Publicado en CURRAN, James y otros (comp.) Sociedad y comunicación de masas, Fondo de Cultura Económica, México, 1981.
La cultura tiene sus raíces en lo que Marx, en La Ideología Alemana, llamaba la “relación doble” del hombre: con la naturaleza y con los otros hombres. Los hombres, decía Marx, intervienen en la naturaleza y la utilizan, con ayuda de determinados instrumentos y herramientas, para reproducir las condiciones materiales de su existencia. Ahora bien, desde un momento muy primitivo de la historia del desarrollo humano esa intervención en la naturaleza por medio del trabajo está organizada socialmente. Los hombres colaboran entre sí -en un principio mediante el uso colectivo de herramientas simples, la división rudimentaria del trabajo y el intercambio de mercancías- de cara a la reproducción más efectiva de sus condiciones materiales. Este es el principio de la organización social y de la historia humana. De allí en adelante la relación del hombre con la naturaleza deviene socialmente mediatizada. La reproducción de la sociedad humana, en formas crecientemente complejas y extendidas, y la reproducción de la existencia material están fundamentalmente vinculadas: en efecto, la adaptación de la naturaleza a las necesidades materiales del hombre sólo se logra por medio de las formas que asume su colaboración con los otros hombres. Los hombres, por tanto, se reproducen a sí mismos como “individuos sociales” a través de las formas sociales que asumen sus producciones materiales. Con independencia de lo infinitamente complejas y extendidas que sean las formas sociales que los hombres desarrollan con éxito en determinado momento, las relaciones que rodean a la reproducción material de su existencia forman la instancia determinante de todas las otras estructuras. De esta matriz -las fuerzas y relaciones de producción y el modo-en que son organizadas socialmente en las diferentes épocas históricas- surgen todas las otras formas más elaboradas de la estructura social: la división del trabajo, el desarrollo de la distinción entre tipos diferentes de sociedad, los nuevos modos de aplicar la destreza y el conocimiento humano a la modificación de las circunstancias materiales, las formas de asociación civil y política, los diferentes tipos de familia y estado, las creencias, ideas y construcciones teóricas de los hombres y los tipos de conciencia social apropiados o “correspondientes a” aquéllos. Esta es la base para una comprensión materialista del desarrollo social y la historia humana; debe ser, asimismo, la base de cualquier definición materialista o no idealista de la cultura. De hecho, Marx argumentaba que no existe “trabajo” o producción en general (Marx, 1973). La producción asume siempre formas históricas específicas bajo condiciones determinadas. También asumirán una forma determinada los tipos de sociedad, las relaciones sociales y la cultura humana que surjan bajo tales condiciones históricas específicas. Un tipo de producción difiere fundamentalmente de otro: y puesto que cada estadio del desarrollo de la producción material dará lugar a formas diferentes de cooperación social, a un tipo definido de producción material y técnica y a modos diferentes de organización política y civil, la historia humana se divide, mediante los modos de desarrollo de la producción, en estadios o épocas definidas e históricamente específicas. Cuando la producción material y sus formas correspondientes de organización social alcanzan un estadio complejo de desarrollo hará falta un análisis considerable para establecer con precisión el modo de conceptualizar la relación entre dichos niveles. Quizá el aspecto más difícil de una teoría materialista esté constituido por el cómo pensar la relación entre la producción material y social y el resto de una formación social desarrollada. Regresaremos en seguida a esta cuestión. Pero un análisis materialista debe incluir, por definición, algún modo concreto de pensar esta relación -a la que dentro de los análisis marxistas es frecuente referirse mediante la metáfora de la “base” y las “superestructuras”- si no quiere abandonar el terreno de su premisa originaria que basa la cultura humana en el trabajo y la producción material. El “materialismo” de Marx añade a esta premisa al memos otro requerimiento: que la relación debe pensarse dentro de determinadas condiciones históricas, es decir, que debe ser históricamente específica. Es este segundo requerimiento el que distingue una teoría materialista histórica de la sociedad y la cultura humana de, por ejemplo, un materialismo basado en el hecho simple de la naturaleza física del hombre (un materialismo “vulgar” o, como dice Marx, no dialéctico) o de uno que ponga como determinante sólo al desarrollo tecnológico. Lo que Korsch, entre otros, ha llamado “el principio de especificidad histórica” del materialismo de Marx es enunciado claramente en La ideología alemana (donde la teoría de Marx deviene, por vez primera, completamente “histórica”) y posteriormente en su obra de madurez. “El hecho es… que individuos concretos que son productivamente activos de un modo concreto entran en estas relaciones sociales y políticas concretas. La observación empírica debe dar en cada caso, empíricamente y sin la menor mistificación y especulación, la vinculación de la estructura social y política con la producción” (Marx, 1965) (el subrayado es nuestro). Marx relaciona también con esta base o “anatomía” “la producción de ideas, de conceptos, de conciencias”: la esfera de la “producción mental”. Para Marx, las relaciones que gobiernan la organización social de la producción material son específicas -”concretas”- de cada fase o estadio: cada una constituye su propio “modo”. Las superestructuras sociales y culturales que se “corresponden” con cada modo de producción serán históricamente específicas. Para Marx, hasta la fecha todos los principales modos de producción en la historia humana han estado basados fundamentalmente en un tipo de explotación del trabajo de unos por otros. Los modos de producción -por complejos, desarrollados y productivos que devengan- están fundamentados de raíz por tanto, en una contradicción antagónica. Pero esta contradicción, las formas sociales en que es institucionalizada, las leyes teóricas que la “explican”, así como las formas de “conciencia” en que el antagonismo es vivido y experimentado, se desarrollan nuevamente en formas concretas e históricamente específicas. La mayor parte de la obra de Marx y Engels estuvo dedicada a analizar las “leyes y tendencias” históricamente determinadas que gobiernan el modo de producción capitalista, así como el análisis de las diferentes formas ideológicas y superestructurales apropiadas a este estadio del desarrollo material de la sociedad. Estaba en consonancia con su teoría el que este modo y sus formas sociales correspondientes mostraban sus propias leyes y tendencias específicas; también el que éstas estuvieran fundamentadas sobre un tipo específico de contradicción, entre cómo era utilizado el trabajo y producidas las mercancías y el modo en que era apropiado el valor del trabajo; y, finalmente, que esta fase dinámica y expansiva del desarrollo material era históricamente finita, es decir, destinada a evolucionar y ampliarse mediante una serie de transformaciones, alcanzar los límites externos de su desarrollo potencial y ser reemplazada por otro estadio en la historia humana merced al impulso no de una fuerza externa, sino de una “vinculación interna” (Marx, 1961). Ciertamente, Marx consideraba cada modo de producción llamado a desarrollarse, a través de sus estadios superiores, precisamente mediante la “superación” de las contradicciones intrínsecas a sus estadios más, bajos; a reproducir esos antagonismos en un nivel más avanzado, y, por tanto, a desaparecer mediante este desarrollo de las contradicciones. Este análisis, realizado al nivel de formas y procesos económicos, constituyó el tema de El Capital.
Ahora bien, puesto que cada modo de organización social y material era históricamente específico, las formas de vida social correspondientes tenían que asumir una forma “concreta” e históricamente definida. “Este modo de producción no debe ser considerado simplemente como la reproducción de la existencia física de los individuos. Más bien es una forma concreta de la actividad de estos individuos, una forma concreta de expresión de sus vidas, un modo de vida concreto de éstos. Así como los individuos expresan sus vidas, así son. Por tanto, lo que son coincide con su producción, tanto con lo que producen como con cómo lo producen” (Marx, 1965). Las formas materiales y sociales de la producción, él modo en que el trabajo es organizado v combinado con las herramientas para producir, el nivel de desarrollo técnico, las instituciones por las que circulan las mercancías y se realiza el valor, los tipos de asociación civil, de vida familiar y del estado a todo ello apropiado constituyen un conjunto de relaciones y estructuras que muestra una configuración identificable, un esquema, un “modo de vivir” para los individuos y grupos sociales. Esta esquematización era, por así decirlo, el resultado de las interconexiones entre los diferentes niveles de práctica social. El esquema expresaba también el modo en que el resultado combinados de esos niveles interrelacionados era “vivido”, como una totalidad, por sus “portadores”. Este parece ser el mejor medio de captar, dentro de una teoría materialista (en la que el término mismo no juega un papel significativo), dónde, precisamente, surge la cultura. Diciéndolo metafóricamente, la “cultura” nos refiere a la disposición -las formas- asumida por la existencia social bajo determinadas condiciones históricas. Siempre que la metáfora se entienda sólo en su valor heurístico podríamos decir que si el término “social” se refiere sólo al contenido de las relaciones en que entran involuntariamente los hombres de cualquier formación social entonces la “cultura” se refiere a las formas que asumen tales relaciones. (Sin embargo, la distinción entre forma y contenido no quede llevarse demasiado lejos. Debería tenerse también en cuenta que Marx, que concede una importancia considerable a las formas que asume el valor en el modo de producción capitalista, utiliza el término de modo diferente a como ha sido utilizado arriba.) Aun a riesgo de fundir dos discursos teóricos divergentes hemos de traer aquí una cuestión que plantea Roger Poole en la introducción a la obra de Lévi-Strauss Totemism (1969). “En lugar de preguntar por centésima vez ‘Qué es el totemismo’ nos pregunta por vez primera… ‘¿Cómo se disponen los fenómenos totémicos?’ El paso del ‘qué’ al ‘cómo’, de la actitud sustantiva a la adjetiva, es el primer elemento radicalmente diferente, el primer elemento ‘estructural’, que hemos de observar en la obra que tenemos ante nosotros”. La “cultura”, en este sentido, no se refiere a algo sustancialmente diferente de lo “social”: se refiere esencialmente a un aspecto del mismo fenómeno.
Cultura, en este significado del término, es el propósito objetivado ante la existencia humana cuando “hombres concretos bajo condiciones concretas” “se apropian de las producciones de la naturaleza de un modo adaptado a sus propias necesidades” e “imprimen ese trabajo como exclusivamente humano” (Capital, I). Esto está muy próximo a lo que podríamos llamar la definición “antropológica” de la cultura. Dentro de sus diferencias pertenecen a esta tradición la obra teórica de Raymond Williams (1960), la modificación que de Williams hace Thompson (1960) y, en un contexto muy distinto suministrado por su funcionalismo básico, los estudios de “la cultura material y la de los pueblos primitivos o coloniales realizados por los antropólogos sociales.
No obstante, Marx y, más especialmente, Engels, no suelen utilizar la “cultura” o sus afines en este sentido descriptivo simple. La utilizan de modo más dinámico y desarrollado: como un material decisivo o fuera productora. La cultura humana es el resultado y el registro del dominio desarrollado del hombre sobre la naturaleza, de su capacidad de modificar la naturaleza para su uso. Esta es una forma de conocimiento humano, perfeccionado mediante el trabajo social, que constituye la base para todo nuevo estadio en la vida histórica y productiva del hombre. No se trata de un “conocimiento” almacenado en abstracto en la cabeza. Está materializado en la producción, encerrado en la organización social, ha avanzado mediante el desarrollo de hábitos tanto prácticos como teóricos y, por encima de todo, se ha preservado y transmitido por medio del lenguaje. En La Ideología Alemana, Marx habla de “un resultado material, una suma de fuerzas productivas, una relación históricamente creada de los individuos con la naturaleza y unos con otros, que es entregada a cada generación por su predecesora… que es, ciertamente, modificada por la nueva generación, pero que también… ordena sus condiciones de vida y le da un desarrollo concreto, un carácter específico”. Ella es la que distingue a los hombres del reino animal. Para Engels, los elementos dinámicos de este proceso son “primero” el “trabajo, y tras él y luego con él, el habla… La reacción sobre el trabajo y el habla del desarrollo del cerebro y los sentidos que lo asisten, de la claridad de conciencia, poder de abstracción y de juicio crecientes d ti rabajo el habla un impulso siempre renovado para el posterior desarrollo…” (”Labour In The Transition From Ape To Man”, Engels, 1950ª). Marx, en un famoso pasaje de El Capital, compara favorablemente “al peor de los arquitectos” con la “mejor de las abejas”, puesto “que el arquitecto levanta su estructura en la imaginación antes de erigirla en la realidad… No sólo efectúa un cambio de forma…, sino que realiza también un propósito propio que da la ley a su modus operandi…” (Capital I, p. 178). Anteriormente había identificado al lenguaje, medio principal por el que este conocimiento es elaborado por parte del hombre para la apropiación y adaptación de la naturaleza, almacenado, transmitido y aplicado, como una forma de “conciencia práctica” que surge “de la necesidad de relación con los otros hombres” (Marx, 1965). Posteriormente describe cómo este conocimiento acumulado puede ser expropiado del trabajo práctico y destreza del trabajador, aplicado como una fuerza productiva distinta a la industria moderna para su nuevo desarrollo y utilizado así “al servicio del capital” (Capital I, p. 361). Aquí, la cultura es el crecimiento acumulado del poder del hombre sobre la naturaleza, materializado en los instrumentos y práctica de trabajo y en el medio de los signos, el pensamiento, el conocimiento y el lenguaje, a través del cual pasa de una generación a otra como la “segunda naturaleza” del hombre (Cf. Woolfson, 1976).
