La dimensión del tiempo parece estar atrayendo una gran atención, a juzgar por la cantidad de películas recientes que ponen el énfasis en ella; Regreso al Futuro, Terminator, Peggy Sue se Casó, etcétera. El libro de Stephen Hawking “Breve Historia del Tiempo” (1989) fue un best-seller y se convirtió, aún más sorprendentemente, en una popular película. Destaca además la cantidad de libros dedicados al tiempo; son muchos también los que no, pero que aun así destacan la palabra en sus títulos, como “El Color del Tiempo: Claude Monet” de Virginia Spate (1992). Tales referencias tienen que ver, aun indirectamente, con el pánico, el golpe ante la consciencia del tiempo, el atemorizador sentir de nuestro ser atado a él. El tiempo es cada vez más una manifestación clave del estrangulamiento y la humillación que caracterizan la existencia moderna. Ilumina este paisaje deformado al completo, y lo hará de forma incluso más ruda hasta que este paisaje y las fuerzas que le dan forma sean alterados hasta ser irreconocibles. Mi contribución a esta materia tiene poco que ver con la fascinación que ejerce el tiempo sobre los productores del TV y los directores de cine, o con el actual interés académico en las concepciones geológicas del tiempo, la historia de la tecnología del reloj o la sociología del tiempo, ni con las observaciones personales y consejos sobre su uso. Ninguno de estos aspectos ni excesos del tiempo merecen tanta atención como el significado y la lógica internos del tiempo; ya que a pesar del hecho de que la característica del tiempo de generar reacciones de perplejidad se ha convertido, según la estimación de John Michon, en “casi una obsesión intelectual” (1988), nuestra sociedad es sencillamente incapaz de manejarse con él.
Con el tiempo nos enfrentamos a un enigma filosófico, a un misterio psicológico, y a un puzzle de lógica. Considerando el tratamiento común del concepto de la abstracción del tiempo como si tuviera una existencia concreta y material, no resulta sorprendente que algunos hayan dudado de su existencia desde que la humanidad empezó a distinguir el “tiempo en sí mismo” de los cambios visibles y tangibles en el mundo. Como señaló Michael Ende (1984): “Hay en el mundo un gran secreto que es aun así algo ordinario Todos nosotros somos parte de él, todo el mundo es consciente de él, pero muy pocos piensan sobre él alguna vez. La mayor parte de nosotros tan sólo lo aceptan y nunca se preguntan sobre él. Este secreto, es el tiempo”.
Pero, ¿qué es el “tiempo”? Spengler declaró que a nadie debería permitírsele preguntar. El físico Richard Feynman (1988) respondió, “No me preguntes. Es demasiado difícil para pensar sobre ello”. Ni empíricamente ni en la teoría el laboratorio tiene el poder de hallar el flujo del tiempo, puesto que no existe instrumento que pueda registrar su paso. Pero, ¿por qué tenemos una sensación tan fuerte de que el tiempo pasa irremediablemente y en una determinada dirección, si realmente no es así? ¿Por qué tiene esta “ilusión” tal poder sobre nosotros? Del mismo modo podríamos preguntarnos por qué la alienación tiene tal poder sobre nosotros. El paso del tiempo nos es íntimamente familiar, el concepto del tiempo es burlonamente esquivo; ¿por qué debería este hecho parecer bizarro, en un mundo cuya supervivencia depende de la mistificación de sus categorías más básicas?
Hemos ido cogidos de la mano con este proceso de dar substancia al tiempo; de tal modo que parece un hecho de la naturaleza, un poder que existiera por derecho propio. El crecimiento de nuestro sentido del tiempo -la aceptación del tiempo- es un proceso de adaptación a un mundo en que cada vez es más común conceder substancia “real” a conceptos abstractos. Es una dimensión construída, el aspecto más elemental de la cultura. La naturaleza inexorable del tiempo proporciona el modelo definitivo de dominación.
Cuanto más avanzamos en el tiempo, más empeora. Habitamos una era de desintegración de la experiencia, según Adorno. La presión del tiempo, como la de su progenitor esencial, la división del trabajo, fragmenta y dispersa todo tras él. Uniformidad, equivalencia y separación, son productos laterales de la fuerza bruta del tiempo. Belleza y significado del mundo que aún-no-es-cultura, dados de forma intrínseca, se mueven sin pausa hacia su aniquilación bajo un reloj único tan ancho como una cultura. La aserción de Paul Ricoeur (1985) de que “no somos capaces de producir un concepto del tiempo que sea a la vez cosmológico, biológico, histórico e individual”, falla cuando pretende captar el proceso de convergencia de estas dimensiones.
Respecto a este concepto “ficticio” que sostiene y acompaña a todas las formas de encarcelamiento, como bien indicó Bernard Aaronson (1972), “el mundo está lleno de propaganda apoyando su existencia”. Escribió el poeta Denise Levertov (1974) que “Toda consciencia es consciencia del tiempo”, mostrando la profundidad con la que nos encontramos alienados en el tiempo. Nos hemos militarizado bajo su imperio, a medida que el tiempo y la alienación siguen profundizando en su intrusión, su ruptura de las bases de nuestra vida diaria. “¿Significa esto,” se pregunta David Carr (1988), “que la ‘lucha’ en nuestra existencia consiste en superar el tiempo en sí mismo?”. Quizá sea exáctamente este el último enemigo a sobrepasar.
Para entendernos con este adversario omnipresente pero al tiempo fantasma, es quizá más sencillo hablar de lo que el tiempo no es. No es sinónimo, por razones bastante obvias, de cambio. Tampoco es secuencia de cambios, ni órden de sucesión. El perro de Pavlov, por ejemplo, debe haber aprendido que el sonido de una campana era seguido de su alimentación; ¿de qué otro modo podría haber sido condicionado a salivar ante el sonido? Pero a pesar de ese efecto de causalidad los perros no poseen una consciencia del tiempo, por lo que el antes y el después no pueden considerarse constituídos como tiempo.
De alguna forma tienen relación con esto los inadecuados intentos para tenerlo todo en cuenta,… excepto nuestro inevitable sentido del tiempo. El neurólogo Gooddy (1988), bastante en la línea de Kant, lo describe como una de nuestras cosas “subconscientes asumidas sobre el mundo”. Algunos lo han descrito, sin resultar de mucha más ayuda, como un producto de la imaginación; y el filósofo J.J.C. Smart (1980) decidió que era un sentimiento que “surge de la confusión metafísica”. McTaggart (1908), F.H. Bradley (1930) y Dummett (1978) han estado entre los pensadores del siglo XX que se han decidido contra la experiencia del tiempo por sus características contradictorias desde un punto de vista lógico, pero parece bastante claro que la presencia del tiempo tiene causas bastante más profundas que la mera confusión mental.
No hay nada siquiera remotamente similar al tiempo. Es tan antinatural y a la vez tan universal como la alienación. Chacalos (1988) apunta que el presente es una noción tan intratable y confusa como el tiempo en sí. ¿Qué es el presente? Sabemos que siempre es ahora; uno está confinado dentro de él, y no puede experimentar ninguna otra “parte” del tiempo. Sin embargo, hablamos de esas otras partes con toda confianza; aquellas que llamamos “pasado” y “futuro”. Pero mientras que las cosas que existen en otro lugar del espacio que no es este siguen existiendo, las cosas que no existen ahora, como observa Sklar (1992), no existen en absoluto.
El tiempo fluye necesariamente; sin su paso no habría sentido del tiempo. Sea lo que sea lo que fluye, sin embargo, fluye respecto al tiempo. Es decir, que el tiempo fluye respecto de sí mismo, lo cual no tiene sentido respecto al hecho de que nada puede fluir respecto de sí. No tenemos vocabulario disponible para la explicación abstracta del tiempo, excepto un vocabulario en que el tiempo ya se encuentra pre-supuesto, implícito. Lo que es necesario es cuestionar todas estas cosas dadas. La metafísica, con unas limitaciones que le ha impuesto la división del trabajo desde su nacimiento, es demasiado estrecha para tal labor.
¿Qué es lo que causa que el tiempo fluya, qué es lo que lo mueve hacia el futuro? Sea lo que sea, ha de encontrarse más allá de nuestro tiempo, ha de ser más profundo y poderoso. Ha de depender como lo indicó Conly (1975), de “fuerzas elementales que están operando continuamente”.
