o abierto. El hombre y el animal.
Giorgio Agamben.
[Extracto correspondiente a los capítulos del 1 al 11, de los 20 que componen el ensayo]
” S`il n`existoit point d`animaux, la nature de l`home serait encore plus incomprehensible”.
Georges-Louis Buffon
“Indigebant tamen eis ad experimentalem cognitionem sumendam de naturis eorum”.
Tommaso D`Aquino.
1. Teratomorfo.
“En las última tres horas del día, Dios se sienta y juega con el Leviatán, como está escrito: “tu has hecho al Leviatán para jugar con él”.”
Talmud, Avoda zara.
En la Biblioteca Ambrosiana de Milán se conserva una Biblioteca judía del siglo XIII que contiene preciosas miniaturas. Las dos últimas páginas del tercer códice están enteramente ilustradas con escenas de inspiración mística y mesiánica. La página 135v ofrece la visión de Ezequiel, pero sin la representación del carro: en el centro están los siete cielos, la luna, el sol y las estrellas, y, en los ángulos, campeando sobre un fondo azul, los cuatro animales escatológicos: el gallo, el águila, el buey y el león. La última página (136r) está dividida en dos mitades; la superior representa los tres animales de los orígenes: el pájaro Ziz (en forma de grifón alado), el buey Behemot y el gran pez Leviatán, inmerso en el mar retorcido sobre sí mismo. La escena que nos interesa en modo particular es, entonos los sentidos, la última, porque con ella terminan tanto el códice como la historia de la humanidad. Representa el banquete mesiánico de los justos en el último día. A la sombra de árboles paradisíacos, y regocijados por la música de dos intérpretes, los justos, con sus cabezas coronadas, se sientan en una mesa ricamente guarnecida. La idea de que en los días del Mesías los justos, que han observado durante toda su vida las prescripciones de la Torá, se reunirán en un banquete con las carnes de Leviatán y Behemot sin preocupación alguna porque su sacrificio haya sido o no kosher, es plenamente familiar para la tradición rabínica. Es sorprendente, sin embargo, un particular al que no nos hemos referido hasta ahora: bajo las coronas el minitaurista ha representado a los justos no con semblantes humanos, sino con una cabeza inequívocamente animal. No sólo volvemos a encontrar aquí, en las tres figuras situadas a la derecha, el pico característico del águila, la roja cabeza del buey y la testa leonina de los animales escatológicos, sino que también los otros dos justos que aparecen en la imagen exhiben grotescos rasgos asnales, el uno, y un perfil de pantera, el otro. Pero también los dos músicos comparecen con la cabeza animal, en particular el de la derecha, más visible, que toca una especie de viola con un inspirado hocico simiesco.
¿Por qué los representantes de esta humanidad llegada a su consumación se configuran con cabezas de animales? Los estudiosos que se han ocupado del problema no han encontrado todavía una explicación satisfactoria. Según Sofia Ameisenowa, que ha dedicado una amplia investigación a este tema, y que intenta aplicar a los materiales de la tradición judía los métodos de la escuela de Aby Warburg, las imágenes de los justos con facciones animales deben relacionarse con el tema gnóstico-astrológico de la representación de los decanos teratomorfos, a través de la doctrina gnóstica según la cual los cuerpos de los justos ( o mejor, de los espirituales), en su ascensión después de la muerte a través de los cielos, se transforman en estrellas y se identifican con las potencias que gobiernan cada cielo.