La Ideología Alemana -de donde dependen muchas de estas formulaciones germinales- es el texto en el que Marx insiste que la historia no puede leerse como la suma de la conciencia de la humanidad. Las ideas, conceptos, etc., surgen “en el pensamiento”, pero deben ser explicados en los términos de la práctica material, no al revés. Esto es totalmente coherente con la idea general de que la cultura, el conocimiento y el lenguaje tienen sus bases en la vida material y social y no son independientes o autónomos de ella. No obstante, hablando en términos generales, Marx vio en este texto a las necesidades materiales muy directa y transparentemente reflejadas en la esfera del pensamiento, las ideas y el lenguaje; cambiando este último cuando, junto con el cómo, cambia su “base”. Una formulación social no es pensada como una serie de prácticas “relativamente autónomas, sino como una totalidad expresiva en la que las “necesidades” o tendencias de la base determinante están mediadas de un modo homólogo en los otros niveles, y donde todo deriva de “los hombres reales y activos” y sus “procesos activos de vida”, de su praxis histórica “bajo condiciones, presupuestos y límites materiales concretos independientes dé su voluntad”. En una formulación afín, pero ligeramente diferente, esperaríamos que cada una de las prácticas concernidas revelase “sorprendentes correspondencias”, siendo entendida cada una de ellas corno formas múltiples de “energía humana” (AS en Williams, 1961).
El problema es cómo dar cuenta del hecho de que, en la esfera de las ideas, el significado, el valor, los conceptos y la conciencia, los hombres pueden “experimentarse” a sí mismos de modos que no se corresponden plenamente con su situación real. ¿Cómo puede decirse de los hombres que tienen “falsa” conciencia de cómo se atienen a, o se relacionan con, las condiciones reales de su vida y producción? ¿Puede el lenguaje, el medio por el que se transmite la cultura humana en el “sentido antropológico”, convertirse también en instrumento por el que es “distorsionado”? (cf. Thompson, 1960); el instrumento con el que los hombres elaboran relatos y explicaciones, con el que dan sentido a su “mundo” y toman conciencia de él, ¿también les ata y traba en lugar de liberarles? ¿Cómo puede el pensamiento ocultar aspectos de sus condiciones reales en lugar de clarificarlas? En suma, ¿cómo podemos dar cuenta del hecho de que “en toda ideología” los hombres (que son los “productores de sus conciencias, ideas, etc.”) y sus circunstancias estén mistificados, “aparezcan boca abajo como en una cámara oscura”? Fundamentalmente, la razón se ofrece en la segunda mitad de la misma frase de La Ideología Alemana: esencialmente porque estos hombres están “condicionados por un desarrollo concreto de sus fuerzas productivas y de la relación correspondiente a éstas”. Porque los hombres son descentrados, por así decirlo, por las condiciones concretas en que viven y producen y dependen de condiciones y circunstancias que no han he ellos y en las que entran involuntariamente; porque los hombres no pueden, en un sentido pleno y no contradictorio, ser los autores colectivos de sus acciones. Sus prácticas no pueden realizar inmediatamente sus metas e intenciones. Por tanto, los términos mediante los que los hombres “descifran el sentido” de su mundo experimentan su situación objetiva como experiencia subjetiva y “toman conciencia” de lo que son no les pertenecen a ellos y, en consecuencia, no reflejarán con transparencia su situación. De ahí la determinancia fundamental de lo que Marx llamaba las “superestructuras”; el hecho de que las prácticas de estos dominios sean condicionadadas en otro lugar y sólo se experimenten y realicen en la ideología.
El concepto radicalmente limitativo de ideología tiene un efecto descentrador y desplazador sobre los procesos de libre desarrollo de la “cultura humana”. Revela la necesidad de “pensar” las disyunciones radicales y sistemáticas entre los niveles diferentes de cualquier formación social: entre las relaciones materiales de producción, las prácticas sociales en las que se constituyen las clases y otras relaciones sociales (aquí localiza Marx “las superestructuras”: sociedad civil, familia, formas político-jurídicas, el estado) y el nivel de las “formas ideológicas”, ideas, significados, conceptos, teorías, creencias, etc., y las formas de conciencia que les son apropiados (cf. la formulación en el famoso Prefacio, 1859. Bottomore y Rubel, 1963). En La Ideología Alemana -específicamente dedicada al tercer “nivel”, el cual, en el pensamiento alemán, había conseguido una autonomía positivamente estratosférica con respecto a la vida material y, al mismo tiempo, en la forma del Espíritu Absoluto de Hegel, se había instalado como el mismo motor del sistema-, Marx ofrece una relación más detallada de cómo surgen esas disyunciones. Con la división del trabajo (de la que depende la expansión de la producción material) aparece la distinción entre trabajo intelectual y manual: cada uno se instala en distintas esferas, en distintas prácticas e instituciones y, ciertamente en distintos estratos sociales (por ejemplo, la ascensión de la intelectualidad, los ideólogos profesionales): el trabajo intelectual aparece como plenamente autónomo de su base material y social y es proyectado en una esfera absoluta, “emancipándose de lo real”. Pero en las condiciones de la producción capitalista también los medios del trabajo intelectual son expropiados por las clases dominantes. De ahí llegamos no simplemente a la “ideología”, en cuanto que nivel necesario de cualquier formación social capitalista, sino al concepto de ideología dominante, de “ideas dominantes”. “La clase, que es la fuerza material dominante, es, al mismo tiempo, la fuerza intelectual dominante… tiene el control sobre los medios de producción intelectual, de modo que, hablando en términos generales, le están sometidas las ideas de quienes carecen de los medios de producción mental… Las ideas dominantes no son sino la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes… dadas como ideas; por tanto, de las relaciones que hacen de una clase la clase dominante y, en consecuencia, de las ideas de su dominancia… Hasta ahora en tanto que dominan como clase y determinar la extensión y el alcance de una época… dominan también como pensadores, como productores de ideas, y regulan la producción y distribución de las ideas de su época…” (Marx, 1965, p. 60).
En lo que sigue me concentraré específicamente en esta dimensión ideológica. pero hay que decir de antemano que el término cultura sigue teniendo una relación ambigua y no específica con el modelo aquí esbozado. Parece existir una discontinuidad teórica entre la problemática en la que se ha desarrollado el término “cultura” y los términos de la teoría clásica marxista. La ambigüedad surge porque si trasponemos la “cultura” a un marco de referencia marxista, aquélla parece referirse, al menos, a dos niveles, los cuales, si bien están estrechamente relacionados, al ser considerado bajo la única rúbrica de “cultura” tienden a unirse incómodamente. El modo de producción capitalista depende de la “combinación” de quienes poseen los medios de producción y los que sólo pueden vender su trabajo, junto con las herramientas e instrumentos de producción. En esta relación (”relaciones de/ fuerzas de producción”), el trabajo es el artículo que tiene la capacidad de producir un valor mayor que los materiales sobre los que trabaja: y esa plusvalía que queda cuando al trabajador se le pagan sus gastos de mantenimiento (salarios) es expropiado por los que poseen los medios de producción y realizado a través del intercambio de mercancías en el mercado. Esta relación, en el nivel del modo de producción, produce entonces las clases que constituyen el capitalismo en el campo de las prácticas y relaciones de clase (”las superestructuras”), y también, mediante sus propios mecanismos y efectos peculiares, en el campo de las ideologías y la conciencia. Ahora bien, las condiciones balos las que la clase trabajadora vive su práctica social mostrarán una forma distintiva, y esa práctica será conformada en cierta medida por esa clase (en la práctica y la lucha con otras clases), pudiendo decirse que esas formas constituyen los modos en que se organiza a sí misma socialmente: las formas de la cultura de la clase trabajadora. (En obras como Uses of Literacy, de Hoggart, y Classic Slum, de Roberts, se señalan algunos de los modos en que la “cultura” de esa clase, en períodos particulares, registra sus modos peculiares de existencia social y material.) Estas prácticas y relaciones de clase social encerrarán determinados valores y significados característicos de la clase, de cómo es vivida la “cultura”. Pero existe también un campo definido en el que las clases “experimentan” su propia práctica, obtienen de ella una especie de sentido, hacen una relación de ella y utilizan las ideas para producir una cierta coherencia imaginativa: es el nivel de lo que podríamos llamar la propia ideología. Su medio principal de elaboración es la práctica del lenguaje y la conciencia, pues el significado es dado a través del lenguaje. Estos “significados” que atribuimos a nuestras relaciones y por medio de los cuales captamos, en la conciencia, el modo en que vivimos y lo que hacemos, no son simples proyecciones teóricas e ideológicas de los individuos. “Dar sentido” de este modo es, fundamentalmente, localizarse uno mismo y a la experiencia y condiciones propias, en los discursos ideológicos ya objetivados, las series de “experienciaciones”, hechas y preconstituidas, mostradas y ordenadas a través del lenguaje que dan carne a nuestra esfera ideológica. Con frecuencia, y equivocadamente, se llama también “cultura” a este dominio de la ideología y la conciencia: aunque, como ya hemos visto, en la, ideología podemos. encontrar un reflejo preciso o uno distorsionado de la práctica, y no hay entre ellas una necesaria correspondencia transparente. Marx mismo ha contribuido a esta fusión al utilizar un solo término para las esferas de la práctica social de clase y para el campo de las ideologías: “las superestructuras” o, de modo más confuso incluso, “las formas ideológicas”. ¿Pero cómo pueden ser “formas ideológicas” tanto las prácticas vividas de la relaciones de clase como las representaciones mentales, imágenes y temas que las hacen inteligibles ideológicamente? Esta cuestión se hace aún más oscura ahora que comúnmente, y equivocadamente, interpretamos el término ideología en el sentido ele falsos: engaños imaginarios, creencias fantasmales sobre las cosas que parecen existir, pero que no son reales. Las ideas que tenemos sobre nuestras condiciones pueden ser “irreales”; ¿pero cómo pueden serlo las prácticas sociales? Permítasenos, para clarificar la cuestión, replantearla basándonos en un aspecto diferente de la teoría de Marx: el que contiene el germen, el esbozo, de la teoría más desarrollada de la ideología que siguió a la que hemos estado subrayando (cf. Mepham, 1974; Geras, 1972). Para Marx, el capitalismo es el modo de producción más dinámico y en rápida expansión que conoce hasta ahora la historia humana. Una consecuencia de su movimiento dinámico, pero antagonista es que, dentro de su lógica, la producción se va haciendo progresivamente dependiente de la creciente “socialización” o interdependencia del trabajo. En este nivel, el capitalismo contribuye al nuevo desarrollo y transformación de las facultades productivas del hombre. Pero esta continuada y multilateral interdependencia del trabajo en la esfera de la producción dentro del capitalismo es en todo momento realizada y organizada a través del mercado. Y en el mercado, la interdependencia multilateral de los hombres, la base de su “socialidad”, es experimentada como “algo ajeno y objetivo que se enfrenta al individuo, no como sus relaciones mutuas, sino como la subordinación a las relaciones que subsisten con independencia de ellos y que surgen de las colisiones entre individuos mutuamente indiferentes” (Marx, 1973, p. 157). Por tanto, el carácter progresivamente social de la producción aparece como una condición de la indiferencia y desconexión mutuas. Así, tanto la “socialización” del trabajo como su opuesto -la venta del trabajo como un artículo individual, la apropiación privada de sus productos, su fragmentación a través del mercado y el intercambio de artículos, etc.- son verdaderos; es decir, constituyen la naturaleza contradictoria y el carácter estructuralmente antagonista de su producción bajo las condiciones determinadas del capitalismo. Debemos empezar a captar de un modo análogo la naturaleza fundamentalmente antagonista de la cultura bajo las condiciones capitalistas.