William Spanos (1987) ha destacado que ciertas palabras en Latín para “cultura” no sólo significan agricultura o domesticación, sino que son traducciones de los términos en Griego para la imagen espacial del tiempo. Somos, en la base, “atadores de tiempo” en el léxico de Alfred Korzybski (1948); la especie, debido a esta característica, crea una clase simbólica de vida, un mundo artificial. Este atar-el-tiempo se revela en un “enorme aumento en el control sobre la naturaleza”. El tiempo se convierte en real porque tiene consecuencias, y esta eficacia nunca ha sido más dolorosamente visible que ahora.
La vida, en su trazado más sencillo, se dice que es un viaje a través del tiempo; un viaje a través de la alienación es uno de los secretos más públicos. “Ningún reloj golpea para el que se encuentra feliz”, dice un proverbio alemán. El paso del tiempo, una vez sin sentido, es ahora el ritmo inevitable que nos restringe y coarta, espejando a la ciega autoridad en sí misma. Guyau (1890) determinó el flujo del tiempo como “la distinción entre lo que uno necesita y lo que uno tiene” y por tanto “donde se hace incipiente el remordimiento”. Carpe diem, dice la máxima, pero la civilización nos fuerza siempre a hipotecar el presente al futuro.
El tiempo se dirige continuamente hacia una mayor rigidez de la regularidad y la universalidad. El mundo tecnológico del Capital cartografía su proceso a su través, no podría existir en su ausencia. “La importancia del tiempo”, escribió Bertrand Russell (1929), descansa “más en su relación con nuestros deseos que en su relación con la verdad”. Hay un ánsia que es tan palpable como el tiempo; y la negación del deseo no puede ser organizada de forma más definitiva que a través de la vasta construcción que llamamos tiempo.
El tiempo, como la tecnología, nunca es neutral; está, como bien juzgó Castoriadis (1991), “siempre apropiándose de significado”. Todo lo que personas como Ellul {N del T: Jacques Ellul, filósofo y teólogo crítico con la tecnología} han dicho sobre la tecnología, de hecho, se aplica y con más profundidad al tiempo. Ambas condiciones son pervasivas, omnipresentes, básicas, y en general se toman como existentes de por sí como la propia alienación. El tiempo, como la tecnología, no es sólo un hecho determinante sino también un elemento cuya función es envolver; en el sentido de que es el envoltorio en que la sociedad dividida se desarrolla. Así, requiere que sus sujetos sufran, sean “realistas”, serios, y sobre todo, devotos al trabajo. Es autónomo en su aspecto de totalidad, como la tecnología; va hacia adelante para siempre por sí mismo, sin necesidad de nada externo.
Pero al igual que la división del trabajo que precede y pone en movimiento al tiempo y a la tecnología, se trata de un fenómeno socialmente aprendido. Los humanos, y el resto del mundo, se encuentran sincronizados respecto al tiempo y a su manifestación técnica, en lugar de ser al revés. En el núcleo de toda esta dimensión -tal y como lo es a la alienación per se-, se encuentra el sentimiento de ser un espectador impotente. Todo rebelde, por consiguiente, también se rebela contra el tiempo y su severa constancia. La redención ha de implicar, en un sentido muy fundamental, la redención respecto al tiempo.
El Tiempo y el Mundo Simbólico
“El tiempo es el accidente entre accidentes”, según Epicuro. Examinándolo más de cerca, sin embargo, su génesis resulta menos misteriosa. Muchos han pensado, de hecho, que nociones como “el pasado”, “el presente” y “el futuro” son más lingüísticas que reales o físicas. El teórico neo-freudiano Lacan, por ejemplo, decidió que la experiencia del tiempo es esencialmente un efecto del lenguaje. Una persona sin lenguaje seguramente no tendría sensación del paso del tiempo. R.A.Wilson (1980), acercándose bastante más a la cuestión, sugirió que el lenguaje habría comenzado por la necesidad de expresar el tiempo simbólico. Gosseth (1972) argumentó que el sistema de tiempos verbales encontrado en los lenguajes indo-europeos se desarrolló a la vez que una consciencia de un tiempo universal o abstracto. El tiempo y el lenguaje son co-términos, decidió Derrida (1982): “estar en uno es estar en el otro”. El tiempo es una construcción simbólica inmediatamente anterior, relativamente hablando, a todas las demás, y que necesita el lenguaje para actualizarse.
Paul Valery (1962) se refirió a la caída de la especie en el tiempo como señal de una alienación de la naturaleza; “a través de una forma de abuso, el hombre crea el tiempo”, escribió. En la época carente de tiempo antes de su caída, que ha sido con mucha diferencia la mayor parte de nuestra existencia como humanos, la vida, se ha dicho a menudo, tenía un ritmo pero no una progresión. Era el estado en el que el alma podía “recolectar, en su ser completo” en palabras de Rousseau, en la ausencia de estructuras temporales, “donde el tiempo no es nada para el alma”. Las actividades en sí, habitualmente del tipo del ocio, eran los puntos de referencia antes del tiempo y la civilización; la naturaleza proveía de las señales necesarias, de forma bastante independiente al “tiempo”. La humanidad ha debido ser consciente de recuerdos y propósitos mucho antes de que se hicieran distinciones explícitas entre pasado, presente y futuro (Fraser, 1988). Más allá, tal como estimó el lingüista Whorf (1956), “las comunidades pre-literarias [primitivas], lejos de ser subracionales, podrían mostrar a la mente humana funcionando en un plano superior y más complejo de racionalidad que la de los hombres civilizados”.
La inmensamente oculta clave para el mundo simbólico es el tiempo; de hecho, se encuentra en el origen de la actividad simbólica humana. El tiempo por tanto ocasiona la primera alienación, la ruta fuera de la riqueza y completitud aborígen. “Fuera de la simultaneidad de la experiencia, el evento del Lenguaje,” dice Charles Simic (1971) “es emerger hacia el tiempo lineal”. Investigadores como Zohar (1982) consideran que las facultades de la telepatía y la precognición han sido sacrificadas por la evolución en la vida simbólica. Si esto suena absurdo, el sobrio positivista Freud (1932) vio la telepatía como de forma bastante posible “el método original arcaico a través del que los individuos se entienden unos a otros”. Si la percepción y apercepción del tiempo se relacionan con la misma esencia de la vida cultural (Gurevich, 1976), el advenimiento de este sentido del tiempo y su cultura concomitante representan un empobrecimiento, incluso una desfiguración, mediante el tiempo.
Las consecuencias de esta intrusión del tiempo a través del lenguaje, indican que este último no es menos inocente, neutral, o libre de prejuicios, que lo anterior. El tiempo no es sólo, como dijo Kant, la fundación de todas nuestras representaciones, sino que, por este hecho, es también la fundación de nuestra adaptación a un mundo cualitativamente reducido, simbólico. Nuestra experiencia en este mundo se encuentra bajo una presión omnipresente para ser representación, para ser casi inconscientemente degradada en símbolos y medidas. “El tiempo,” escribió el místico alemán Meister Eckhart, “es lo que impide que la luz nos alcance”.
La consciencia del tiempo es lo que nos permite manejarnos con nuestro entorno simbólicamente; no hay tiempo apartado de esta hostil alienación. Es a través de una simbolización progresiva que el tiempo se internaliza, como si fuera algo dado; es retirado de la esfera de la producción cultural consciente. “El tiempo se convierte en humano en la medida en que se actualiza en la narrativa”, es otra forma de decirlo (Ricoeur 1984). La creciente simbolización en este proceso constituye un firme estrangulamiento del deseo instintivo; la represión desarrolla el despliegue del sentido del tiempo. La inmediatez le deja paso, sustituida por las mediaciones que hacen posible la historia; el lenguaje está en la primera línea de fuego.
Uno empieza a ver a través de banalidades como “el tiempo es una cualidad incomprensible intrínseca al mundo” (Sebba 1991). Número, arte, religión, hacen su aparición en este mundo “intrínseco”; fenómenos sin existencia física de una vida en la que se pretende hacerlos reales. Estos ritos emergentes, como sostiene Gurevitch (1964), llevan a “la producción de nuevos contenidos simbólicos, apoyando la percepción de dirección, de avance del tiempo”. Los símbolos, incluyendo por supuesto el tiempo, tienen ahora vida propia, en esta progresión acumulativa e interactiva. “La Realidad del Tiempo y la Existencia de Dios”, de David Braine (1988) es ilustrativo; argumenta que es precisamente la realidad del tiempo lo que prueba la existencia de Dios, la perfecta lógica de la civilización.