Según la tradición rabínica, sin embargo, los justos en cuestión no están muertos en absoluto: son, por el contrario, los representantes del resto de Israel, es decir, de los justos que todavía viven en el momento de la venida del Mesías. Como puede leerse en el Apocalipsis de Baruc, 29, 4, “Behemont aparecerá desde su tierra y el Leviatán surgirá del mar: los dos monstruos que he formado en el quinto día de la creación y he conservado hasta aquel día, servirán entonces de alimento para todos los que quedan”. Además, el motivo de la representación teratocéfala de los arcontes gnósticos y de los decanos astrológicos está muy lejos de haber aquietado a los estudiosos y requiere él mismo una explicación. En los textos maníqueos, cada uno de los arcontes corresponde así a una de las partes del reino animal (bípedos, cuadrúpedos, pájaros, peces, reptiles) y a la vez a las “cinco naturalezas” del cuerpo humano (huesos, nervios, venas, carne, piel), de modo que el teratomorfismo de los arcontes remite directamente a la tenebrosa parentela entre el macrocosmos animal y em microcosmos humano ( Puech 105). Por otra parte, en el Talmud, el párrafo del tratado en que se menciona al Leviatán como alimento mesiánico de los justos figura después de una serie de haggadoth que parecen referirse a un economía diferente de las relaciones entre lo animal y lo humano. Por lo demás, el que también la naturaleza animal sea transfigurada en el reino mesiánico, es algo que ya estaba implícito en la profecía mesiánica de l Isaías 11 ( que tanto le gustaba a Iván Karamázov) en la que se lee que “serán vecinos el lobo y el cordero / y el leopardo se echará con el cabrito / el novillo y el cachorro pacerán juntos / y un niño pequeño los conducirá”.
No es imposible, por lo tanto, que al atribuir una cabeza animal al resto de Israel, el artista del manuscrito de la Ambrosiana haya pretendido significar que, en el último día, las relaciones entre los animales y los hombres se ordenarán en una forma nueva y que el hombre mismo se reconciliará con su naturaleza animal.
2. Acéfalo
Geroges Bataille había quedado tan impresionado por las efigies gnósticas de arcontes con cabezas de animal que había tenido ocasión de contemplar en el Cabinet des medailles de la Biblioteca Nacional de París, que le dedicó en 1930 un artículo en su revista Document. En la mitología gnóstica, los arcontes son las entidades demoníacas que crean y gobiernan el mundo material, en el que los elementos espirituales y luminosos se encuentran mezclados con los oscuros y corporales, prisioneros de ellos. Las imágenes, reproducidas como documentos de la tendencia del “bajo materialismo” gnóstico a la confusión de formas humanas y bestiales, representan, de acuerdo con las enseñanzas de Bataille, “tres arcontes con cabeza de ánade”, un Iao panmorfo, un “dios con piernas humanas, cuerpo de serpiente y cabeza de gallo”, y, por último, un dios acéfalo con dos cabezas de animales superpuestas. Dos años después la cubierta del primer número de la revista Acéphale, diseñada por André Masson, exhibía como enseña de la “conjura sagrada” urdida por Bataille con un pequeño grupo de amigos, una figura humana desnuda y carente de cabeza (“El hombre ha huido de su cabeza, como el condenado de la prisión”, reza el texto programático: Bataille, 6) no implicaba necesariamente una remisión a la animalidad; las ilustraciones del numero 3-4 de la revista, donde el mismo desnudo del primer número porta ahora una majestuosa cabeza de toro, dan testimonio de una aporía que va unida a la totalidad del proyecto del autor.
Entre los motivos centrales de la lectura hegeliana de Kojève, de quien Bataille había sido oyente en la Ecole des Hautes Etudes, figuraba el problema del final de la historia y de la figura que el hombre y la naturaleza asumirían en el mundo post-histórico, cuando el paciente proceso del trabajo y de la negación, por medio del cual el animal de la especie Homo Sapiens deviene humano, alcanzara su consumación. Según un gesto muy característico en él, Kojève dedica a este problema capital sólo una nota del curso 1938-39:
“La desaparición del Hombre al final de la Historia no es, pues, una catástrofe cósmica: el Mundo natural sigue siendo lo que es desde la eternidad. Y tampoco es una catástrofe biológica: el Hombre permanece en vida como animal que está en acuerdo con la Naturaleza o con el Ser dado. Lo que desaparece es el Hombre propiamente dicho, es decir, la acción negadora de lo dado y del Error o, en general, el Sujeto opuesto al Objeto. De hecho, el final del Tiempo humano o de la Historia, es decir, la aniquilación definitiva del hombre propiamente dicho o del individuo libre e histórico, significa sencillamente la cesación de la Acción en el sentido fuerte del término. Lo que quiere decir prácticamente: la desaparición de la guerra y de las revoluciones sangrientas. Y además la desaparición de la Filosofía; porque cuando el Hombre mismo no cambia ya esencialmente, ya no hay razón para cambiar los principios (verdaderos) que están en la base de su conocimiento del Mundo y de sí. Pero todo el resto puede mantenerse indefinidamente; el arte, el amor, el juego, etc., y, en definitiva, todo lo que hace al hombre feliz”. (Kojève, 434-435)
El conflicto entre Bataille y Kojève se refiere propiamente a ese “resto” que sobrevive a la muerte del hombre que vuelve a ser animal al final de la historia. Lo que el alumno – que tenía cinco años más que el maestro – no podía aceptar de ninguna manera era que “el arte, el amor, el juego”, como también la risa, el éxtasis o el lujo (que, revestidos de un aura de excepcionalidad, estaban en el centro de las preocupaciones de Acéphale y, dos años mas tarde, del Collège de Sociologie), dejaran de ser sobrehumanos, negativos y sagrados para ser simplemente restituidos a la praxis animal. Para el pequeño grupo de inciados cuarentones, que no temían desafiar el ridículo al escenificar “la alegría ante la muerte” en los pequeños bosques de la periferia parisina, ni, algo después, en plena crisis europea, jugar a “aprendices de brujo”, predicando el regreso de los pueblos europeos a la “vieja casa del mito”, el ser acéfalo entrevisto por un instante en su experiencia privilegiada podía, quizá, no ser humano ni divino; animal, empero, no debía serlo en ningún caso.