Podemos descubrir algunas cuestiones críticas con respecto a cómo puede hacerse esto si seguimos por un momento el modo en que maneja Marx la contradicción entre el carácter social del trabajo y la naturaleza individual de su realización bajo el capitalismo. Esta dislocación de la producción social a la realización individual la lleva a cabo el intercambio de mercancías en el mercado. Desde luego, el mercado existe realmente. No es una quimera de la imaginación de nadie. Es una mediación que permite que un tipo de relación (social) aparezca (esto es, aparezca realmente) como otro tipo de relación (individual) (Marx, 1973, p. 225). Esta segunda relación no es “falsa” en el sentido de que no exista, pero es “falsa” en el sentido de que, dentro de sus límites, no puede expresar y encerrar la relación social plena sobre la que descansa el sistema en última instancia. El mercado representa un sistema que requiere producción e intercambio como si consistiese sólo de intercambio. Esta fue, por supuesto, la premisa clave de gran parte de la política económica. Tiene, por tanto, la función simultánea de: a) transformar una relación en su opuesta (cámara oscura); b) hacer que la última, que es parte de las relaciones de producción e intercambio bajo el capitalismo, aparezca como, o signifique, la totalidad (ésta es la teoría del fetichismo desarrollada en el capítulo 1 del Capital I); c) hacer que la última -los cimientos reales de la sociedad capitalista, la producción- desaparezca de la vista (el efecto de ocultamiento). Por tanto, sólo a través del mercado podemos “ver” que el trabajo y la producción son realizados; no podemos “ver” ya que es en la producción donde el trabajo es explotado y donde es extraído el sobrevalor. Estas tres “funciones” hacen que las relaciones de mercado bajo el capitalismo sean, simultáneamente, “reales” e ideológicas. No son ideológicas porque sean una fantasía, sino porque hay- una dislocación estructural entre lo que Marx llama los niveles de las “relaciones reales”, con las que el capitalismo dirige sus negocios, y la forma de la apariencia, las estructuras ideológicas y relaciones -lo que él llama las “formas fenoménicas”- por las que esos negocios se llevan a cabo. Esta distinción entre las “relaciones reales” y el cómo aparecen es el pivote absoluto de la teoría de la ideología contenida -de modo implícito aunque no teorizado- la obra última y más madura de Marx. Puede verse que, lejos de ser una relación homóloga entre la base material de la práctica, en el capitalismo, y el cómo aparecen, han de pensarse ahora, rigurosamente, como dos articulaciones, relacionadas, pero sistemáticamente dislocadas, de una formación social capitalista. Se relacionan, pero a través de sus diferencias sistemáticas; a través de una serie necesaria de transformaciones. El nivel de la ideología, de la conciencia y de la experiencia debe pensarse en los términos de este descentramiento de la práctica material a través de las relaciones y formas ideológicas. Debe haber distintos niveles de práctica en correspondencia con estas dos instancias de la formación social. Para entender el papel de la ideología debemos ser capaces de dar cuenta de los mecanismos que sostienen consistentemente, en la realidad, una serie de representaciones que no son muy falsas frente a las “relaciones reales” de las que dependen de hecho (que no son una falsa inflexión de ellas). (Recordemos que, puesto que el mercado existe y la gente compra y vende cosas, las ideologías de mercado se materializar en prácticas de mercado.)
Podemos dar este nuevo pase. Pues el trabajo social interdependiente no sólo aparece en la esfera mercado como una serie de relaciones mutuamente indiferentes e independientes, sino que este segundo nivel de relaciones ideológicas da lugar a toda una serie de teorías, imágenes, representaciones y discursos que lo llenan. Los diversos discursos sobre salarios, precios, sobre “el individuo vendedor y el comprador”, sobre el “consumidor”, sobre el “contrato de trabajo”; o las teorías elaboradas sobre contratos de propiedad encerradas en el sistema legal; o bien las teorías del individualismo posesivo, de los “derechos y deberes” individuales, de los “agentes libres”, de los “derechos del hombre” y de la “democracia”… en suma, la esfera enormemente compleja de los discursos legales, políticos, económicos y filosóficos que componen el denso complejo ideológico de una sociedad capitalista moderna está enraizada o deriva de las mismas premisas sobre las que se cimenta el mercado y las ideas de una “sociedad de mercado” y de la “racionalidad de mercado”. Marx aclara esta conexión en un párrafo enérgico en donde abandona “esta ruidosa esfera en donde todo tiene lugar en la superficie y a la vista de todos los hombres” y sigue el proceso capitalista en “la oculta morad: de la producción”. Con respecto a la última esfera, la del intercambio, comenta que “de hecho es un verdadero Edén de los derechos innatos de hombre. Ahí sólo gobierna la Libertad, la Igualdad, la Propiedad y Bentham. La libertad pues tanto los vendedores como los compradores de mercancía… son (es decir, parecen ser) constreñidos por su propia y libre voluntad… La igualdad, , pues cada uno entra (parece entrar) en relación con los otros como simple poseedor de bienes… La propiedad, pues cada uno dispone (parece disponer) sólo de lo que es suyo… Y Bentham, pues cada uno mira (parece mirar) sólo por sí mismo… Cada uno se preocupa de sí mismo y nadie se preocupa por el resto, y precisamente porque lo hacen así, de acuerdo con la armonía prestablecida de las cosas o bajo los auspicios de una providencia absolutamente sagaz, trabajan juntos para el bien de todos, la riqueza común y el interés global” (Capital I, p. 167). (Cf. Grundrisse, p 245, para nuestras clarificaciones.) Es crucial para la fuerza global de este pasaje irónico el que los discursos tanto de la vida cotidiana como de la alta teoría política, económica o legal surgen no sólo de la relación ideológica del intercambio del mercado, sino también (por ponerlo de una manera necesaria aunque desgarbada) del modo en que a las relaciones reales se les hace aparecer en la forma de relaciones ideológicas o “imaginarias” del intercambio del mercado. También es crucial el que la ideología sea ahora entendida no como lo que está escondido y oculto, sino precisamente como lo que es más abierto, aparente y manifiesto: lo que “tiene lugar en la superficie y a la vista de todos”. Lo que está escondido, reprimido o fuera de la vista son sus cimientos reales. Esta es la fuente o sede de su inconsciencia.
La cuestión es de la máxima importancia, pero no es fácil de captar. ¿Pues cómo puede ser inconsciente la esfera en la que pensamos, hablamos, razonamos, explicamos y nos experimentamos -la de las actividades de la conciencia? Podemos pensar aquí en una de las formas más obvias y “transparentes” de conciencia que opera en nuestra experiencia cotidiana y lenguaje ordinario: el sentido común. Lo que se entiende en nuestra sociedad por “sentido común” -el residuo de una sabiduría consensual, absolutamente básica y de acuerdo mutuo- nos ayuda a clasificar el mundo en términos simples, pero significativos. El sentido común no requiere razonamiento, argumento, lógica ni pensamiento: podemos disponer de él espontáneamente, es totalmente reconocible y ampliamente compartido. Parece, ciertamente, como si siempre hubiera estado ahí, como el lecho de la sabiduría sedimentada de la “raza”, como una forma de sabiduría “natural”, como el contenido que apenas ha cambiado con el tiempo. Sin embargo, el sentido común tiene un contenido y una historia. Como nos recuerda Nowell Smith (1974), cuando Robinson Crusoe se quedó valiéndose por sí mismo en su estado natural sobre usa isla desierta, lo que desarrolló espontáneamente no eran ideas universalmente comunes, siso una mentalidad definidamente “capitalista primitiva”. Del mismo modo, 1as formas contemporáneas del sentido común se acompañan de restos y trazas de sistemas ideológicos anteriores más desarrollados y su punto de referencia es, sin excepción, lo que pasa como la sabiduría de nuestras época y sociedad particulares aunque cubierto con el brillo del tradicionalismo. Es precisamente su cualidad “espontánea”, su transparencia, su “naturalidad”, su rechazo a que e examinen las premisas en que se fundamenta, su resistencia el cambio o la corrección, su efecto de reconocimiento instantáneo y el círculo cerrado en que se mueve lo que hace del sentido común, simultáneamente, algo “espontáneo”, ideológico e inconsciente. Mediaste el sentido común so se puede aprender cómo son las cosas: sólo se puede descubrir dónde se adecúan en el esquema de cosas existente. De este modo, es su mismo “dar por supuesto” lo que lo establece como un medio es el que sus propias premisas y presuposiciones se están volviendo invisibles por su transparencia aparente (cf. Gramsci, 1968). Marx hablaba en este sentido general de las formas ideológicas en que los hombres “devienen conscientes”: tratando el proceso del devenir consciente (tanto de su modo activo y revolucionario como del modo pasivo y de sentido común) como un proceso definido, con su propia lógica, mecanismos y efectos, que no ha de ser condensado o fundido con otras prácticas sociales. También en este sentido general habla Althusser de la ideología es cuanto que “esa nueva forma de insconsciencia específica llamada ‘conciencia’” (1965). Althusser argumenta que, aunque las ideologías sueles estar formadas de sistemas de representaciones, imágenes y conceptos, “es sobre todo en tanto que estructuras como se de imponen a la gran mayoría de los hombres. Son objetos culturales percibidos-aceptados-sufridos y actúan funcionalmente sobre los hombres mediante un proceso que se les escapa”. Las ideologías son, por tanto, la esfera de lo vivido; la esfera de lo experimentado y no la del “pensamiento”. “En la ideología los hombres no expresan la relación entre ellos v sus condiciones de existencia [por ejemplo,[ ]la socialización del trabajo en el capitalismo, sino el modo en que ‘viven’ la relación entre ellos y sus condiciones dé existencia [es decir, el modo en qué vivimos mediante las relaciones del mercado, las condiciones reales de la producción capitalista]…, la expresión de la relación entre los hombres y su ‘mundo’…, la (excesivamente determinada) unidad de la relación real y la relación imaginaria entre ellos y las condiciones reales de existencia” (Althusser, 1965). Es ésta una reformulación crucial.