Todo ritual es un intento, a través del simbolismo, de regresar al estado sin tiempo. El ritual es un gesto de abstracción respecto de ese estado; sin embargo, se trata de un paso en falso que tan sólo aleja más. La “carencia del tiempo” de los números es parte de esta trayectoria, y contribuye mucho al “tiempo” como concepto fijo. De hecho, Blumenberg (1983) parece dar en la diana al asegurar que “el tiempo no se mide como algo que ha estado siempre presente; al contrario, es producido, por primera vez, a través de su medición”. Para expresar el tiempo debemos, de alguna forma, cuantificarlo; el número es por tanto esencial. Incluso cuando el tiempo ya ha hecho su aparición, una existencia social dividida más lentamente trabaja en pos de su progresiva consideración como real a través del mero uso del número. El sentido del tiempo que pasa no es vívidamente aceptado por las gentes tribales, por ejemplo, quienes no lo marcan con calendarios ni relojes.
Tiempo: un significado original de la palabra en el antiguo griego es división. Número, cuando se añade a tiempo, potencia la división o separación. Los no-civilizados a menudo han considerado “mala suerte” contar criaturas vivientes, y generalmente se resisten a adoptar la práctica (por ejemplo, Dobrizhoffer 1822). La intuición para el número no era precisamente espontánea e inevitable, pero “ya se hallaba presente en las civilizaciones tempranas”, informa Schimmel (1992); “uno siente como si los números son una realidad que parecería que tuviese un fuerte campo magnético a su alrededor”. No es sorprendente que entre las antiguas culturas con un surgir del sentido del tiempo más fuerte -egipcia, babilonia, maya- veamos los números asociados con figuras rituales y deidades; de hecho, los mayas y los babilonios ambos tenían números-dioses (Barrow 1992).
Más tarde el reloj, con su rostro de números, animó a la sociedad a abstraer y cuantificar la experiencia del tiempo aún más. Cada reloj que mide el tiempo es una medida que une al que observa el reloj al “flujo del tiempo”. Y nosotros descuidadamente nos engañamos pensando que sabemos lo que el tiempo es porque sabemos qué hora es. Si nos deshicieramos de los relojes, nos recuerda Shallis (1982), el tiempo objetivo también desaparecería. Más fundamental, si nos deshiciéramos de la especialización y la tecnología, la alienación desaparecería.
La matematización de la naturaleza fue la base de la que surgió el racionalismo moderno y la ciencia en el Oeste. Esto apareció a partir de los deseos del número y la medida en conexión con enseñanzas similares sobre el tiempo, al servicio del capitalismo mercantil. La continuidad del número y el tiempo como un lugar geométrico fueron fundamentales para la Revolución Científica, que proyectó el dictado de Galileo para medir todo aquello que es medible y hacer medible lo que no lo es. El tiempo matemáticamente divisible es necesario para la conquista de la naturaleza, e incluso para los rudimentos de la tecnología moderna.
A partir de entonces, el tiempo simbólico basado en números se hizo terriblemente real, una construcción abstracta “deprivada de, e incluso contraria a, toda experiencia interna y externa humana” (Syzamosi 1986). Bajo esta presión, el dinero y el lenguaje, la mercadería y la información, se han vuelto firmemente menos distinguibles, y la división del trabajo más extrema.
Simbolizar es expresar la consciencia del tiempo, puesto que el símbolo encarna la estructura del tiempo (Darby 1982). Más clara aún es la formulación de Meerloo: “Entender un símbolo y su desarrollo es entender en un pequeño destello la historia humana”. El contraste es la vida del no civilizado; vivida en un inmenso presente que no puede trasladarse a la reducida expresión del momento que nos trae el presente matemático. A medida que lo contínuo dejó camino a una dependencia en aumento de sistemas de símbolos significantes (lenguaje, número, arte, ritual, mito) halaldos forzosamente fuera del ahora, la siguiente abstracción, la historia, empezó a desarrollarse. El tiempo histórico no es más inherente a la realidad que las formas del tiempo más tempranas y caóticas; es, al contrario, una imposición sobre ella.
En un contexto llevado poco a poco a estados cada vez más sintéticos, la observación astronómica se llena de nuevos significados. En alguna ocasión perseguida por su propio valor, llega a proveer el vehículo para realizar rituales y coordinar las actividades de una sociedad compleja. Con la ayuda de las estrellas, el año y sus divisiones existen como instrumentos de la autoridad organizativa (Leach 1954). La creación de un calendario es básica respecto a la formación de una civilización. El calendario fue el primer artefacto simbólico que regulaba la conducta social a través de la medida del paso del tiempo. Y la cuestión aquí no se halla en nuestro control del tiempo, sino en su opuesto: el control a través del tiempo, en un mundo de una alienación muy real. Uno recuerda que nuestra palabra “calendario” viene de las calendas latinas, el primer día del mes, cuando habían de resolverse las cuentas de negocios.
Hora de Rezar, Hora de Trabajar
“Ningún momento es enteramente presente”, dijo el estoico Crisifo, mientras el concepto del tiempo avanzaba aún más gracias a la subyacente doctrina judeocristiana de un camino lineal e irreversible entre la Creación y la Salvación. Esta visión del tiempo esencialmente histórica es el núcleo central de la Cristiandad; todas las nociones básicas de un tiempo medible en una sóla dirección pueden encontrarse en los escritos del siglo quinto de San Agustín. Con la difusión de la nueva religión, la regulación estricta del tiempo en el plano práctico era necesaria para ayudar a mantener la disciplina de la vida monástica. Las campanas que llamaban a los monjes a rezar ocho horas al día se escuchaban mucho más allá de los confines del monasterio, y así una regulación del tiempo fue impuesta en la sociedad en general. La población siguió mostrando una “fuerte indiferencia sobre el tiempo” a través de la era feudal, según Marc Bloch (1940), pero no es casual que los primeros relojes públicos adornaran las catedrales en el Oeste. Es de destacar a este respecto el hecho de que la existencia de horas precisas para rezar se convirtiera en la principal externalización de la creencia medieval islámica.
La invención del reloj mecánico fue uno de los giros más importantes en la historia de la ciencia y la tecnología; de hecho, de todo el arte y cultura humanos (Synge 1959). La mejora en su exactitud proporcionó a la autoridad grandes oportunidades para la opresión. Un devoto temprano de los relojes mecánicos elaborados, por ejemplo, fue el Duque Gian Galeazzo Visconti, descrito en 1381 como “un gobernante sedado pero industrioso, con un gran amor por el órden y la precisión” (Fraser, 1988). Como escribió Weizenbaum (1976), el reloj empezó a crear “literalmente una nueva realidad,… que fue y sigue siendo una versión empobrecida de la anterior”.
Se introdujo un cambio cualitativo. Incluso cuando nada sucedía, el tiempo no dejaba de fluir. A partir de aquella época, los hechos se localizaron en este envoltorio homogéneo, esta fuente de medidas objetivas; y este movimiento lineal provocó resistencia. Los más extremos fueron los movimientos milenaristas que aparecieron en varias partes de Europa entre los siglos XIV y XVII. Habitualmente se concretaron en movimientos de clases desfavorecidas que pretendían recrear el estado igualitario original de la naturaleza y que se oponían explícitamente al tiempo histórico. Estas explosiones utópicas fueron destruídas, pero restos de los conceptos anteriores del tiempo persistieron como un estrato “inferior”, más profundo, de la consciencia del pueblo en muchas áreas.
Durante el Renacimiento, el dominio por parte del tiempo alcanzó un nuevo nivel a medida que los relojes públicos fueron marcando las veinticuatro horas del día y se añadieron nuevas agujas para marcar los segundos. El gran descubrimiento de la época fue un sentido de la dominante presencia del tiempo, y nada lo retrata más gráficamente que la figura del Padre Tiempo. El arte del Renacimiento fusionó al dios griego Cronos con el romano Saturno para crear la deidad que representa el poder del Tiempo, armada con una mortal escita simbolizando su asociación con la agricultura y la domesticación. El Baile de la Muerte y otros artefactos que recuerdan el final de la vida precedieron al Padre tiempo, pero el tema se convierte en el tiempo en lugar de la muerte.