Por supuesto, lo que también se ventilaba en este punto era el problema de la interpretación de Hegel, un terreno donde la autoridad de Kojève era particularmente amenazadora. Si la historia no es más que el paciente trabajo dialéctico de la negación, y el hombre es el sujeto y, al tiempo, lo que se pone en juego en esta acción negadora, la culminación de la historia implicaba necesariamente el fin del hombre: el rostro del sabio que, alcanzado el límite del tiempo, contempla satisfecho este final toma necesariamente, como en la miniatura de la Ambrosiana, la forma de un hocico animal.
Por eso mismo, como manifiesta en su carta a Kojève del 6 de diciembre de 1937, Bataille tiene que apostar por la idea de una “negatividad sin empleo”, es decir, de una negatividad que sobrevive, no se sabe cómo, al final de la historia y de la que no le es dado proporcionar otra prueba que su propia vida, “la herida abierta que es mi vida”:
“Admito (como suposición verosímil) que a partir de ahora la historia se ha acabado (excepción hecha del epilogo). Sin embargo, yo me represento las cosas de manera diferente… Si la acción (“el hacer”) es – como dice Hegel – la negatividad, se plantea entonces el problema de saber si la negatividad de quien no tiene “ya nada que hacer” desaparece o bien subsiste en el estado de “negatividad sin empleo”: personalmente, no puedo decidirme más que en una dirección, al ser yo mismo exactamente esta “negatividad sin empleo” (no podría definirme de manera más precisa). Reconozco que Hegel ha previsto esta posibilidad, si bien no la ha situado en el final de los procesos que ha descrito. Imagino que mi vida – o, mejor todavía, su aborto, la herida abierta que es mi vida – constituye por sí misma la refutación del sistema cerrado de Hegel”. (Hollier, 170-171)
El fin de la historia lleva consigo, en consecuencia, un “epilogo” en que la negatividad humana se conserva como “resto” en las formas del erotismo, de la risa, del júbilo ante la muerte. En la luz incierta de este epílogo, el sabio, soberano y consciente de sí, ve pasar antes sus ojos no cabezas animales, sino las figuras acéfalas de unos hommes farouchement religieux, “amantes” o “aprendices de brujo”. Pero el epílogo se revelaría frágil. En 1939, cuando la guerra era ya inevitable, una declaración del Collège de Sociologie traduce su impotencia al denunciar la pasividad y la ausencia de reacciones frente a la guerra, como una forma masiva de “desvirilización”, que transforma a los hombres en una suerte de “ovejas conscientes y resignadas al matadero” (Hollier, 58-59). Aunque fuera en un sentido diverso de aquel que tenía en mente Kojève, los hombres habían vuelto a ser verdaderamente animales.
3. Esnob
“Ningún animal puede ser esnob”.
Alexandre Kojève
En 1968, con ocasión de la segunda edición de la Introduction, cuando el discípulo-rival llevaba seis años muerto, Kojève vuelve al problema del devenir animal del hombre. Y lo hace, una vez más, en forma de una nota adjunta a la nota de la primera edición (si el texto de la Introduction está compuesto esencialmente de los apuntes recogidos por Queneau, las notas son la única parte del libro que con toda seguridad procede de la mano de Kojève). Esa primera nota – señala – era ambigua, por que si admite que en el final de la historia el hombre “propiamente dicho” debe desaparecer, no se puede pretender coherentemente que “todo el resto” ( el arte, el amor, el juego) pueda mantenerse indefinidamente.