Podemos ver que este modo de conceptualizar la cultura y la ideología implica un modo muy diferente de “pensar” la relación entre la base material y las complejas superestructuras que el que parece encontrarse en el núcleo de La Ideología Alemana. Althusser y su “escuela” han sido los principales responsables de las críticas al modo “historicista-humanista” en que son conceptualizados es ese texto, y en los teóricos siguientes que partieron de él, los diferentes niveles de la práctica social. Le llama “hegeliano”, porque aunque la sociedad es considerada repleta de contradicciones, mediaciones movimientos dialécticos, sin embargo, al final la formación social es reducible a usa estructura simple con “un principio de unidad interna” que se “desenrolla” uniformemente por todos los diferentes niveles. Es una concepción de una formación social como una “totalidad expresiva”. Cuando este modo de pensar una sociedad cae dentro del objetivo de Marx de “determinación en última instancia por lo económico”, entonces todos los otros niveles de la formación social -la vida civil, las formas del estado y las prácticas políticas, ideológicas y teóricas- son, es última instancia, “expresivos de” una única contradicción y, por tanto, reducibles a ella; “son movidos por el juego simple de un principio de contradicción simple” (Althusser, 1965, p. 103). Partiendo de esta “base”, las formas ideológicas y culturales apareces simplemente como varias objetivaciones reflexivas de una praxis humana única y so diferenciada, la cual, en las condiciones capitalistas de producción, deviene reificada y alienada: su “principio de unidad interna sólo es posible a condición de tomar toda la vida concreta de un pueblo por la externalización-alienación de un principio espiritual interno”. Frente a esto, Althusser propone que debemos entender una formación social como “una totalidad compleja y estructurada siempre previamente”. No hay una esencia simple, subyacente o anterior a esta complejidad estructurada a la que cualquier práctica -por ejemplo, la producción de la ideología- pueda ser reducida efectivamente. Como Marx mismo argumentaba, “la categoría económica más simple… sólo puede existir como la relación unilateral y abstracta de usa totalidad concreta, viva y dada previamente” (Marx, 1973, Introducción.) Debemos “pensar”, por tanto, que una sociedad o formación social está siempre constituida por una serie de prácticas complejas; cada una tiene su propia especificidad, sus propios modos de articulación; mantiene un “desarrollo desigual” al de otras prácticas conexas. Cualquier relación que esté dentro de esta complejidad estructurada tendrá su registro, sus “efectos”, en todos[ ]los otros niveles de la totalidad: el económico, social, político e ideológico; ninguno puede ser reducido o destruido por otro. Sin embargo, si esta formación social -conceptualizada ahora no como una “base económica” y sus “superestructuras reflexivas”, sino más bien como un complejo de estructura-superectructura- no es conceptualizada como una serie de prácticas totalmente independientes, autónomas y no relacionadas, entonces esta relacionalidad debe ser “pensada” a través de los diferentes mecanismos y articulaciones. que conectan a una con otra dentro de la “totalidad”; articulaciones que no se dan en un tándem inevitable, sino que son vinculadas a través de sus diferencias, a través de las locaciones entre ellas, en lugar de mediante su similitud, correspondencia o identidad (cf. Hall, 1974). El principio de determinación -que, como vimos, es fundamental para cualquier teoría materialista- debe ser pensado, por tanto, no como la simple determinación de un nivel (por ejemplo, el económico) sobre todos los demás, sino como la suma estructurada de las diferentes estructuraciones, de sus efectos globales. Althusser da el termino “sobredeterminación” a este doble modo de concebir la “autonomía relativa” de las prácticas y su “determinación en última estancia”. Cuando se da una fusión “o coyuntura de ruptura” entre todos los niveles diferentes no se debe a que el “económico” (”Su Majestad la Economía”) se ha separado y “aparecido” por sí mismo como un principio desnudo de determinación, sino a que las contradicciones de todos los niveles diferentes se han acumulado dentro de una sola coyuntura. Esa coyuntura está entonces sobredeterminada por todas las otras instancias y efectos: está “estructurada en dominancia” (Althusser, 1965).
Podemos tratar ahora de “aprovechar” este modo definido de pensar la interrelación de las prácticas y relaciones que hay dentro de una formación social considerando el nivel de la “práctica ideológica” y su mediador principal: el lenguaje. La producción de los diversos tipos de conocimiento social tiene lugar con la mediación del pensamiento, la conceptualización y la simbolización. Opera principalmente a través del lenguaje: esa serie de signos y discursos objetivos que encierran materialmente los procesos del pensamiento y sirven de mediación de la comunicación del pensamiento en la sociedad. El lenguaje, tal como insistía Saussure, es fundamentalmente social. El individuo sólo puede pensar y hablar si se sitúa primero dentro del sistema del lenguaje. Ese sistema es sostenido y construido socialmente: no puede ser elaborado partiendo sólo del hablante individual. Por tanto, el habla y los otros discursos -incluyendo lo que Volosinov llama “discurso interno”- constituyen sistemas de signos que objetivan y sirven de mediación al “pensamiento”: nos hablan a nosotros tanto como nosotros hablamos en y a través de ellos. Para expresarnos dentro de este sistema objetivado de signos hemos de tener acceso a las normas y convenciones que gobiernan el habla y la articulación, así como a los diversos códigos -el número y disposición precisos de los códigos variará de una comunidad lingüística y cultural a otra- a través de los cuales es clasificada la vida social en nuestra cultura.
Puesto que toda la vida social, toda faceta de la práctica social, es mediada por el lenguaje (concebido como un sistema de signos y representaciones, dispuesto por códigos y articulado mediante diversos discursos), éste entra plenamente en la práctica material y social. Su distribución y usos estarán fundamentalmente estructurados por todas las otras relaciones de la formación social que lo emplea. Volosinov (1973) observa que “las formas de los signos vienen condicionadas, sobre todo, por la organización social de los participantes implicados y también por la condición inmediata de su interación”. Vygotsky insiste en que el lenguaje, como todos los otros fenómenos sociales, está “sometido a todas las premisas del materialismo histórico”. Su uso reflejará, por tanto, la estructuración clasista de las relaciones sociales capitalistas. Será dependiente de la naturaleza de las relaciones sociales en que se encuentra, del modo en que están socialmente organizados los que lo usan, así como de los contextos materiales y sociales en que es empleado. Al mismo tiempo, este “mundo de signos” y discursos tiene sus propias leyes internas, normas, códigos y convenciones, sus propios modos y mecanismos. El principal elemento para la articulación del lenguaje es el signo. Los signos son el registro material del significado. Los signos comunican no sólo porque son fenómenos sociales y forman parte de la realidad material, sino por la función específica que tienen de refractar esa realidad de la que forman parte. Como los lingüistas estructurales han demostrado, un signo no lleva significado refiriéndose unilateralmente a un objeto o acontecimiento del “mundo real”. No existe tal relación transparente y unilateral entre el signo, la cosa a que se refiere y lo que esa cosa “significa”. Los signos comunican significado porque el modo en que están internamente organizados dentro de un sistema lingüístico o serie de códigos específicos articula el modo en que las cosas se relacionan dentro del mundo social objetivo. Según Barthes (1967), “los signos están al mismo tiempo en uno y en dos reinos flotantes”. Así, los acontecimientos y relaciones del mundo “real” no tienen un significado natural, necesario y no ambiguo que sea proyectado simplemente, por medio de signos, lenguaje. La misma serie de relaciones sociales puede ser organizada de modo diferente para tener un significado dentro de sistemas lingüísticos y culturales diferentes. (Incluso en el nivel más simple sabemos que los esquimales tienen diferentes términos para lo que nosotros llamamos “nieve”.) Y esta disyunción entre los diferentes modos de clasificar un dominio de a vida social en diferentes culturas es aún más sorprendente cuando pasamos de la denotación de objetos naturales a la significación de relaciones sociales complejas. Determinados dominios ideológicos estarán plenamente inscritos ideológicamente en una formación social, completamente articulada en un campo complejo de signos ideológicos, mientras que otros permanecerán relativamente “vacíos” y sin desarrollar. Más que decir con respecto a tales relaciones que “tienen un significado” debemos pensar en lenguaje como que permite que las cosas signifiquen. Esta es la práctica social de la significación: la práctica a través de la cual se cumplen el “trabajo” de la representación cultural e ideológica. De ello se deduce que los modos en que los hombres llegan a entender su relación con sus condiciones reales de existencia bajo el capitalismo están sometidos al relé del lenguaje: y esto es lo que posibilita el desplazamiento o inflexión ideológicos, por lo que las relaciones “reales” pueden ser culturalmente significadas e ideológicamente inflexionadas como una serie de “relaciones vividas imaginarias”. Como dice Volosinov, “un signo no existe simplemente como una parte de la realidad, refleja y refracta otra realidad. Por tanto, puede distorsionar esa realidad, o ser cierto para ella, o puede percibirla desde un punto de vista especial, etc. Todo signo está sometido a los criterios de evaluación ideológica… El dominio de la ideología coincide con el dominio de los signos. Se igualan el uno al otro. La ideología está presente siempre que hay un signo. Todo lo ideológico posee un valor semiótico” (1973). Volosinov reconoce que en cualquier formación social esta esfera será organizada en un complejo campo ideológico de discursos, cuyo propósito es dotar a las relaciones sociales, que son tomadas como “inteligibles” dentro de ese campo particular, de un tipo “definido” y cierto de inteligibilidad: “el dominio de la imagen artística, el símbolo religioso, la fórmula científica, la norma judicial, etc. Cada campo de creatividad ideológica tiene su propio tipo de orientación hacia la realidad, y la refracta según sus propios modos. Cada campo ordena su propia función especial dentro de la unidad de la vida social. Pero es su carácter semiótico el que coloca a todos los fenómenos ideológicos bajo la misma condición general” (Volosinov, 1973, pp. 10-11). Poulantzas ha tratado recientemente de describir las diversas regiones en las que se organizan bajo el capitalismo las ideologías dominantes. Argumenta que en el capitalismo, la región jurídico-política de la ideología jugará un papel dominante; siendo su función, en parte, esconder o “enmascarar” el papel determinante que juega el nivel económico en este modo de producción; y, por tanto, “todo sucede como si el centro de la ideología dominante no estuviera nunca en el lugar en donde debe ser buscado el conocimiento real”; y añade que las otras regiones ideológicas -las ideologías filosóficas, religiosas y morales- tenderán a “tomar prestadas las nociones” de esa instancia (la jurídico-política), que es la que juega el papel dominante (Poulantzas, 1965, pp. 211-12). Aceptemos o no este resumen particular, tiene una importancia decisiva para el entendimiento de que las ideologías no son simplemente “comprensiones falsas” de los individuos, y que tampoco puede ser conceptualizado el individuo como 1a fuente o autor de la ideología. (Insistimos en este punto, puesto que uno de los recientes desarrollos de la teoría materialista, que trata de combinar el marxismo con el psicoanálisis freudiano, considera que el momento fundamental en que el individuo “toma posición” en la ideología se produce en un proceso inconsciente, individual y transcultural en el momento en que, mediante el complejo de Edipo, los hombres “entran en la cultura”.) Tan importante como esta teorización que da cuenta del momento subjetivo de la entrada en la ideología, es el hecho de que pone de relieve que la ideología en cuanto práctica social forma parte del “sujeto” situándose en el complejo específico, es decir, el campo objetivado de discursos y códigos de los que dispone en la cultura y el lenguaje de una coyuntura histórica y particular: es lo que C. Wright Mills llama “acciones situadas” y “vocabularios de motivos” (Mills, 1963).
Como ha observado Eco, “la semiología nos muestra el universo de las ideologías ordenado en códigos y subcódigos dentro del universo de signos” (Eco, “Articulations of The Cinematic Code”). Es, principalmente, la naturaleza de los signos y la disposición de éstos en los diversos códigos y subcódigos, conjuntos y subconjuntos, y lo que se ha llamado la “intertextualidad” de los códigos, lo que permite que esta “obra” de significación cultural se cumpla incesantemente en las sociedades. Los códigos connotativos que permiten a un signo “hacer referencia” a un amplio dominio de significados, relaciones y asociaciones sociales son los medios por los que las formas ampliamente distribuidas del conocimiento social, las prácticas sociales y el conocimiento dado por supuesto que todo miembro de la sociedad posee de sus instituciones, creencias, ideas y legitimaciones, “se producen dentro del horizonte” del lenguaje y la cultura. Estos códigos constituyen las estructuras cruzadas de referencia, las sedimentaciones del significado y la connotación, que cubren el rostro de la vida social y lo hacen clasificable, inteligible y significativo (Hall, 1972; 1974). Constituyen los “mapas del significado” de una cultura. Barthes los llama “fragmentos de ideología”… “Estos significados tienen una comunicación muy estrecha con la cultura, el conocimiento y la historia, y es a través de ellos, por así decirlo, cómo el mundo del entorno invade el sistema [del lenguaje]” (Barthes, 1967). A cada uno de estos léxicos culturales “le corresponde… un corpus de prácticas y técnicas; estas colecciones implican por parte de los consumidores del sistema… diferentes grados de conocimiento (de acuerdo con las diferencias en ’su cultura’) que explican cómo el mismo léxico… puede ser descifrado de modo diferente de acuerdo con el individuo concernido sin dejar de pertenecer por ello a un ‘lenguaje’ dado…” (op. cit.). Las diferentes áreas de la vida social, los diferentes niveles y tipos de relación y práctica parecen estar coexionados en una inteligibilidad social por un tejido de significados promovidos. Estas redes se agrupan en dominios que parecen vincular de modo natural, determinadas cosas con otras dentro de un contexto y excluir otras. Por tanto, estos dominios del significado tienen refractados dentro de sus esquemas clasificatorios todo el orden y la práctica social.