El siglo XVII fue el primero en el que la gente se consideró a sí misma como parte de un determinado siglo. El “Nacimiento Masculino del Tiempo” (1603) y “Un Discurso Acerca de un Nuevo Planeta” (1605) de Francis Bacon, abrazaron la profundización en esta dimensión y mostraron cómo un sentido aumentado del tiempo podía servir al nuevo espíritu científico. “Elegir el tiempo es ahorrar tiempo”, escribió, así como “La verdad es la hija del tiempo”. Descartes le siguió, introduciendo la idea del tiempo como carente de límites; este autor fue uno de los primeros defensores de la idea moderna del progreso, cercanamente relacionada a la del tiempo lineal sin límites. Esto quedaría expresado de una forma muy característica en su famosa invitación para convertirnos en “maestros y poseedores de la naturaleza”.
El universo mecanicista de Newton fue el logro supremo de la Revolución Científica en el siglo diecisiete, y se basó en su concepción de “el tiempo Absoluto, verdadero y metamático, respecto de sí y de su propia naturaleza, fluyendo sin variación alguna, ni relación con nada eterno”. El tiempo es entonces el gran gobernante; no da cuentas a nadie, no es influido por nada, y es totalmente independiente del entorno: consiste en el modelo perfecto de una autoridad imposible de asaltar, y que garantiza una alienación imposible de alterar. La física clásica de Newton de hecho sigue siendo, a pesar de los avances científicos, la que da lugar al concepto dominante del tiempo.
El aspecto de un tiempo abstracto e independiente, encontró su paralelo en la aparición de una clase trabajadora creciente, formalmente libre, forzada a vender su fuerza de trabajo como un bien abstracto en el mercado. Antes de la llegada de las fábricas pero aún sujeta al poder disciplinario del tiempo, esta fuerza de trabajo era el opuesto al Tiempo de la monarquía: libre e independiente pero tan sólo en nombre. Según afirma Foucault (1973), fue a partir de este momento que el Oeste se convirtió en una “sociedad carcelaria”. Quizá más al grano va el proverbio balcánico, “un reloj es un cerrojo”.
En 1749 Rousseau tiró su reloj, un rechazo simbólico de la ciencia y civilización modernas. Más acordes con el espíritu de los tiempos, sin embargo, fueron los regalos de cincuenta y un relojes a Maria Antonieta en su matrimonio. La palabra “watch” en inglés es ciertamente apropiada, puesto que la gente tendría que “observar” (watch) el tiempo más y más; los relojes -watches- acabarían por convertirse en uno de los principales productos de la era industrial.
William Blake y Goethe atacaron a Newton, símbolo de la nueva era y su ciencia, por su distanciamiento de la vida respecto a lo sensual, su reducción de lo natural a lo medible. El ideólogo capitalista Adam Smith, por otro lado, se hizo eco de Newton y lo impulsó, pidiendo un establecimiento profundo de las rutinas. Smith, como Newton, trabajó bajo el hechizo de un tiempo cada vez más poderoso y sin remordimientos, promoviendo una división del trabajo aún mayor así como el concepto del progreso absoluto.
Los Puritanos habían proclamado como el primer y en principio mayor de los pecados el hecho de “perder el tiempo” (Weber, 1921); esto se convirtió, un siglo después, en el “tiempo es dinero” de Ben Franklin. El sistema de producción en fábricas fue iniciado por fabricantes de relojes, y el reloj fue el símbolo del órden, la disciplina y la represión, requeridos para crear un proletariado industrial.
El gran sistema de Hegel a principios del siglo XIX fue el heraldo del “empuje en el tiempo” que es el de la Historia; el tiempo es nuestro “destino y necesidad”, declaró. Postone (1993) destacó que el “progreso” del tiempo abstracto se encuentra estrechamente relacionado con el “progreso” del capitalismo como forma de vida. Oleadas de industrialismo ahogaron la resistencia de los luditas; evaluando este periodo en general, Lyotard (1988) afirmó que “la enfermedad del tiempo se hizo entonces incurable”.
Una sociedad de clases cada vez más compleja requiere un sistema incluso mayor de señales de tiempo. Las luchas contra el tiempo, como apuntaron Thompson (1967) y Hohn (1984), fueron sustituídas por luchas “sobre” el tiempo; es decir, la resistencia a ser encadenado al tiempo y a sus demandas inherentes fue derrotada, y sustituida generalmente por disputas acerca de un determinio justo de los horarios o la duración de la jornada laboral (en un discurso en la Primera Internacional el 28 de Julio de 1868 Karl Marx abogó, por cierto, por la edad de nueve años como el momento de empezar a trabajar).
El reloj descendió de la catedral al juzgado, al banco y a la estación de ferrocarriles, y por último al bolsillo y a la muñeca de cada ciudadano decente. El tiempo debía volverse más “democrático” para colonizar realmente la subjetividad. El sometimiento de la naturaleza externa, como entendieron Adorno y otros, es exitoso tan sólo en la medida en que se conquista la naturaleza interna. El despliegue de las fuerzas de producción, por decirlo de otra manera, dependía de la victoria del tiempo en su larga guerra contra una consciencia más libre. El industrialismo trajo consigo una extensión pública más completa del tiempo, desarrollando el que sería su rostro más depredador hasta el momento. Fue esto lo que Giddens (1981) vio como “la clave para las transformaciones más profundas de la vida social del día a día consecuencia de la extensión del capitalismo”.
“El tiempo desfila”, en un mundo cada vez más dependiente del tiempo y de un tiempo cada vez más unificado. Un único y enorme reloj pende sobre el mundo y lo domina. Lo invade todo; en su corte no hay apelación posible. La estandarización del tiempo a nivel mundial señala la victoria de la sociedad mecanizada, un universalismo que deshace las particularidades del mismo modo en que los ordenadores dirigen hacia la homogenización del pensamiento.
Paul Virilio (1986) ha llegado tan lejos como para preveer que “la pérdida del espacio material lleva al gobierno exclusivo del tiempo”. Una noción más provocativa invierte el nacimiento de la historia respecto a la madurez del tiempo. De hecho, según Virilio (1991), nos encontramos ya viviendo dentro de un sistema de temporalidad tecnológica en el que la historia ha sido eclipsada; “la cuestión principal se convierte cada vez menos en nuestra relación con la historia; se trata de nuestra relación con el tiempo”.
Dejando los vuelos teóricos de lado, hay ámplias pruebas y testimonios acerca del papel central que juega el tiempo en nuestra sociedad. En “Tiempo: la Próxima Fuente de la Ventaja Competitiva” (Julio-Agosto de 1988, Harvard Business Review), George Stark Jr. Lo discute como un punto de apoyo en el posicionamiento del capital: “Como arma estratégica, el tiempo es el equivalente al dinero, a la productividad, a la calidad e incluso a la innovación”. La administración del tiempo ciertamente no es exclusiva de las corporaciones; el estudio de Levine de 1985 sobre relojes públicos en seis países demonstró que su exactitud era un indicador exacto de la industrialización relativa de la vida en ese país. En 1993 en el Harvard Business Review, Paul Adler ofrece “Tiempo-y-Movimiento Recuperados”, defendiendo sin tapujos la estandarización y regimentación neo-Taylorista del trabajo; e indicaba cómo detrás de la tan publicitada “democracia laboral”, en muchas fábricas permanece la “disciplina del tiempo-y-movimiento y estructuras formales burocráticas esenciales para la eficiencia y la calidad en las operaciones rutinarias”.
El Tiempo en la Literatura
Resulta claro que la escritura facilitó la estabilización de los conceptos del tiempo y el comienzo de la historia. Pero es de destacar que, como apunta el antropólogo Goody (1991), “las culturas orales están a menudo demasiado dispuestas a aceptar estas innovaciones”. Ya han sido condicionadas, después de todo, por el lenguaje en sí. Discute McLuhan (1962) cómo la llegada del libro impreso y la alfabetización en masa, reforzaron la lógica del tiempo lineal.
