Francia como en Italia, así en el 1968 como en el 1977, los sindicatos y los partidos comunistas y socialdemócratas ejercieron de apagafuegos de  las revueltas. Fueron formaciones reaccionarias frente la revolución cultural en curso. Tampoco el obrerismo que permanecía antagonista, supo, ni quiso, ni pudo, actualizarse y recombinarse con esta drástica mutación de la subjetividad antagonista, es decir, con sus nuevas formas culturales, políticas y deseantes. Unos y otros no se entendían. Un buen ejemplo de ello fue la imposibilidad del diálogo, en el Congreso Internacional Anarquista de Carrara de 1968, entre los anarquistas clásicos y los jóvenes contraculturales de la nueva izquierda. Otro ejemplo de lo mismo lo fueron las continuas llamadas al orden de los partidos marxistas. Parar el desmadre de la juventud, este era su objetivo. Sucesivas llamadas al orden, que eran racionalmente justificadas bajo la excusa de que las “condiciones objetivas” no estaban dadas.

No es de extrañar esta disonancia. La contracultura y la nueva izquierda ponían en entredicho las formas de organización burocráticas y la moral del sacrificio (por la causa y por el trabajo redimido) de los socialismos heredados del XIX. También cuestionaban la primacía de lo económico que postulaba el obrerismo, y su idea de la determinación de lo político-cultural por lo económico. Los nuevos rebeldes ponían en tela de juicio la idea del proletariado como el (único) agente revolucionario. De hecho, y contra todas las previsiones obreristas, la revolución no era llevada a cabo por la “clase obrera” en tanto que clase, tampoco ocurría en el momento de máxima tensión de las contradicciones económicas. Por el contrario, la unión de los jóvenes con las clases intelectuales (que difícilmente lograban comunicarse con los obreros en huelga) cobraba un protagonismo inusitado. Y  lo hacían, y estallaba el conflicto político, no ya en un momento de crisis económica sino en plena “edad dorada” del capitalismo. Sin darse las “condiciones objetivas” económicas, tantas veces invocadas, la transformación revolucionaria de las subjetividades construía sus propias condiciones de posibilidad. La revolución no se hace por deber (“condiciones objetivas” + “intereses objetivos”), sino por deseo, ya que todo es “subjetivo” u “objetivo” según se desee, ya que el deseo produce las condiciones (Deleuze y Guattari, 2004b).

Estas fugas contraculturales, bajo las que se expresaba una nueva distribución y formación social del deseo, se producían tanto en los sectores politizados y como entre los “apolíticos”. Sin embargo, a menudo los sectores politizados no consiguieron comprender las transformaciones en curso. Los sindicatos, los partidos, incluso una parte del movimiento estudiantil, intentaron “politizar” esta subversión de la forma que tradicionalmente se hacía: mediante la inmersión en la clase obrera, mediante la creación de una identidad de clase trabajadora, “concienciándolos” dentro de la Economía Política (Goffman, 2005). Pero los nuevos rebeldes se escapaban de estas codificaciones económicas: su lucha no era por tan solo por otra economía sino por cambiar la vida entera, experimentar con nuevas artes de amar (Fromm, 2007), una afectividad, una experimentación y una liberación sexual, una apología de Eros frente a Tanathos (Marcuse, 1984), una apuesta por una nueva convivialidad social y una comunitarización del saber (Illich, 1975), unos estilos de vida y unos valores distintos, muchas veces incompatibles o contrarios a los valores económicos, tal vez más cualitativos que cuantitativos (Vaneigem, 1998). En definitiva, el deseo de la “contracultura”  rechazaba la Ética del trabajo, excedía el principio instrumental de la economía, y en su lugar se reterritorializaba la noción de “producción” en otra formación distinta: una creatividad, inconmensurable, de tipo artística, “la imaginación al poder”; es decir, una poietica irreductible a la “ley del valor”. De ahí el enorme éxodo de los jóvenes hacia fuera de las fábricas, lugar de referencia central para los partidos y sindicatos de clase. Eran los tiempos de las “huelgas salvajes”. Pero, mientras los jóvenes obreros de la autonomia operaia italiana gritaban “Las fábricas serán nuestro Vietnam” (Balestrini y Moroni, 2006) y la Weatherman Underground al grito “Bring the war home” intentaba hacer lo mismo en Estados Unidos (Katsiaficas, 1997), se estaban produciendo una serie de cambios por los cuales la politización en los términos obreros perdía posibilidades: los jóvenes obreros preferían huir de las fábricas que quedarse y combatir desde dentro. Este éxodo tuvo un impacto decisivo en la economía. Eran frecuentes los índices de pérdidas de productividad de un 20% (Gorz, 1998). Pero una vez aplacada la revuelta, el deseo anti-fordista fue redireccionado por los dispositivos del capital y fue reterritorializado hacia el capitalismo cool, la virtual class, las clases creativas y el trabajo temporal y flexible neoliberal. Jerry Rubin simbolizaría el pasaje.  En los sesenta fundó, junto con Abbie Hoffman, los contraculturales Yippies. Subjetividad capturada. Captura neoliberal de la contracultura. Rubin  inauguraría en los ochenta el movimiento Yuppie.