Sin embargo, Marx insisitió no sólo en que los hombres viven “en la ideología” sus relaciones con sus condiciones reales de la existencia, sino también en que, en el modo capitalista de producción, “pensarán” esas condiciones, en general, dentro de los límites de una ideología dominante, y que, generalmente, ésta tenderá a ser la ideología de las clases dominantes. El hecho de que en el capitalismo el proletariado “viva” la socialización colectiva del trabajo a través de la forma fragmentaria del mercado y piense esta condición de su vida material dentro de los discursos que organizan ideológicamente las prácticas del mercado (o que en el capitalismo el proletariado “viva” la explotación del sobrevalor en la “forma ideológica” de salarios; forma que da lugar a sus propios discursos ideológicos: luchas por salarios, economicismo, lo que Lenin llamaba “conciencia sindical”, “el salario de unos días por el trabajo de un día”, etc.) no es para Marx simplemente un rasgo descriptivo del capitalismo. Estas inflexiones ideológicas actuad como pivote del mantenimiento de las relaciones capitalistas y su dominio continuado dentro de la formación social. Por tanto, antes de considerar el papel que puedan tener los medios de comunicación de masas en relación con estos procesos habremos de examinar brevemente cómo es entendida esta noción de ideología dominante. ¿Qué relación tiene una ideología dominante con la clase “dominante” y con la “dominada”? ¿Qué funciones realiza para el capital y para la continuación de las relaciones capitalistas? ¿Cuáles son los mecanismo por los que funciona esta “obra”?
Tres conceptos relacionados de “dominación”
En un artículo reciente, que representa una considerable modificación con respecto a su posición anterior, Raymond Williams dice que “en un período particular hay un sistema central de prácticas, significados y valores a los que podemos llamar con propiedad dominantes y efectivos… que son organizados y vividos”. Este es entendido no como una estructura estática, “las cáscaras secas dula ideología” (Williams, 1973), sino como un proceso: el proceso de incorporación. Williams cita a las instituciones educativas como uno de los principales agentes de este proceso. Por medio de éstas son “elegidos y enfatizados” ciertos significados y valores disponibles mediante los que los diferentes sectores de la humanidad viven sus propias condiciones, mientras que otros significados y valores son despreciados. Todavía es más importante el hecho de que muchos significados y valores que están fuera del énfasis selector de este núcleo central sean continuamente “reinterpretados, diluidos o formalizados de modo que apoyen o, al menos, no contradigan a otros elementos de la cultura dominante efectiva”. Por tanto, el sistema dominante debe hacerse y rehacerse continuamente para “contener” a los significados, prácticas y valores que se le oponen. Williams entiende, por tanto, que cualquier sociedad contiene muchos más sistemas de significados y valores que los incorporados en su “sistema central de prácticas, significados y valores”; “ningún modo de producción y, por tanto, ninguna sociedad ni orden dominante… y, por tanto, ninguna cultura dominante agota, en realidad, la práctica, la energía y la intención humanas”. Lo que constituye entonces la “dominancia” de estos significados y prácticas dominantes son los mecanismos que permiten seleccionar, incorporar y, por tanto, también excluir elementos de “toda la gama de la práctica humana” (juega aquí un papel clave la selectividad de la tradición). Williams identifica dos clases alternativas de significado y práctica. Están las formas “residuales” de la cultura alternativa o de oposición, que consisten en significados y valores que no pueden encontrar expresión dentro de la estructura dominante, “pero que se extraen principalmente de: pasado y de un estado anterior de la formación social”. Las ideas asociadas con el pasado rural y con la “sociedad orgánica” son ejemplos de elementos residuales de nuestra cultura. Con frecuencia han formado la base (la tradición inglesa de “cultura y sociedad” es el mejor ejemplo) de una crítica a las formas y tendencias existentes, pero “las amenazan”, por así decirlo, desde el pasado. Las formas emergentes constituyen el campo de nuevas prácticas, significados y valores. Tanto las formas residuales de la cultura corno las emergentes pueden, claro está, “incorporarse” parcialmente a la estructura dominante: o pueden quedar como una desviación o un enclave que varía del énfasis central, pero sin amenazarlo.
A pesar de su continuo énfasis en la experiencia y la intención, esta definición que hace Williams de la “cultura dominante” debe mucho a la noción axial gramsciana de hegemonía (Gramsci, 1968). Según Gramsci, existe “hegemonía” cuando una clase dominante (o más bien una alianza de fracciones dominantes de clase, “un bloque histórico”) no sólo es capaz de obligar a una clase subordinada a conformarse a sus intereses, sino que ejerce una “autoridad social total” sobre esas clases y la formación social en su totalidad. Hay “hegemonía cuando las fracciones de clase dominante no sólo dominan, sino que dirigen y conducen: cuando no sólo poseen el poder coercitivo, sino que también se organizan activamente para imponer su continuo dominio y obtener el consentimiento de las clases subordinadas. La “hegemonía” depende, por tanto, de una combinación de fuerza y consentimiento. Pero en el estado liberal capitalista, argumenta Gramsci, el consentimiento suele estar primero, y opera detrás, “la fuerza de la cooerción”. En consecuencia, la hegemonía no puede obtenerse sólo en la esfera productiva y económica: debe organizarse al nivel del estado, la política y las superestructuras, constituyendo estas últimas el terreno sobre el que se realiza”. En parte, la “hegemonía” se logra mediante la contención de las clases subordinadas dentro de la “superestructura”. Pero lo que es crucial es que esas estructuras de la “hegemonía” trabajan mediante la ideología. Ello significa que las “definiciones de la realidad”, favorables a las fracciones de la clase dominante e institucionalizadas en las esferas de la vida civil y el estado, vienen a constituir la “realidad vivida” primaria para las clases subordinadas. De este modo, la ideología suministra el “cemento” de una formación social, “preservando la unidad ideológica de todo el bloque social”. Esto no se debe a que las clases dominantes puedan prescribir y proscribir con detalle el contenido mental de las vidas de las clases subordinadas (éstas también “viven” sus propias ideologías), sino a que se esfuerzan, y en cierto grado consiguen, por enmarcar dentro de su alcance todas las definiciones de la realidad, atrayendo todas las alternativas a su horizonte de pensamiento. Fijan los límites -mentales y estructurales- dentro de los que “viven” las clases subordinadas y dan sentido a su subordinación de un modo que se sostenga su dominancia sobre ellas. Gramsci deja bien claro que la hegemonía ideológica debe obtenerse y preservarse mediante las ideologías existentes, y que en cualquier caso aquella representará un campo complejo (no una sola estructura unívoca) que tendrá “rastros” de sedimentaciones y sistemas ideológicos anteriores y complejas notaciones ideológicas referidas al presente. La “hegemonía” no puede mantenerse mediante una “clase dominante” única y unificada, sino sólo mediante una alianza coyuntural particular de fracciones de clase; así, el contenido de la ideología dominante reflejará esta formación interior compleja de las clases dominantes. La hegemonía se logra por medio de las superestructuras -la familia, sistema educativo, iglesia, medios de comunicación e instituciones culturales-, así como por la acción coercitiva del estado: mediante la ley, la policía, el ejército, que también, parcialmente, “actúan por medio de la ideología”. Es crucial para entender el concepto de hegemonía considerar a ésta no como un estado de cosas “dado” y permanente, sino que ha de ser ganada y asegurada activamente: también puede ser perdida. Gramsci estaba preocupado por la sociedad italiana, en la cual, durante largos períodos, diversas alianzas de las clases dominantes habían gobernado por medio de la “fuerza” sin un liderazgo autorizado y legitimado en el estado. No hay hegemonía permanente: sólo puede establecerse y analizarse en coyunturas históricas concretas. La otra cara de esto es que ni siquiera en condiciones hegemónicas puede haber una incorporación o absorción total de las clases subordinadas (por ejemplo, como la prevista por Marcuse en El Hombre Unidimensional). Las clases dominadas, que tienen sus propias bases objetivas en el sistema de relaciones productivas, así como sus propias formas definidas de vida social y prácticas de clase, mantienen -a menudo como una estructura separada, distinta, densa y cohesiva- una cultura corporada de clase que es, sin embargo, contenida. Cuando estas clases subordinadas no son lo bastante potentes o no están suficientemente organizadas como para representar una fuerza “contrahegemónica” frente al orden existente, sus propias instituciones y estructuras corporadas pueden ser utilizadas por la estructura dominante (hegemónica) como un medio de forzar la continuación de la subordinación. Los sindicatos, que surgen como una serie de instituciones defensivas de la clase trabajadora, pueden ser utilizados, sin embargo, para suministrar una estructura que perpetúe la corporatividad de esa clase, restringiendo su oposición a los límites que el sistema puede contener (por ejemplo, el “economicismo”). Sin embargo, para Gramsci esto no representa la desaparición total de una clase subordinada en la cultura de un bloque hegemónico, sino la complementariedad lograda entre las clases hegemónica y subordinada y sus culturas. Esta complementariedad -que Gramsci considera un equilibrio inestable- es el única momento de la lucha de clases que nunca desaparece, pero puede ser más o menos abierto, más o menos contenido, y puede haber mayor o menor oposición. En general, por tanto, la “hegemonía” consigue el establecimiento de un cierto equilibrio en la lucha de clases de modo que, cualesquiera que sean las concesiones que el “bloque” dominante tenga que hacer para obtener el consentimiento y la legitimidad, su base fundamental no dará la vuelta. “En otras palabras, el grupo dominante está coordinado concretamente con los intereses generales de los grupos subordinados, y la vida del estado es concebida como un proceso continuo de formación y desaparición de los equilibrios inestables… entre los intereses del grupo fundamental y los de los grupos subordinados; equilibrios entre los que prevalecen los intereses del grupo dominante, pero sólo hasta un cierto punto; esto es, deteniendo por un tiempo los intereses económicos estrechamente corporados” (Gramsci, 1968, p. 182). Para Gramsci esto suele tener mucha relación con el modo en que, al nivel de las superestructuras y el estado, los intereses particulares pueden ser representados como “intereses generales” para todas las clases.
La inmensa revolución teórica que representa el concepto de “hegemonía” de Gramsci (en comparación, por ejemplo, con las formulaciones más simples y mecánicas de muchas partes de La ideología Alemana) no será nunca lo bastante enfatizada. Por medio de este concepto, Gramsci amplía considerablemente toda la noción de dominación. La coloca, fundamentalmente, en “las relaciones entre estructura y superestructura, que deben ser planteadas y resueltas con precisión si se quiere analizar correctamente a las fuerzas que son activas en un período particular…” (p. 177). Al hacerlo así sitúa el concepto a una distancia crítica de todos los tipos de reduccionismo económico o mecánico, del “economicismo” o de la teoría de la conspiración. Redefine todo el concepto de poder dando pleno peso especifico a sus aspectos no coercitivos. Sitúa también la noción de dominación lesos de la expresión directa de los intereses estrechos de clase. Entiende que la ideología no es “psicológica o moralista, sino estructural y epistemológica”. Pero por encima de todo nos permite empezar a captar el papel central que juegan las superestructuras, el estado y las asociaciones civiles, la política y la ideología, para asegurar y cimentar las sociedades “estructuradas en dominancia” y para conformar activamente toda la vida socia:, ética, mental y moral, en sus tendencias globales, a los requerimientos del sistema productivo. Este concepto ampliado de poder de clase y de ideología ha suministrado una de las bases teóricas más avanzadas para la elaboración de una teoría “regional” de las esferas, con frecuencia despreciadas y reducidas, de los complejos ideológicos y estructurales de las sociedades capitalistas.