La vida fue forzada a adaptarse; “puesto que ahora el tiempo me había convertido en su reloj”, escribió Shakespeare en Ricardo II. El “tiempo”, así como “rico”, fue una de las palabras preferidas del Bardo, una figura embrujada por el tiempo. Cien años después, el Robinson Crusoe de Defoe reflejó lo imposible que parecía una evasión respecto al tiempo. Alejado de todo en una isla desierta, Crusoe se preocupa profundamente del paso del tiempo; su forma de medir sus asuntos, incluso en ese escenario, implicaba sobre todo medir el paso del tiempo, especialmente mientras perdurase la tinta con que escribir.
Northrop Frye (1950) vio la “alianza del tiempo y el hombre occidental” como la característica definitoria de la novela. De forma parecida, “El Auge de la Novela” de Ian Watt (1957) se centró en la renovada preocupación sobre el tiempo que estimuló el surgir de la novela en el siglo XVIII. Como contó Jonathan Swift en “los Viajes de Gulliver” (1726), su protagonista nunca hacía nada sin haber mirado su reloj. “Lo llamaba su oráculo, y dijo que marcaba el momento para cada acción de su vida”. Los Liliputienses concluyeron que el reloj era el dios de Gulliver. El “Tristram Shandy” de Sterne (1760), en el preludio de la Revolución Industrial, comienza con la madre de Tristram interrumpiendo a su padre en el momento de su coito mensual: ” ‘Dime cariño’, dijo mi madre, ‘¿has olvidado darle cuerda al reloj?’ “.
En el siglo XIX, Poe satirizó la autoridad de los relojes, relacionándolos con la superficialidad burguesa y la obsesión con el órden. El tiempo es el tema real de las novelas de Flaubert, según Hauser (1956), pues Walter Pater (1901) vio en la literatura el “momento totalmente concreto” que “absorbería el pasado y el futuro en una consciencia intensa del presente”, similar a la celebración de las “epifanías” de Joyce. En “Mario el Epicúreo” (1909), Pater describe a Mario dandose cuenta de pronto de “la posibilidad de un mundo real más allá del tiempo”. Mientras tanto, Swinburne buscaba una tregua más allá de las “tierras golpeadas por el tiempo”, y Baudelaire declaraba su miedo y odio al devorador enemigo, el tiempo cronológico.
La desorientación en una era arruinada por el tiempo y sujeta a la aceleración de la historia ha llevado a los escritores modernos a relacionarse con el tiempo desde nuevos y extremos puntos de vista. Proust delineó interrelaciones entre sucesos que trascendían el órden temporal convencional y violaban los conceptos causales newtonianos. En su decimotercer volumen, “En busca del Tiempo Perdido” (1925), juzgaría que “un minuto liberado del órden del tiempo se ha recreado en nosotros… el individuo liberado del órden del tiempo”, y reconoce que se trata del “único entorno donde uno podría vivir y disfrutar la esencia de las cosas; completamente fuera del tiempo”.
La filosofía en el siglo XX ha insistido en la preocupación sobre el tiempo. Considérense los mal dirigidos intentos de encontrar el “tiempo auténtico” de pensadores tan distintos como Bergson y Heidegger, o la virtual deificación el tiempo por parte de este último. “El Tiempo y la Novela” de A.A. Mendilow (1952) revela cómo un interés de la misma intensidad ha dominado las novelas de este siglo, en particular las de Joyce, Woolf, Conrad, James, Gide, Mann, y por supuesto, Proust. Otros estudios, como “El Tiempo y la Realidad de la Iglesia” (1962), han expandido esta lista de novelistas para incluir entre otros a Kafka, Sartre, Faulkner y Vonnegut.
Y por supuesto, la literatura golpeada por el tiempo no se restringe a la novela; la poesía de T.S. Elliot a menudo expresa un ánsia de escapar la convencionalidad atada por el tiempo. “Un buen ejemplo es “Burnt Norton” en 1941, con estas líneas:
Tiempo pasado y tiempo futuro
permiten tan sólo una ligera consciencia
Ser consciente es no encontrarse en el tiempo.
En su carrera temprana (1931), Samuel Beckett escribió con agudeza sobre “la ingenuidad venenosa del Tiempo en la ciencia de la aflicción”. La obra “Esperando a Godot” (1955) es un obvio candidato a este respecto, así como lo es su “Murphy” (1957), donde el tiempo se hace reversible en la mente del personaje principal. Cuando el tiempo puede ir en cualquier dirección, nuestro sentido del tiempo y el tiempo en sí, desaparecen.
La Psicología del Tiempo
Pasando a lo que comunmente llamamos psicología, de nuevo nos encontramos con una de las cuestiones fundamentales: ¿hay realmente un fenómeno del tiempo que existe fuera de todo individuo, o acaso reside sólo en nuestra percepción? Husserl, por ejemplo, falló a la hora de mostrar por qué la consciencia en el mundo moderno parece constituirse inevitablemente sobre el tiempo. Sabemos que las experiencias, al igual que los sucesos de cualquier otra clase, no son ni pasado, ni presente, ni futuro en sí mismos.
Mientras que hasta los años 70 hubo un escaso interés sociológico en el tiempo, el número de estudios sobre el tiempo en la literatura psicológica se incrementó rapidamente desde 1930 (Lauer 1988). El tiempo quizá es la definición “psicológica” más difícil. ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la experiencia del tiempo? ¿Qué es alienación? ¿Qué es la experiencia de la alienación? Si el sujeto alienado no estuviera tan anulado, la obvia interrelación entre ambos conceptos estaría clara.
Davies (1977) denominó el paso del tiempo como “un fenómeno psicológico de origen misterioso”, y concluyó en 1983 que “el secreto de la mente sólo se resolverá cuando entendamos el secreto del tiempo”. ¡Con la separación artificial del individuo respecto de la sociedad que define al campo de la psicología, es inevitable que psicólogos y psicoanalistas como Eissler (1955), Loewald (1962), Nammun (1972) y Morris (1983) hayan encontrado “grandes dificultades” a la hora de estudiar el tiempo!
Sin embargo, al menos se han conseguidointuiciones parciales. Hartcollis por ejemplo, advirtió en 1983 que el tiempo no es sólo una abstracción sino un sentimiento, mientras que Korzybski (1948) ya había llevado esto más lejos con su observación de que “el tiempo es un sentimiento producido por las condiciones de este mundo…”. Durante todas nuestras vidas estamos “esperando a Godot” según Arlow (1986), quien creía que nuestra experiencia del tiempo surge de necesidades emocionales insatisfechas. De forma similar, Reichenbach había considerado en 1956 tanto a las filosofías anti-tiempo como a la religión “muestras de nuestra insatisfacción emocional”. En términos freudianos, Bergler y Roheim (1946) vieron el paso del tiempo como un símbolo de los periodos de separación originados en la infancia temprana. “El calendario es la materialización definitiva de la ansiedad de la separación”. Si estuvieran apoyadas por un interés crítico en el contexto social e histórico, las implicaciones de estas afirmaciones escasamente desarrolladas podrían convertirse en contribuciones serias. Sin embargo, confinadas a la psicología, permanecen limitadas e incluso apuntan en direcciones erróneas.
En el mundo de la alienación ningún adulto puede obtener ni decretar la libertad respecto al tiempo que el niño disfruta y que ha de hacérsele perder. El entrenamiento acerca del tiempo, la esencia de la escolarización, es de importancia vital para la sociedad. Este entrenamiento, como Fraser (1984) indica con gran profundidad, “porta de forma paradigmática las características del proceso de civilización”. Un paciente de Joost Meerlo (1966) “lo expresó con sarcasmo: ‘El tiempo es la civilización’, con lo que quiso decir que los horarios y la meticulosidad eran las grandes armas utilizadas por los adultos para forzar a los jóvenes a la sumisión y la servidumbre”. Los estudios de Piaget (1946, 1952) no pudieron detectar un sentido innato del tiempo. Al contrario, la noción abstracta del “tiempo” resulta de una dificultad considerable para los más jóvenes. No es algo que aprendan automáticamente; no hay una orientación espontánea hacia el tiempo (Hermelin y O’Connor, 1971; Voyat, 1977).