Junto con el rechazo al trabajo fordista y fabril, los jóvenes inventaban formas de vida y trabajo flexibles e intermitentes, alternando meses de trabajo y meses de fiesta, viaje y experiencias personales y comunitarias (Berardi, 2003). Este éxodo del trabajo en la sociedad de (casi) pleno empleo fue un rechazo a los viejos cánones fordistas en los que se inscribían tanto los burgueses como los obreros (y obreristas) socialistas y anarco-sindicalistas. El rechazo al trabajo fue también un rechazo a cualquier forma de disciplina y rigidez. En oposición al trabajo, o al matrimonio-de-por-vida, se practicaban formas flexibles y experimentales con las que combatir tales instituciones. “Cambiar la vida, cambiar la sociedad” era el lema. Las revueltas contraculturales de 1967-68-69 ó 1977 fueron rebeliones contra lo que con Foucault (1984) podríamos llamar la “sociedad disciplinaria”, contra el panopticismo, sus exclusiones y sus normalizaciones: contra el matrimonio, los psiquiátricos, la escuela y la universidad, la fábrica, la cárcel, la familia, etc. Todas estas instituciones fueron cuestionadas a la vez que se hacía lo propio con las dos formas disciplinares tradicionales del antagonismo: el partido y el sindicato.

Estas fracturas históricas significaron el fin del proletariado (industrial) en tanto “sujeto revolucionario” privilegiado. Marcaron el fin de la clase obrera en tanto patrón-oro de las revueltas y las contradicciones entre la dominación y sus antagonistas (Baudrillard, 2000). Los sesenta significaron también la aparición transversal de nuevos frentes de lucha, que aunque sus primeras expresiones han sido estatalizadas y desarmadas, sus últimas declinaciones (sus post) aún hoy permanecen vivos y abiertos: el feminismo, el anti-racismo, el pacifismo, el ecologismo, lo gay convertido en lo queer... También son herederos de este periodo de luchas los movimientos antimilitaristas y los neo-utopistas (en okupas urbanas o rurales). Todo esto forma collage con la subjetivización obrera. Ésta ya no es sino un componente más entre muchos y sin la vieja centralidad económica que subsumía bajo su monopolio el resto de las causas. Todas estas singularidades, desde la cesura simbolizada por el 68, ya no podrán aspirar a nada más que una federación transversal; una articulación de las distintas singularidades antagonistas sin primacía de una de ellas ni subordinación de las restantes.

En cierto sentido, es a esta limitación, pero también a esta posibilidad de recomponer un sujeto político descentrado, a lo que algunos autores han hecho mención con el nombre de la “multitud” (Virno 2003; Negri y Hardt, 2006). Es decir, un sujeto que ya no es solamente una clase social sino una clase y algo más, un compuesto de múltiples singularidades irreductibles, que como tales, para perseverar en su singularidad, han de federarse de forma horizontal y dinámica. Como una red. La emergencia de la multitud como sujeto significa que ya no podrá construirse un “sujeto político” en los términos de la vieja identidad, que en definitiva remitía a un símbolo central (la clase, el proletariado) y a una práctica de poder que estaba en posición de explicar el resto (la explotación). En lo sucesivo, el Movimiento tendrá que vérselas con una multiplicidad de poderes que son combatidos y con una multitud de deseo e identidades irreducibles a la unidad. La multitud es siempre diversa y plural. Una multiplicidad de fugas subjetivas y contra-poderes que, al aceptarse la consigna “lo personal es político” lanzada por el movimiento feminista, ya no podrán ubicar a sus rivales políticos solamente en las grandes instituciones (Estado, escuela, etc.). El poder no desciende de ellas, sino que se produce en todas direcciones. Hay que disiparlo de los cuerpos, de la producción política de la corporalidad, en los intersticios de poder/saber de los que emerge el self, un espacio más íntimo que nuestra propia conciencia.

En las sociedades de la aceleración mediática (Virilio, 1996), surcadas por un sin fin de diásporas migrantes e itinerarios transculturales (Clifford, 1999), una larga y proliferante serie de subjetividades e identidades se convierten en referentes tremendamente cambiantes. Sociedades y movimientos sociales intensamente híbridos y heterogéneos. Multitud vs. Masa. Esta multitud heterogénea, así como no permite reducir sus singularidades a la unidad, tampoco permitirá reducir su diferencia a las viejas formas unitarias de las masas: el partido, el sindicato, y en última instancia, el Estado. Crisis de las políticas de la representación. Fin de las masas. Nacimiento de la multitud. La ambigua carne de la Multitud: el movimiento antiglobalización, Reclaim the Streets y la Critical Mass, el EZLN, los banlieusards parisinos, la insurrección argentina del 2001, el movimiento por la cultura y el software libre, los hackers, las manifestaciones globales contra la guerra, las asambleas de migrantes, la lucha de los precarios franceses contra el Contrato de Primer Empleo en el 2006, el movimiento aymará antes de Evo Morales, los okupas, las redes de acción contra las fronteras y los campamentos contra el cambio climático… Paso de la política de masas a la política de la multitud: la esencia de las masas es la indiferenciación, su actuar conjunto bajo una burocracia representativa (partido o sindicato), su caminar al unísono, su integración vertical, aunque sea bajo la forma de la democracia directa. La esencia de la multitud es su forma en red, su multiplicidad, la irreductibilidad de sus singularidades a una única bandera, y su desprecio de las políticas representativas. Crisis de la representación. “Que se vayan todos” –gritaban en Argentina. “No en nuestro nombre”-gritaban quienes se oponían a la guerra. El 1968 es la figura que simboliza esta cesura.

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