El tercer concepto de dominación ha estado también muy inspirado en Gramsci, aunque es crítico con respecto a los rastros de “historicismo” que hay en la aproximación filosófica de Gramsci al materialismo. Se trata de la tesis señalada de modo exploratorio en el importante e influyente ensayo de Althusser, “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado” (1971). Introduce la noción clave de reproducción, que ha jugado un papel extremadamente importante en las recientes teorizaciones sobre estas cuestiones. Dicho brevemente, Althusser argumenta que el capitalismo, como sistema productivo, reproduce las condiciones de producción “a escala ampliada” y que ésta debe incluir la reproducción social: la reproducción de la fuerza de trabajo y de las relaciones de producción. Estas incluyen los salarios, sin los cuales la fuerza de trabajo no puede reproducirse; las habilidades, sin las cuales la fuerza de trabajo no puede reproducirse como una “fuerza productora” en desarrollo; y las “ideas apropiadas”: “una reproducción de su sumisión a las normas del orden establecido, es decir, una reproducción de la sumisión a la ideología que domina sobre los trabajadores y una reproducción de la capacidad de los agentes de la explotación y represión de manipular correctamente la ideología dominante… es por medio y bajo las formas de la sujeción ideológica como puede preverse la reproducción de las habilidades de la fuerza de trabajo” (Althusser, 1971, p. 128). Pero esta noción ampliada de “reproducción social” requiere precisamente la actuación de todos los aparatos que aparentemente no tienen vinculación directa con la producción como tal. La reproducción de la fuerza de trabajo por medio del salario necesita de la familia; la reproducción de las habilidades y técnicas avanzadas necesita del sistema educativo; la “reproducción de la sumisión a la ideología dominante” requiere las instituciones culturales, la iglesia, los medios de comunicación de masas, los aparatos políticos y la dirección global del estado, que en el capitalismo avanzado lleva de forma creciente a su terreno a todos estos otros aparatos no productivos. Como el estado es la estructura que asegura que “esta reproducción social” se realice a) con el consentimiento de toda la sociedad, puesto que el estado es considerado como “neutral”, por encima de los intereses de clases, y b) mediante los intereses a largo plazo de la hegemonía continuada del capital y del bloque dominante, Althusser llama a todos los aparatos implicados en este proceso (estén o no estrictamente organizados por el estado) “Aparatos Ideológicos de Estado”. (De hecho, tanto Althusser como Poulantzas -que sigue al primero muy de cerca en esto- exageran el papel del estado y subvaloran el de los otros elementos de la reproducción de las relaciones sociales capitalistas.) A diferencia de las instituciones coercitivas del estado, los AIE “dominan” principalmente por medio de la ideología. Althusser reconoce que las clases dominantes no “dominan” directamente o en su propio nombre y el de intereses abiertos, sino que con los necesarios desplazamientos, que ya examinamos antes, lo hacen mediante las estructuras de “clase neutral” del estado y con el campo, complejamente construido, de las ideologías. Pero la “diversidad y contradicciones” de las diferentes esferas en que funcionan los diversos aparatos están unificadas, sin embargo, “bajo la ideología dominante”. En este campo Althusser da un primer puesto a lo que llama la pareja “Escuela-Familia”. Entiende aquí la “ideología dominante” en los términos de su exposición (resumida antes), como el “sistema de ideas y representaciones” por medio de las cuales los hombres entienden y “viven” una relación imaginaria con sus condiciones reales de existencia: “Lo que se representa en la ideología no es, por tanto, el sistema de relaciones reales que gobierna la existencia de los hombres, sino la relación imaginaria de aquellos individuos con las relaciones reales en que viven”.
Aquí Althusser, a pesar de las importantes diferencias en cuanto a terminología y perspectiva teórica, se está acercando mucho al terreno de la obra de Gramsci (mucho más que en las formulaciones, reconocidas ahora como excesivamente teóricas, de algunas partes de Para leer “El Capita”"); pero hay al menos dos significativas diferencias de énfasis. En primer lugar, Althusser insiste en que puesto que el terreno de las ideologías no es simple, sino complejo, y no se compone de “ideas dominantes” simples, sino de un campo de temáticas ideológicas constituido por la relación, “en las ideas”, entre la clase dominante y las subordinadas, lo que reproducen los AIE debe ser la ideología dominante “precisamente en sus contradicciones”. De este modo la reproducción ideológica se convierte “no sólo en la apuesta, sino también en la sede de la lucha de clases.. “. En segundo lugar, insiste en que la “unidad” que consiguen los AIE se acerca más a una “armonía de saludar con los dientes” que a una “adecuación” funcional. Pero estos dos aspectos de sus Notas -la idea de la lucha continuada y la de una reproducción contradictoria en la esfera de la ideología-, aunque insiste activamente en ellos, parecen, de hecho, marginales al núcleo teórico de su argumento, que se centra en el concepto de la reproducción continuada de las relaciones sociales de un sistema. Dicho concepto (en comparación con Gramsci) hace del esbozo de Althusser algo más funcionalista de lo que a él le hubiera gustado.
¿Qué “hace” la ideología por el orden capitalista dominante?
Gramsci, siguiendo a Marx, sugirió que las supreestructuras tenían “dos grandes pisos”: la sociedad civil y el estado. (Recordemos que Marx les había llamado a ambos “formas fenoménicas” o “ideológicas”. Hemos de tener en cuenta que Gramsci es particularmente confuso por lo que respecta a la distinción entre ambos; materia que se hace aun más compleja porque, en las condiciones del capitalismo monopolista avanzado, los límites entre los dos “pisos” son, al menos, vacilantes. Cf. Gramsci, 1968, p. 206 ss.) Una forma de pensar la función general de la ideología en relación con estas dos esferas es en los términos de lo que Poulantzas (1968) llama separación y unificación. En la esfera de las relaciones de mercado y del “interés privado egoísta” (la esfera, preminente, de la “sociedad civil”) las clases productivas aparecen o son representadas como a) unidades económicas individuales impulsadas sólo por intereses privados y egoístas, que están b) vinculadas por multitud de contratos invisibles: la “mano oculta” de las relaciones capitalistas de intercambio. Como ya hemos observado, esta representación tiene el efecto, en primer lugar, de cambiar el énfasis y la visibilidad desde la producción al intercambio; en segundo lugar, de fragmentar las clases en individuos; en tercer lugar, unir a los individuos en esa “comunidad pasiva” de consumidores. Asimismo, en la esfera del estado y de la ideología jurídico-política, las clases políticas y las relaciones de clase son representadas como sujetos individuales (ciudadanos, el votante, el individuo soberano a los ojos de la ley y el sistema representativo, etc.); y esos sujetos legales, políticos e individuales son entonces “reunidos” en tanto que miembros de una nación, unidos por el “contrato social” y por su “interés general” mutuo y común. (Marx llama al interés general “precisamente la generalidad de los intereses egoístas”.) Nuevamente se enmascara la naturaleza de clase del estado: las clases son redistribuidas en sujetos individuales: y estos individuos son unidos dentro de la coherencia imaginaria del estado, la nación y el “interés nacional”. Es sorprendente cómo muchas de las regiones ideológicas dominantes cumplan sus inflexiones características por medio de este mecanismo.
Poulantzas une dentro de su figura ideológica paradigmática varias de las funciones críticas de la ideología. El primer efecto general ideológico bajo el capitalismo parece ser el de enmascarar y desplazar. La dominación de clase, la naturaleza explotadora de clase del sistema, la fuente de esta expropiación fundamental en la esfera de la producción, la determinancia en este modo de producción de lo económico: una y otra vez, el modo general en que funcionan las ideologías dominantes es enmascarando, ocultando o reprimiendo estos cimientos antagonistas del sistema. El segundo efecto general es el de fragmentación o separación. La unidad de las diferentes esferas del estado se dispersa con la teoría de la “separación de poderes” (Althusser, 1971). Los intereses colectivos de las clases trabajadoras se fragmentan en oposiciones internas entre los diferentes estratos de la clase. El valor colectivamente creado es apropiado individual y privadamente. Las “necesidades” de los productores son representadas como las “carencias” de los consumidores: los dos tan separados que pueden, de hecho, ser indispuestos los unos contra los otros. En la mayor parte de las regiones dominantes de este campo ideológico, la categoría constituyente es lo que Poulantzas llama “índividuos-personas”. Los léxicos morales, jurídicos, representativos y psicológicos del sistema dominante de prácticas, valores y significados podrían no haberse constituido sin esta categoría completamente burguesa de “individuos-poseedores”. (De ahí el énfasis de Althusser en que la ideología “interpela al sujeto”.) El tercer “efecto” ideológico es el de imponer una coherencia o unidad imaginaria sobre las unidades así representadas; y, por tanto, el de reemplazar la unidad real del primer nivel con las “relaciones imaginarias vividas” del tercero. Este consiste en la reconstitución de los sujetos-personas individuales en las diversas totalidades ideológicas: “comunidad”, “nación”, “opinión pública”, “consenso”, “interés general”, “voluntad popular”, “sociedad”, “consumidores ordinarios”, (¡incluso el gran conglomerado de Mr. Heath, los “sindicatos de la nación”!). En este nivel se producen enseguida de nuevo las unidades; pero ahora en formas que enmascaran y desplazan el nivel de las relaciones de clase y las contradicciones económicas, representándolas como totalidades no antagonistas. Es la función hegemónica de Gramsci de consentimiento y cohesión.
Una de las sedes críticas de este proceso de enmascaramiento-fragmentación-unificación es el estado, especialmente bajo las condiciones capitalistas modernas avanzadas. No podemos elaborar en este momento una teoría marxista del estado. Pero el hecho importante sobre el estado, para nuestros propósitos, es que es la esfera par excellence en donde se produce la generalización y universalización de los intereses de clase en el “interés general”. La hegemonía no se encuentra sólo en la fuerza, sino también en el consentimiento y el liderazgo, precisamente porque en su interior los intereses de clase se generalizan en su paso a través de la mediación del estado: Gramsci se refiere a este proceso como “el paso decisivo desde la estructura a la esfera de las superestructuras complejas” (Gramsci, 1968, p. 181). El estado es necesario para asegurar las condiciones de la expansión continuada del capital. pero también funciona en nombre del capital, como lo que Engels llamaba el “capitalista total ideal”, asegurando a menudo los intereses a largo plazo del capital frente a los intereses de clase estrechos e inmediatos de secciones particulares de las clases capitalistas. En esto subyace su relativa independencia con respecto a cualquier alianza de las clases dominantes. Más que dominar el estado, como el “comité ejecutivo” de Lenin, estas clases han de dominar con la mediación del estado, en donde (a través de sus diferentes discursos ideológicos) los intereses de clases pueden asumir la forma del “interés general” y (como observaba Marx en La Ideología Alemana) se les da “la forma de la universalidad y representan… lo único racional y universalmente válido”. Es sobre todo en esta función -asegurada no sólo por las ideologías dominantes del estado, sino por sus relaciones y estructuras- como el estado impone un “orden que legaliza y perpetúa esta opresión (de clase) moderando la colisión entre las clases” (Lenin, 1933). Fue Engels quien observó “una vez que el estado se ha convertido en un poder independiente frente a la sociedad, produce una nueva ideología. Es entre los políticos profesionales, teóricos de la ley pública y juristas de la ley privada donde se pierde la cohesión con los hechos económicos… las interconexiones entre las concepciones y sus condiciones materiales de existencia devienen más y más complicadas y más y más oscurecidas por sus vínculos intermedios…” (Engels, 1950b).
El tercer campo de efectos ideológicos que debemos mencionar no tiene relación con el proceso ideológico de representación, sino con el de asegurar la legitimidad y obtener el consentimiento de estas representaciones. Las cuestiones de legitimidad y consentimiento son cruciales para el concepto de “hegemonía” de Gramsci, pues es a través de ellas como las clases dominantes pueden utilizar positivamente el campo de las ideologías para construir la hegemonía (es lo que Gramsci llama las funciones educativas y éticas); pero también son importantes porque gracias a ellas los sistemas dominantes llegan a obtener una cierta aceptación por parte de las clases dominadas. El mismo proceso de enmascaramiento-fragmentación-unificación que comentamos antes podemos encontrarlo en este proceso de asegurar la legitimidad y el asentimiento de los subordinados a su subordinación. Aquí, en las estructuras de la representación política, los “poderes separados” y las libertades que subyacen en el núcleo de la democracia formal liberal burguesa, tanto como superestructuras como en cuanto que ideologías vividas se hacen invisibles las operaciones, de una clase sobre otra de formación y producción del consentimiento (mediante las formas selectivas de conocimiento social disponibles): este ejercicio de dominación ideológica de clase se dispersa mediante las agencias fragmentadas de una miríada de deseos y opiniones individuales y de poderes separados; esta fragmentación de la opinión es reorganizada entonces en una coherencia imaginaria en la unidad mística del “consenso”, en el que fluyen “espontáneamente” los individuos soberanos y libres y sus voluntades. En este proceso, ese consentimiento a la hegemonía, cuyas premisas y precondiciones están estructurando constante-ente la suma de lo que los individuos de una sociedad piensan, creen y desean, es representado, en apariencia, como un ir-juntos, “natural” y libremente, hacia un consenso que legitima el ejercicio del poder. Esta estructuración y modificación del consentimiento y el consenso -la otra cara de la “hegemonía”- es uno de los principales trabajos que realizan las ideologías dominantes.