El tiempo y el órden se encuentran relacionados etimológicamente, y nuestra idea newtoniana del tiempo representa un órden perfecto y universal. El peso acumulado de esta presión cada vez más pervasiva se muestra en el creciente número de pacientes con síntomas de ansiedad respecto al tiempo (Lawson 1990). Dooley (1941) se refirió al “hecho observado de que las personas con un carácter obsesivo, sea cual sea su forma de neurosis, son aquellas que hacen un uso más intenso de su sentido del tiempo…”. En “Analidad y Tiempo” (1969), Pettit argumentó de forma convincente a favor de la cercana interrelación de ambos conceptos, tal y como Meerloo (1966), citando el carácter y logros de Mussolini y Eichmann, encontró “definitivamente una conexión entre la compulsión del tiempo y la agresión fascista”.
Capek llamó en 1961 al tiempo “una alucinación crónica, inmensa, de la mente humana”; hay pocas experiencias de hecho que puedan considerarse carentes de tiempo. El orgasmo, el LSD, tu vida “pasando por delante de tus ojos” en un momento de peligro extremo… estas son algunas de las escasas y breves situaciones lo bastante intensas como para escapar de la insistencia del tiempo.
La ausencia de tiempo es el ideal del placer, escribió en 1955 Marcuse. El paso del tiempo, por otro lado, impulsa el olvido de lo que fue y lo que podría ser. Es el enemigo de eros y un profundo aliado del órden de la represión. Los procesos mentales del inconsciente carecen de hecho de tiempo, según decidió Freud en 1920. “El tiempo no los cambia de ninguna forma, y la idea del tiempo no puede aplicárseles.” Por tanto, el deseo está ya en sí fuera del tiempo. Como dijo Freud en 1932, “No hay nada en el Ello que corresponda a la noción de tiempo; no hay reconocimiento del paso del tiempo”.
Marie Bonaparte argumentó en 1939 que el tiempo se vuelve menos rígido y obedece más al principio del placer cuando soltamos las ataduras del control total a través del ego. Los sueños son una forma de pensar entre las gentes no civilizadas (Kracke, 1987); esta habilidad debió ser alguna vez mucho más accesible para nosotros. Los Surrealistas creían que la realidad podría entenderse de forma mucho más completa si fueramos capaces de conectarnos con nuestras experiencias instintivas, subconscientes; Breton, por ejemplo, proclamó en 1924 el objetivo radical de un propósito de realidad tanto “soñada” como “consciente”.
Cuando soñamos, el sentido del tiempo es virtualmente inexistente; es sustituído por una sensación de presente contínuo. No debería sorprender pues que los sueños, que ignoran las reglas del tiempo, atrajeran la atención de aquellos buscando pistas liberadoras, o que el inconsciente con sus “tormentas de impulso” (Stern, 1977) asuste a aquellos asentados con firmeza en la neurosis que llamamos civilización. Norman O.Brown (1959) vio el sentido del tiempo o la historia como una función de la represión; si se aboliera la represión, razonó, seríamos liberados del tiempo. De forma similar, Coleridge (1801) reconoció en el hombre “industrioso y metódico” el origen y creador del tiempo.
En su “Crítica de la Razón Cínica” en 1987, Peter Sloterdijk hizo una llamada por el “reconocimiento radical del Ello, sin reservas”, una autoafirmación narcisista que se carcajearía ante el rostro de nuestra taciturna sociedad. El narcisismo, por supuesto, ha sido considerado tradicionalmente como algo horroroso, la “herejía del auto-amor”. En realidad esto significa que se reservó para las clases dirigentes, mientras que el resto (trabajadores, mujeres, esclavos) debían practicar la sumisión y el auto-estrangulamiento (Fine 1986). Los síntomas narcisistas son sentimientos de vacío, irrealidad, alienación, la vida reducida a una sucesión de momentos, acompañada por un anhelo de una poderosa autonomía y autoestima (Alford 1988, Grunberger 1979). Dado el carácter de estos “síntomas” y deseos, no es de extrañar que el narcisismo pueda ser visto como una fuerza potencialmente emancipadora (Zweig 1980). Resulta evidente que su demanda para la satisfacción total es como mínimo un individualismo subversivo.
El narcisista “odia el tiempo, niega el tiempo” (carta al autor, Alford 1993) y esto, como siempre, produce una severa reacción por parte de los defensores del tiempo y la autoridad. El psiquiatra E. Mark Stern (1977), por ejemplo: “Ya que el tiempo comienza más allá del control del individuo, este ha de corresponder a sus demandas… el coraje es la antítesis del narcisismo”. Esta condición, que sin duda incluye aspectos negativos, contiene el germen de un paradigma distinto de la realidad, apuntando hacia la atemporalidad de la perfección en la que “ser” y “convertirse en” están unificados, y donde se detiene implícitamente el tiempo.
El Tiempo en la Ciencia
No soy científico, pero sé que todas las cosas comienzan y acaban en la eternidad - “El Hombre que Cayó a la Tierra”, Walter Trevis
En relación con nuestro propósito en este texto, la ciencia no comenta sobre el tiempo y su forma de estrangular de forma tan directa como, por ejemplo, la psicología. Sin embargo, la ciencia puede ser reconstruída para arrojar luz sobre el tema en cuestión, dados los múltiples paralelos entre la teoría científica y los asuntos humanos,
“El Tiempo”, afirma N.A. Kozyrev (1971), “es el fenómeno más importante y misterioso de la Naturaleza. Su noción se encuentra más allá del alcance de la imaginación”. Algunos científicos, de hecho, han considerado (p.ej Dingle 1966) que “todos los problemas reales asociados con la noción del tiempo son independientes de la física”. La ciencia, y la física en particular, podrían de hecho no tener la última palabra; consisten en otra fuente de conjeturas, aunque es también fuente en general alienada e indirecta.
¿Es el “tiempo de la física” el mismo que el tiempo del que tenemos consciencia? Y si no es así, ¿en qué se diferencian? En la física, el tiempo parece ser una dimensión básica indefinida, que se toma como dada desde fuera del reino de la ciencia. Esta es una forma de recordarnos que, como sucede con cualquier otra forma de pensamiento, las ideas científicas carecen de significado fuera de su contexto cultural. Son síntomas de y símbolos de, las formas de vida que los crearon. Según Nietzsche, todo lo escrito es inherentemente metafórico, a pesar de que rara vez se mire así a la ciencia. Esta ha sido desarrollada a través de una separación radical entre los mundos interno y externo, entre el sueño y la “realidad”. Se ha llevado a cabo a través de matematización de la naturaleza, lo cual en gran medida ha significado que el científico procede a través de un método que le separa del contexto más ámplio, incluyendo los orígenes y el significado de sus proyectos. Tal y como indicó H.P. Robinson (1964), “las cosmologías que ha creado la humanidad en diversas épocas y lugares reflejan inevitablemente el entorno físico e intelectual, incluyendo ante todo los intereses y la cultura de cada sociedad”.
El tiempo subjetivo, como apuntó P.C.W. Davies (1981), “posee cualidades aparentes ausentes del mundo ‘exterior’ y que son fundamentales respecto a nuestra concepción de la realidad”; principalmente, el “paso” del tiempo. Nuestra sensación de estar separados del mundo es producto en buena medida de esta discrepancia. Existimos en el tiempo (y en la alienación), pero el tiempo no se halla en el mundo físico. La variable temporal, aun siendo útil a la ciencia, es una construcción teórica. “Las leyes de la ciencia”, explicó Stephen Hawking (1988), “no distinguen entre pasado y futuro”. Einstein había ido más lejos que esto unos treinta años atrás; en una de sus últimas cartas, escribió que “La gente como nosotros, que cree en la física, sabe que la diferencia entre pasado, presente y futuro es tan sólo una persistente ilusión”. Pero la ciencia toma parte en la sociedad de otras formas respecto al tiempo, y lo hace con mucha profundidad. Cuanto más “racional” se vuelve, más variaciones en el tiempo se suprimen. Por ejemplo, la física teórica geometriza el tiempo concibiéndolo como una línea recta. La ciencia no se encuentra fuera de la historia cultural del tiempo.
Sin embargo, como he implicado anteriormente, la física no contiene la idea de un instante presente de tiempo que “pasa” (Park 1972). Más aún, las leyes fundamentales no sólo son totalmente reversibles respecto a la dirección en que el tiempo “pasa”, como destacó Hawking; sino que según Watanabe (1953) “los fenómenos irreversibles aparecen como resultado de la naturaleza particular de nuestra cognición humana”. De nuevo nos encontramos con la experiencia humana jugando un papel decisivo, incluso en este reino tan “objetivo”. Zee (1992) lo dijo de esta forma: “En la física, el tiempo es ese concepto del que no podemos hablar sin que entre en la conversación de alguna forma la consciencia”.
Incluso en áreas aparentemente claras y directas, estas ambigüedades existen respecto al tiempo. Mientras que la complejidad de las especies más complejas puede aumentar, por ejemplo, no es así en todos los casos, llevando a J.M.Smith (1972) a concluir que “es difícil decir si la evolución en sí tiene una dirección determinada”.
En términos del cosmos, se argumenta, la dirección del tiempo se encuentra indicada automáticamente por el hecho de que las galaxias se alejan unas de otras. Pero parece haber una virtual unanimidad respecto a los fundamentos de la física, de que el “flijo” del tiempo es irrelevante y no tiene sentido; las leyes fundamentales de la física son totalmenteneutrales respecto a la dirección del tiempo (Mehlberg 1961, 1971, Landsberg 1982, Squires 1986, Watanabe 1953, 1956, Swinburne 1986, Morris 1984, Mallove 1987, D’Espagnant 1989, etc). La física moderna provee incluso escenarios en los que el tiempo deja de existir y en los que incluso al contrario, cobra existencia. Así pues, ¿por qué es nuestro mundo asimétrico respecto al tiempo? ¿Por qué no puede ir hacia atrás así como va hacia adelante? Esto es una paradoja, en el mismo sentido en que las dinámicas moleculares individuales son todas reversibles. La cuestión principal, a la que regresaré más tarde, es que la dirección del tiempo se muestra a sí mismo a medida que se desarrolla la complejidad, en un asombroso paralelo con el mundo social.
El flujo del tiempo se manifiesta en el contexto del futuro y el pasado, y ambos dependen a su vez del referente conocido como ahora. Con Einstein y la relatividad, está claro que no hay persente universal: no podemos decir que es “ahora” a lo largo del universo. No hay ningún intervalo fijo que sea independiente del sistema al que se refiere, del mismo modo que la alienación depende de su contexto.
Por tanto al tiempo se le roba la autonomía y objetividad de la que disfrutaba en el mundo de Newton. En las revelaciones de Einstein se encuentra definitivamente más individualmente delineado que en aquel estado de monarca absoluto y universal que había disfrutado. El tiempo es relativo a las condiciones específicas y varía según factores como la velocidad y la gravitación. Pero si el tiempo se ha vuelto más “descentralizado”, también ha colonizado la subjetividad más de lo que lo haya hecho nunca. Según el tiempo y la alienación se han convertido en la regla a través del mundo, hay poco consuelo en saber que depende de circunstancias cambiantes; es la constante de la alienación la que provoca que el modelo newtoniano de un tiempo fluyendo de forma independiente continúe con nosotros, mucho después de que sus fundaciones teóricas hayan sido eliminadas por la relatividad.
La teoría cuántica, relacionada con las partes más pequeñas del universo, es conocida como la teoría fundamental de la materia. El núcleo de la teoría cuántica sigue a otras teorías físicas fundamentales como la relatividad al no hacer distinciones respecto a la dirección del tiempo (Coveny y Highfield, 1990). Una premisa básica es el indeterminismo, en el que el movimiento de las partículas a este nivel es una cuestión de probabilidad. Con los positrones, que pueden considerarse como electrones moviéndose hacia atrás en el tiempo, y los taquiones, partículas más veloces que la luz que generan efectos y contextos que invierten el órden temporal (Gribbin 1979, Lindley 1993), la física cuántica ha hecho surgir cuestiones sobre los fundamentos del tiempo y la causalidad. En el microcosmos cuántico, se han descubierto relaciones no causales que trascienden el tiempo y ponen en cuestión la propia noción del órden de los sucesos en el tiempo. Pueden haber “conexiones y correlaciones entre sucesos muy distantes en el tiempo en la ausencia de cualquier fuerza o señal intermediaria” que ocurren de forma instantánea (Zohar 1982, Aspect 1982). El eminente físico americano John Wheeler ha llamado la atención (1977, 1980, 1986) acerca de fenómenos sobre los que una acción efectuada ahora afecta al curso de sucesos pertenecientes al pasado.
Gleick (1992) resumió la situación así: “Con la simultaneidad desaparecida, la secuencialidad estaba hundiéndose, la causalidad bajo presión, y los científicos en general se sintieron libres para considerar posibilidades temporales que habrían parecido excesivas para la generación anterior”. Como mínimo una teoría en la física cuántica ha intentado eliminar la noción de tiempo por completo (J.G. Taylor 1972); D.Park (1972), por ejemplo, dijo: “Prefiero la representación sin tiempo a con él”.
La confusa situación en la ciencia se empareja con el extremo del mundo social; la alienación, como el tiempo, produce aún más presiones y paradojas. Las cuestiones más fundamentales emergen finalmente, casi como una necesidad, en ambos casos.
La queja del siglo quinto de San Agustín consistía en que no entendía en qué consistía realmente la medición del tiempo. Einstein, admitiendo lo inadecuado de su comentario, a menudo definió el tiempo como “lo que mide un reloj”. La física cuántica por su parte asegura el carácter inseparable del observador y aquello que es medido. A través de un proceso que los físicos no afirman entender por completo, el acto de medida u observación no sólo revela la condición de una partícula sino que de hecho la determina (Pagels 1983). Esto a llevado a Wheeler (1984) a preguntar, “¿Está todo, incluyendo el tiempo, construído de la nada mediante actos de participación del observador?”. De nuevo un fuerte paralelo respecto a la alienación; es virtualmente una cuestión definición el que a todos los niveles y desde su origen, esta alienación requiere de tal participación.
La dirección inevitable atrás-adelante del tiempo es ese monstruo que se ha mostrado más terrorífico que cualquier proyectil físico. El tiempo sin dirección no es tiempo en absoluto, y Cambel (1993) identifica esta direccionalidad del tiempo como “una característica primaria de los sistemas complejos”. La conducta reversible en el tiempo de las partículas atómicas se “conmuta generalmente en la conducta de un sistema que es irreversible”, concluyó Schlegel (1961). Si no tiene el ancla echada en el micromundo, ¿de dónde proviene entonces el tiempo? ¿De dónde, nuestro mundo atado por él? Aquí encontramos una analogía provocativa. El mundo a pequeña escala descrito por la física y sus misteriosos cambios cuando pasamos al macromundo, a los sistemas complejos, es análogo al mundo social “primitivo” y los orígenes de la división del trabajo que llevaron a una sociedad compleja y dividida en clases con este “progreso” aparentemente irreversible.
Una afirmación sostenida habitualmente en las teorías de la física es la de que el desarrollo del tiempo depende de la Segunda Ley de la Termodinámica (p.ej, Reichenbach 1956), que dice que todos los sistemas tienden hacia un mayor desorden o entropía. El pasado por tanto se encuentra más ordenado que el futuro. Algunos de quienes propusieron la Segunda Ley (p.ej, Boltzmann 1866) encontraron en el aumento de la entropía el significado de la distinción entre pasado y futuro.
Este principio general de irreversibilidad fue desarrollado a mediados del siglo XIX, comenzando con Carnot en 1824, cuando el capitalismo industrial en sí mismo había alcanzado en apariencia un punto irreversible. Si la evolución fue la aplicación optimista del siglo del tiempo irreversible, la Segunda Ley de la Termodinámica fue la pesimista. En sus términos originales, mostraba el universo como un inmenso generador de calor apagándose, donde el trabajo se sometía cada vez más a la ineficacia y el desorden. Pero la naturaleza, como destacó Toda (1978), no es un generador, no trabaja, ni le preocupan el “órden” y el “desorden”. Es sencillo distinguir cuál es el aspecto cultural dentro de esta teoría; el miedo del capital acerca de su futuro.