Sólo llegados a este punto podemos tratar de situar, en términos más generales, el papel y los efectos ideológicos de los medios dé comunicación de masas en las sociedades capitalistas contemporáneas. El papel ideológico de los medios de comunicación no es en absoluto su función única o exclusiva. Las formas modernas de los medios de comunicación aparecen por primera vez de moda decisivo en el siglo XVIII, aunque a una escala comparativamente menor frente a su densidad presente, simultáneamente con la transformación de Inglaterra en una sociedad capitalista agraria. Allí, por vez primera, el producto artístico se convierte en una mercancía; las obras artísticas y literarias alcanzan su plena realización como un valor de intercambio en el mercado literario; y comienzan a aparecer las instituciones de una cultura enraizada en unas relaciones de mercado: libros, periódicos y publicaciones regulares, vendedores de libros y librerías ambulantes, críticas, periodistas y gacetilleros, best-sellers y obras vulgares de consumo. El primer y nuevo “medio” -la novela, íntimamente ligada con el alza de la clase burguesa emergente (cf. Watt, 1957)- aparece en este período. Esta transformación de las relaciones de la cultura y de los medios de la producción y consumo cultural provoca también la primera ruptura importante en la problemática de la “cultura”: La primera aparición del moderno “debate cultural” (Cf. Lowenthal, 1961). (Es una de las grandes ironías el que el mismo momento histórico en que eso está sucediendo es aquel que retrospectivamente, fue representado por los grupos conservadores de la tradición de cultura y sociedad y sus herederos como la última boqueada de la “comunidad orgánica”.) No podemos rastrear aquí la evolución histórica de los medios de comunicación. Pero está muy estrechamente relacionada con la siguiente transformación profunda: aquella por la que una sociedad cultura capitalistas agrarias se transforman en capitalista industrial urbana. Ello prepara la escena y suministra la base material y la organización social para la segunda gran fase de cambio y expansión de los medios de producción y distribución culturales. La tercera fase coincide con la transformación del primer al segundo estadio del capitalismo industrial; o del laissez-faire a lo que se llama, con bastante ambigüedad, capitalismo “monopolista” avanzado. Esta “larga” transición, desigual y por muchas razones incompleta, dura desde los años 1880 hasta el presente y pasó por el imperialismo popular (en el que se enraiza la nueva prensa popular); la renovación de la cultura de la clase trabajadora inglesa (Steadman-Jones, 1975) y la aparición de los suburbios; la concentración e incorporación del capital; la reorganización de la. división capitalista del trabajo; la gran expansión productiva y tecnológica; la organización de los mercados de masas y del consumo nacional de masas, etc. Es esta la fase en la que los medios de comunicación modernos de masas llegan a ser lo que son, se amplían y multiplican masivamente, se instalan como los medios y canales principales para la producción y distribución de la cultura v absorben crecientemente en su órbita las esferas de la comunicación pública. Ello coincide y se conecta decisivamente, con todo lo que entendemos ahora como capitalismo “monopolista” (y que durante un largo período fue ideológicamente mal apropiado dentro dé la teoría de la sociedad de masas”). En los últimos estadios de este desarrollo, los medios de comunicación han penetrado profundamente en el corazón de los modernos procesos productivos y de trabajo, se han asentado en la reorganización del capital y el estado y se han ordenado dentro de la misma escala de organizaciones de masas que las otras partes técnicas y económicas del sistema. Hemos de dejar de lado el nivel histórico de estos aspectos del crecimiento y la expansión de los medios de comunicación para prestar atención exclusiva a éstos en tanto que “aparatos ideológicos”.
Cuantitativa y cualitativamente, en el capitalismo avanzado del siglo XX los medios de comunicación han establecido un liderazgo decisivo y fundamental en la esfera cultural. Simplemente en términos de recursos económicos, técnicos, sociales y culturales los medios de comunicación de masas se llevan una tajada cualitativamente mayor que los canales culturales supervivientes antiguos y más tradicionales. Mucho más importante es el modo en que la totalidad de la gigantesca y compleja esfera de la información, intercomunicación e intercambio público -la producción y el consumo del “conocimiento social” en las sociedades de este tipo- depende de la mediación de los medios modernos de comunicación. Estos han colonizado progresivamente la esfera cultural e ideológica. Como los grupos y clases sociales, en sus relaciones “sociales” sino en las productivas, llevan vidas crecientemente fragmentadas y seccionalmente diferenciadas, los medios de comunicación de masas son crecientemente responsables de a) suministrar la base a partir de la cual los grupos y clases construyen una “imagen” de las vidas, significados, prácticas y valores de los otros grupos y clases; b) suministrar las imágenes, representaciones e ideas, alrededor de las que la totalidad social, compuesta de todas estas piezas separadas y fragmentadas, puede ser captada coherentemente como tal “totalidad”. Esta es la primera de las grandes funciones culturales de los medios modernos de comunicación: el suministro y construcción selectiva del conocimiento social, de la imaginería social por cuyo medio percibimos los “mundos”, las “realidades vividas” de los otros y reconstruimos imaginariamente sus vidas y las nuestras en un “mundo global” inteligible, en una “totalidad vivida”.
Conforme la sociedad, en las condiciones del capital y la producción modernos, se hace más compleja y de más facetas, es experimentada de forma más “pluralista”. En las regiones, clases y subclases, culturas y subculturas, vecindades y comunidades, grupos de interés y minorías asociadas, se componen y recomponen con asombrosa complejidad las variedades de los esquemas de vida. Así, una pluralidad aparente, una infinita variedad de modos de clasificar y ordenar la vida social, se ofrecen como “representaciones colectivas” en lugar del gran universo ideológico unitario, el “dosel de legitimación” principal, de las épocas anteriores. La segunda función de los modernos medios de comunicación es la de reflejar y reflejarse en esta pluralidad; suministrar un inventario constante de los léxicos, estilos de vida e ideologías que son objetivados allí. Aquí los diferentes tipos de “conocimiento social” son clasificados, ordenados y asignados a sus contextos referenciales dentro de los “mapas de la realidad social problemática” promovidos (Geertz, 1964). Aquí, la función de los medios de comunicación es, como ha observado Halloran, “la provisión de realidades sociales donde antes no existían o el dar nuevas direcciones a tendencias ya presentes, de tal modo que la adopción de la nueva aptitud sea un modo de conducta socialmente aceptable y que la no adopción se represente como una desviación socialmente desaprobada” (Halloran, ed., 1970). Aquí el conocimiento social que los medios de comunicación ponen en circulación selectivamente se ordena dentro de las grandes clasificaciones evaluativas y normativas, dentro de los significados e interpretaciones promovidos. Puesto que, como ya dijimos antes,; no existe un discurso ideológico unitario en el que pueda programarse todo este conocimiento social colectivo, y puesto que deben representarse y clasificarse selectivamente en los medios de comunicación, de modo aparentemente abierto y diverso, más “mundos” que el de una “ciase dominante” unitaria, esta asignación de las relaciones sociales a sus contextos y esquemas clasificatorios es, ciertamente, la sede de una ingente obra o trabajo ideológico: el establecimiento de las “normas” de cada dominio que rijan activamente ciertas realidades, ofrezcan los mapas y códigos que marquen los territorios y asignen los acontecimientos y relaciones problemáticos a contextos explicatorios, ayudándonos así no sólo a saber más sobre “el mundo”, sino a darle un sentido. Aquí es trazada y retrazada sin cesar, defendida y negociada, en medio de todas sus contradicciones, y en las condiciones de lucha y contradicción, la línea divisoria entre las explicaciones y razones promovidas y excluidas, entre las conductas permitidas y desviadas, entre lo “significativo” y lo “no significativo”, entre las prácticas, significados y valores incorporados y los de la oposición; es, ciertamente, “la sede” de la lucha. “La clase” observaba Volosinov, “no coincide con la comunidad de signos, es decir, con la comunidad constituida por la totalidad de los usuarios de la misma serie de signos para la comunicación ideológica. Las diferentes clases utilizarán la misma lengua. Como resultado de ello, acentos diferentemente orientados se entrecruzan en todo signo ideológico. El signo se convierte en la arena de la lucha de clases. Esta multiacentualidad del signo ideológico es un aspecto crucial. En general, el signo mantiene su vitalidad y dinamismo gracias a esta intersección. de los acentos … Un signo que ha sido retirado de las presiones de la lucha social -que, por así decirlo, es excluido de la lucha de clases pierde inevitablemente fuerza, degenera en alegoría y se convierte no en el objeto de una inteligibilidad social viva, sino de una comprensión filológica” (op. cit., p. 23).
La tercera función de los medios de comunicación, desde este punto de vista, es la de organizar, orquestar y unir lo que se ha representado clasificado selectivamente. Aquí debe empezar a construirse algún grado de integración y cohesión, algunas unidades y coherencia imaginarias, aunque sea fragmentaria y “pluralmente”. Lo que se ha clasificado y hecho visible empieza a moverse dentro de un orden reconocido: un orden complejo, con toda seguridad, en el que la intervención directa y desnuda de las unidades reales (de clase, poder, explotación e interés) se mantiene siempre a raya por medio de la coherencia más neutral e integradora de la opinión pública. Las áreas problemáticas del consenso y el consentimiento comienzan a emerger desde esta difícil y delicada obra de negociación. En la interacción de las opiniones, libremente dadas e intercambiadas, ante las que la idea del consenso hace siempre su reverencia, algunas voces y opiniones muestran mayor peso, resonancia y poder limitativo y de definición; pues el consenso puro de la teoría clásica liberal democrática hace tiempo que ha dado paso a la realidad de un consenso más formado y estructurado, constituido mediante el intercambio desigual entre las masas desorganizadas y los grandes centros organizados del poder y la opinión: el consenso de los “grandes batallones”, por así decirlo. Sin embargo, en su propio lugar y tiempo, hay que encontrar espacio a las otras voces, a las opiniones de la “minoría”, a los puntos de vista “contrarias”, de modo que emerja una forma a la que puedan comenzar a adherirse todos los hombres razonables. Esto es lo que constituye el gran nivel unificador y consolidador del trabajo ideológico de los medios de comunicación: la estructura generadora bajo la masiva inversión de los medios de comunicación en la inmediata superficie (la multiplicidad fenoménica) de los mundos sociales en que aquella se mueve. El tercer aspecto clave del efecto ideológico de los medios de comunicación está constituido por la producción del consenso y la construcción de la legitimidad -no tanto el artículo acabado, sino todo el proceso de argumentación, intercambio, debate, consulta y especulación mediante el cual emerge.
Finalmente, ¿cuáles son los mecanismos reales que permiten a los medios de comunicación de masas realizar este “trabajo ideológico”? En general, en las democracias los medios de comunicación no son dirigidos directamente por el estado (aunque, como en el caso de las emisoras británicas, los vínculos pueden ser muy estrechos): no son utilizados directamente por una sección de la “clase dominante” que hable con su propia voz; no pueden ser colonizados directamente por uno de los partidos de la clase dominante; ningún interés principal del capital puede acceder a los canales de comunicación sin que se alce alguna voz en “contrario”; en su práctica y administración cotidiana, los medios de comunicación trabajan dentro del marco de referencia de una serle imparcial, técnico-profesional, de ideologías en funcionamiento (por ejemplo la estructura “neutral” de los nuevos valores se aplica, como el dominio de la ley, “igualmente” a todas las partes), si bien las configuraciones que ofrecen son notablemente selectivas, se extraen de un repertorio extremadamente limitado y el funcionamiento abierto de la desviación es más la excepción que la regla. ¿Cómo, entonces, son sistemáticamente penetrados e inflexionados por las ideologías dominantes los discursos de los medios de comunicación?