Ciento cincuenta años más tarde, los físicos teóricos descubren que la Segunda Ley y su supuesta explicación del tiempo no pueden considerarse como un problema resuelto (Neman 1982). Muchos defensores de la idea de un paso del tiempo reversible en la naturaleza consideran la Segunda Ley muy superficial, una ley secundaria y no primaria (p.ej, Haken, 1988; Penrose, 1989). Otros (p.ej Sklar, 1985) encuentran el propio concepto de entropía mal definido y problemático y argumentan que los fenómenos descritos por la Segunda Ley pueden suceder ante una serie de condiciones iniciales específicas, pero que no representan el funcionamiento de un principio general (Davies 1981, Barrow 1991). Más aún, no sucede que cada par de eventos que se hayan relacionado el uno con el otro acarreen una diferencia entrópica. La ciencia de la complejidad (con un enfoque más ámplio que la teoría del caos) ha descubierto que no todos los sistemas tienden hacia el desorden (Lewin 1992), lo cual también contradice la Segunda Ley. Incluso, considerando que es en los sistemas aislados en los que no hay intercambios con el exterior en aquellos donde se muestra la tendencia irreversible de la Segunda Ley, el universo no es un sistema cerrado. Sklar (1974) destaca que no sabemos si la entropía total del universo aumenta, disminuye, o permanece constante.
A pesar de tales objecciones, un movimiento hacia una “física irreversible” basada en la Segunda Ley se encuentra en camino, con implicaciones bastante interesantes. Ilya Prigogine, premiado en 1977 con el Nobel, parece ser el defensor público más inagotable del punto de vista de que hay un tiempo innato y unidireccional en todos los niveles de existencia. Mientras que las bases de cada gran teoría científica son neutrales respecto al tiempo, Prigogine da al tiempo un énfasis esencial en el universo. La irreversibilidad es para él y los suyos un axioma esencial. En una ciencia supuestamente alejada de ideologías, el tiempo se ha convertido claramente en una cuestión política.
En un simposio patrocinado por Honda en 1985 que promovía proyectos relacionados on Inteligencia Artificial, Prigorine, dijo: “Cuestiones tales como el origen de la vida, el universo, la materia, no pueden ya discutirse sin recurrir a la irreversibilidad”. No es coincidencia que fuera del ámbito científico Alvin Toffler, quien ostenta el liderazgo entre los amantes del concepto de un mundo altamente tecnologizado, presentara de forma entusiasta uno de los textos básicos de la campaña a favor del tiempo, el “Órden a Partir del Caos” de Prigorine y Stenger. El discípulo de Prigorine, Ervin Laszlo, en su apuesta por legitimar y extender el dogma del tiempo universalmente irreversible, pregunta si las leyes de la naturaleza son aplicables al mundo humano. Pronto responde, en efecto, a su escasamente ingeniosa pregunta (1985): “La irreversibilidad general de la innovación tecnológica acaba con el indeterminismo en los puntos concretos de bifurcación, conduciendo el proceso de la historia en la dirección que hemos observado, desde las tribus primitivas a los estados modernos tecno-industriales.”. ¡Qué “científico”! Este trasposición de las “leyes de la naturaleza” al mundo social es dificilmente mejorable como descripción del tiempo, la división del trabajo, y la mega-máquina aplastando la autonomía o “reversibilidad” de las decisiones humanas. Leggett (1987) lo expresó perfectamente: “Parecería que la dirección del tiempo que aparece en ese sujeto aparentemente impersonal de la termodinámica, está intimamente relacionada con lo que nosotros como agentes humanos podemos o no podemos hacer”.
Es el rescate del “caos” lo que Prigogine y otros prometen al sistema dominante, mediante el modelo del tiempo irreversible. El capital siempre ha reinado aterrado de la entropía y el desorden. La resistencia, especialmente la resistencia al trabajo, es la verdadera entropía que el tiempo, la historia y el progreso buscan constantemente hacer desaparecer. En 1984 Prigogine y Stenger escribieron: “La irreversibilidad es cierta o bien en todos los niveles o en ninguno”. Todo o nada, la cuestión trata de ese “punto de apoyo” definitivo del juego.
Desde que la civilización subyugó a la humanidad hemos tenido que vivir con la idea de que quizá nuestras más altas aspiraciones son imposibles en un mundo atrapado por un movimiento imperturbable. Cuanto más se pospone el placer y el entendimiento, cuanto más se alejan de nuestro alcance (y esta es la esencia de la civilización), más palpable es la dimensión del tiempo. La nostalgia del pasado, las fascinación con la idea del viaje en el tiempo y la inagotable búsqueda de una mayor longevidad son algunos de los síntomas de la enfermedad del tiempo; no parece haber cura disponible. “Lo que no pasa con el paso del tiempo es el tiempo en sí mismo”, como entendió Merleau-Ponty (1945).
Además de cierta antipatía general, se pueden destacar algunos conatos específicos de resistencia. La Sociedad por el Retardo del Tiempo se estableció en 1990 y tiene algunos cientos de miembros en cuatro países europeos. Menos arbitraria de lo que parece, sus miembros están determinados a darle la vuelta a la aceleración contemporánea del tiempo en la vida diaria, con el objetivo de poder vivir de forma más satisfactoria. La “Teología Negativa del Tiempo” de Michael Theunissen apareció en 1991, en su punto de mira aquello que ve como el enemigo definitivo del ser humano. Su trabajo ha engendrado un vivo debate en los círculos filosóficos (Penta 1993), debido a su demanda de reconsiderar el tiempo de forma negativa.
“El tiempo es el único movimiento apropiado a sí mismo en todas sus partes”, escribió Merleau-Ponty en 1962. Aquí podemos ver la totalidad de la alienación dentro del mundo divisorio del capital. El tiempo es pensado por nosotros antes de que lo sean las partes divididas de él; es así como revela su totalidad. La crisis del tiempo es la crisis de todo. Su triunfo, aparentemente bien establecido, no fue de hecho nunca un triunfo total, puesto que cualquiera podía cuestionar las premisas básicas de su existencia.
Sobre el Lago Silviplana, Nietzsche encontró la inspiración para “Así Habló Zarathustra”. “Dos mil metros sobre el hombre y el tiempo…”, escribió en su diario. Pero el tiempo no puede trascenderse a través de una actitud arrogante hacia la humanidad, puesto que superar la alienación que genera no es un proyecto en solitario. En este sentido prefiero la formulación de Rexroth (1968): “el único Absoluto es la Comunidad del Amor en la que el Tiempo acaba”.
¿Podemos poner fin al tiempo? Su transcurrir puede verse como maestro y medida de una existencia social que se ha vuelto cada vez más vacía y tecnificada. Enemigo de todo lo espontáneo e inmediato, el tiempo cada vez revela con mayor claridad sus ataduras con la alienación. El alcance de nuestro proyecto de renovación ha de incluir al completo esta dominación conjunta. Nuestras vidas divididas podrán ser sustituídas por la posibilidad de vivir en completitud -sin tiempo- tan sólo cuando borremos las causas primigenias de tal división.
Hemos ido confiriendo sustancia al tiempo de tal forma que parece un hecho de la naturaleza, un poder que existiera por derecho propio. El crecimiento de un sentido del tiempo, la aceptación del tiempo, es un proceso de adaptación a un mundo en que cada vez más los conceptos abstractos se toman por reales. Es una dimensión fabricada, el aspecto más elemental de la cultura. La naturaleza inexorable del tiempo, provee el modelo definitivo de dominación.
Todo ritual es un intento, a través del simbolismo, de regresar al estado carente de tiempo. El ritual es un gesto de abstracción del estado, aunque es sin embargo un paso que sólo aleja más; la carencia de tiempo del número forma parte de esta trayectoria, y contribuye mucho al concepto del tiempo como concepto inamovible.
Con la ayuda de las estrellas, el año y sus divisiones existen como instrumentos de la autoridad organizativa (Leach, 1954). La creación de un calendario es básica en la formación de una civilización. El calendario fue el primer artefacto simbólico que reguló la conducta social midiendo el paso del tiempo. Y lo que está implicado en este acto no es el control del tiempo, sino lo contrario; el aprisionamiento mediante el yugo del tiempo, en un mundo en el que se desarrolla una alienación demasiado real.
En el mundo de la alienación ningún adulto puede planear o decretar la libertad respecto al tiempo que el niño habitualmente disfruta; la cual ha de arrebatársele. El entrenamiento en el tiempo, la esencia de la escolarización, es de vital importancia para la sociedad… y este entrenamiento, como nos advierte Fraser (1984), “porta de forma paradigmática las características del proceso de civilización”
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