Podemos referirnos aquí a algunos de los mecanismos, tomando televisión como caso paradigmático, mediante los cuales los medios de comunicación logran sus efectos ideológicos. Como ya hemos sugerido, los medios de comunicación son aparatos social, económica y técnicamente organizados para la producción de mensajes y signos ordenados en discursos complejos: “mercancías” simbólicas. La producción de los mensajes simbólicos no puede conseguirse sin pasar por el “relé” del lenguaje, ampliamente entendido como los sistemas de signos portadores de significado. Como ya tratamos de demostrar, los acontecimientos por sí mismos no pueden significar: hay que hacerlos inteligibles; y el proceso de inteligibilidad social se compone precisamente de las prácticas que traducen los acontecimientos “reales” (tanto si han sido extraídos de la realidad como si son construcciones ficticias) a una forma simbólica. Se trata del proceso al que llamamos codificación. Pero la codificación (Hall, 1974) significa precisamente la selección de códigos que asignan significado a los acontecimientos al colocarlos en un contexto referencial que les atribuye significado (también los códigos ficticios realizan este trabajo; no está limitado a los códigos de la “realidad” y el naturalismo). Son significativamente diversos los modos en que los acontecimientos -especialmente los acontecimientos problemáticos o perturbadores que violan nuestras expectativas normales y de sentido común, o van contra la tendencia dada de las cosas o amenazan de algún modo el statu quo- pueden ser codificados. La selección de los códigos, de los que son promovidos en los diferentes dominios y parecen encerrar las explicaciones “naturales” que aceptaría la mayor parte de los miembros de la sociedad (es decir, los que parecen encarnar naturalmente la “racionalidad” de nuestra sociedad particular), arroja consensualmente estos acontecimientos problemáticos a algún lugar interno al repertorio de las ideologías dominantes. Debemos recordar que hay una pluralidad de discursos dominantes, no uno solo: que no son deliberadamente seleccionados por los codificadores con el fin de “reproducir los acontecimientos dentro del horizonte de la ideología dominante”, sino que constituyen el campo de significados dentro del cual deben elegir. Precisamente porque estos significados han llegado a ser “universalizados y naturalizados”, parecen las únicas formas disponibles de inteligibilidad; han llegado a sedimentarse como “los únicos razonamientos universalmente válidos” (Marx, 1965). Las premisas y precondiciones que sostienen sus racionalidades han llegado a ser invisibles mediante el proceso de enmascaramiento ideológico y de “dar-por-supuesto” que describimos antes. Parecen ser, incluso para los que los emplean y manipulan con propósitos de codificación, simplemente la “suma de lo que ya sabemos”. El que contienen premisas, que estas premisas encierran las definiciones dominantes de la situación y representan o refractan las estructuras existentes de poder, riqueza y dominación, y que, por tanto, estructuran todo acontecimiento significante, acentuándolo de un modo que reproduce las estructuras ideológicas dadas, constituye un proceso que ha llegado a ser inconsciente incluso para los codificadores. Frecuentemente es enmascarado por la intervención de las ideologías profesionales: las rutinas prácticas y técnicas (valores nuevos, sensaciones nuevas, presentación vívida, “cuadros excitantes”, buenas historias, noticias calientes, etc.), que, en el nivel fenoménico, estructuran las prácticas cotidianas de la codificación y sitúan al codificador dentro de la categoría de una neutralidad profesional y técnica que lo distancia efectivamente del contenido ideológico del material que está manejando y de las inflexiones ideológicas de los códigos que está empleando. Por tanto, aunque los acontecimientos no sean sistemáticamente codificados en una sola dirección, se extraerán, por sistema, de un limitadísimo repertorio ideológico o representativo; y ese repertorio (aunque requiera en cada caso un “trabajo” ideológico que lleve a los acontecimientos nuevos dentro de su horizonte) poseerá la tendencia global a que las cosas “signifiquen” dentro de la esfera de la ideología dominante. Además, puesto que el codificador quiere reforzar el alcance explicatorio, la credibilidad y efectividad del “sentido” que está tratando de dar a los acontecimientos, empleará todo el repertorio de codificaciones (visual, verbal, presentaciones, ejecución), con el fin de “ganar el consentimiento” del público; y no por su propio modo “desviado” de interpretar los acontecimientos, sino por la legitimidad de la gama o límites dentro de los cuales están funcionando sus codificaciones. Estos “puntos de identificación” dan credibilidad y fuerza a la lectura promovida de los acontecimientos: sostienen sus preferencias con la acentuación del campo ideológico (Volosinov diría que explotan el flujo ideológico del signo); apuntan a “obtener el consentimiento” del público, y, por tanto, estructuran la manera en que el receptor de esos signos decodificará el mensaje. Hemos tratado de demostrar en otro lugar (Hall, 1974; Morley, 1974) que los públicos, cuyas decodificaciones reflejarán inevitablemente sus propias condiciones sociales y materiales, no decodificarán necesariamente los acontecimientos dentro de las mismas estructuras ideológicas en que han sido codificados. Pero la intención global de la “comunicación efectiva” debe ser la de “obtener el consentimiento” del público para la lectura promocionada, y, por tanto, llevarle a que la decodifique dentro del marco de referencia hegemónico. Incluso aunque no se hagan las decodificaciones, mediante una “transmisión perfecta”, en el marco de referencia hegemónico, de entre la gran gama de decodificaciones tenderán a producir “negociaciones” que caigan dentro de los códigos dominantes -dándoles una inflexión más situacional- en lugar de decodificarse sistemáticamente de un modo contra-hegemónico. Las decodificaciones “negociadas” -que permiten que se hagan amplias “excepciones” en los términos del modo en que el público se sitúa dentro del campo hegemónico de las ideologías, pero que legitiman también el alcance más amplio, la referencia completa, la mayor coherencia global de las codificaciones dominantes- reflejan y toman como base a lo que llamamos antes la complementariedad estructurada de las clases. Es decir, las áreas negociables dentro de los códigos hegemónicos suministran precisamente los espacios necesarios del discurso en donde se insertan las clases subordinadas. Dado que los medios de comunicación no sólo están amplia y difusamente distribuidos a través de las clases, sino que las llevan dentro de la parrilla de la comunicación social y deben reproducir continuamente su propia legitimidad popular para dirigir ese espacio ideológico, esas inflexiones y espacios negociados, que les permite a las lecturas subordinadas ser contenidas dentro de los sintagmas ideológicos más amplios de los códigos dominantes, son absolutamente fundamentales para la legitimidad de los medios de comunicación y dan a esa legitimidad una base popular. La construcción de una base de “consenso” para la obra de los medios de comunicación es, en parte, el modo en que se realiza ese trabajo de legitimación.
La legitimación de este proceso de construcción y deconstrucción ideológica que estructura los procesos de codificación y decodificación es apuntalada por la posición de los de los medios de comunicación, como aparato ideológico del estado. Como ya sugerimos, por regla general éstos no son poseídos y organizados directamente por el estado en nuestros tipos de sociedad. Pero hay un sentido crucial (que debe ser el que le permitió a Althusser llamarlos “aparatos ideológicos del estado”) en el que puede decirse que, si bien indirectamente, los medios de comunicación están relacionados con las alianzas de la clase dominante; de ahí que tengan algunas de las características -la “relativa autonomía”- de los aparatos de estado. La radiodifusión, por ejemplo, al igual que la ley y las burocracias gubernamentales, funciona bajo el epígrafe de la “separación de poderes”. No sólo no puede ser dirigido directamente por una sola clase o partido de clase, sino que ese mando directo y explícito (como su inverso, una inclinación deliberada, o “desviación”, hacia ellos por parte de los comunicadores) destruiría inmediatamente la base de la legitimidad, pues revelaría una complicidad abierta con el poder de la clase dominante. Por tanto, los medios de comunicación, al igual que otros complejos estatales del actual estadio del desarrollo capitalista, dependen absolutamente, en un sentido estrecho, de su “relativa autonomía” frente al poder de la clase dominante. Estas son las prácticas encerradas en los principios operacionales de la radiodifusión: “objetividad”, “neutralidad”, “imparcialidad” y “equilibrio”; o más bien esas son las prácticas por las que se realiza la “relativa neutralidad” de la radiodifusión (Hall, 1972). El equilibrio, por ejemplo, asegura que haya siempre un diálogo bilateral, y, por tanto, que haya siempre más de una definición de la situación. En la esfera política, la radiodifusión reproduce con notable exactitud las formas de la democracia parlamentaria y del “debate democrático” sobre las que se constituyen otras partes del sistema, como por ejemplo los aparatos políticos. En estas condiciones, el “trabajo” ideológico de los medios de comunicación no depende, por tanto, de un modo regular y rutinario, de la subversión del discurso para el apoyo directo de una u otra de las posiciones principales dentro de las ideologías dominantes: depende del trazado Y apuntalamiento del campo ideológico estructurado en el que actúan las posiciones y sobre el que, por así decirlo, “se sostienen”. Pues aunque los partidos políticos más importantes se encuentran en grave desacuerdo con respecto a uno u otro aspecto de la política, hay acuerdos fundamentales que engloban a las posiciones opuestas en una unidad compleja: todas las presuposiciones, límites de las disputas, términos de referencia, etc., que los elementos de dentro del sistema deben compartir para poder “estar en desacuerdo”. Es en esta “unidad” subyacente donde los medios se aseguran y reproducen; y en este sentido es como ha de ser entendida la inflexión ideológica de los discursos de los medios de comunicación; no como “partidaria”, sino como fundamentalmente orientada “dentro del modo de realidad del estado”. Para ello es crítico el papel de formación y organización del consenso, que es necesariamente una entidad compleja. Lo que constituye esto no simplemente como un campo, como un campo que es “estructurado en dominancia”, es el modo en que operan sus límites para dominar ciertos tipos de interpretación “internas” y “externas” y efectuar sus sistemáticas inclusiones (por ejemplo, aquellas “definiciones de la situación” que regularmente, por necesidad y legítimamente, “tienen acceso” a la estructuración de cualquier tema controvertido) y exclusiones (por ejemplo, aquellos grupos, interpretaciones, posiciones y aspectos de la realidad del sistema que regularmente “no son admitidos” por “extremistas”, “irracionales”, “sin significado”, “utópicos”, “imprácticos”, etc.) (cf. a Hall sobre la estructuración de los temas, 1975. Cf. también a Connell, Curti y Hall, 1976).
Hemos tenido que limitarnos aquí, inevitablemente, a mecanismos y procesos muy amplios con el fin de dar alguna esencia a la proposición general avanzada. Esta proposición puede establecerse ahora de un modo simple tras el telón de fondo teórico y analítico establecido en el ensayo. En las sociedades como la nuestra, los medios de comunicación sirven para realizar incesantemente el trabajo ideológico crítico de “clasificar el mundo” dentro de los discursos de las ideologías dominantes. No es un “trabajo” mundo” simple ni consciente: es un trabajo contradictorio, en parte por las contradicciones internas entre las diferentes ideologías que constituyen el terreno dominante, pero aún más porque esas ideologías luchan y contienden para tener dominancia en el campo de las prácticas y la lucha de clases. No hay, por tanto, un modo de realizar el “trabajo” que no reproduzca también, en un grado considerable, las contradicciones que estructuran su campo. En consecuencia, hemos de decir que el trabajo de “reproducción ideológica” que realizan es por definición un trabajo en el que se manifestarán constantemente las tendencias contraactuantes -el “equilibrio inestable” de Gramsci. Por tanto, sólo podemos hablar de la tendencia de los medios de comunicación -pero una tendencia sistemática no un rasgo incidental-, que reproduce el campo ideológico de una sociedad de un modo tal que reproduce, también, su estructura de dominación.
Referencias
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