“Si el hombre re-deviene un animal, sus artes, sus amores y sus juegos deberán re-devenir también puramente “naturales”. Así pues, habría que admitir que después del fin de la Historia, los hombres construirán sus edificios y sus obras de arte como los pájaros construyen sus nidos y las arañas tejen sus telas, que ejecutarán conciertos musicales de la misma forma que las ranas y cigarras, que jugarán como juegan los animales jóvenes y se entregarán a su amor igual que lo hacen los animales adultos. Pero no se puede decir, entonces, que todo eso “hace feliz al Hombre”. Habría que decir que los animales pos-históricos de la especie Homo sapiens (que vivirán en la abundancia y en plena seguridad) estarán contentos en función de su comportamiento artístico, erótico y lúdico, visto que, por definición, se contentarán con él. (Kojève, 436)
La aniquilación definitiva del hombre en sentido propio debe implicar también, no obstante, de manera necesaria la desaparición del lenguaje humano, sustituido por señales sonoras o mímicas comparables con el lenguaje de las abejas. Pero en tal caso, argumenta Kojève, lo que desaparecería no sería sólo la filosofía, es decir, el amor a la sabiduría, sino la propia posibilidad de una sabiduría como tal.
En este punto la nota enuncia una serie de tesis sobre la filosofía de la historia y sobre la situación actual del mundo, en que no es posible distinguir entre la seriedad absoluta y una ironía no menos absoluta. Así nos enteramos de que, en los años inmediatamente posteriores a la redacción de la primera nota (1946), el autor había comprendido que el “final hegeliano-marxista” de la historia no era un acontecimiento futuro, sino algo que ya se había consumado. Después de la batalla de Jena, la vanguardia de la humanidad alcanzó virtualmente el término de la evolución histórica del hombre. Todo lo que ha venido después – comprendidas de las dos guerras mundiales, el nazismo y la sovietización de Rusia – no representa más que un proceso de aceleración encaminado a alinear el resto del mundo con los países más avanzados de Europa. En ese momento, sin embargo, numerosos viajes a Estado Unidos y la Rusia soviética, realizados entre 1948 y 1958 (es decir, cuando Kojève era ya un alto funcionario del gobierno francés), le convencieron de que, en la vía que conduce a la realización de la condición post-histórica, “los rusos y los chinos no son todavía más que norteamericanos pobres, en vías de rápido enriquecimiento, eso sí”, mientras que los Estados Unidos han alcanzado ya el “estadio final” del “comunismo marxista” (Kojève, 436-437) . De aquí la conclusión que
“el American way of life (es) el género de vida propio del período post-histórico, y que la presencia actual de los Estados Unidos en el mundo prefigura el futuro “presente eterno” de toda la humanidad. Así, el retorno del Hombre a la animalidad aparece entonces no ya como una posibilidad todavía por venir, sino como una certeza ya presente”. (Kojève, 437)
No obstante, en 1959, un viaje a Japón iba a producir un nuevo cambio de perspectiva. En Japón Kojève tuvo ocasión de observar directamente una sociedad que, a pesar de vivir en condiciones post-históricas, no había dejado por ello de ser “humana”:
“La civilización japonesa “post-histórica” ha tomado unas vías diametralmente opuestas a la “vía americana”. Sin duda, en Japón no ha habido nunca una Religión, una Moral ni una Política en el sentido “europeo” o “histórico” de estas palabras. Pero el Esnobismo en estado puro ha creado allí unas disciplinas negadoras del dato “natural” o “animal” que han sobrepasado con mucho en eficacia a aquellas que nacían, en Japón o en otros lugares, de la Acción “histórica”, es decir, de las Luchas guerreras o revolucionarias o del Trabajo forzado. Es verdad que esas cumbres (no igualadas en ninguna otra parte) del esnobismo específicamente japonés que son el teatro Nô, la ceremonia del té o el arte de los ramos de flores han sido y siguen siendo todavía patrimonio exclusivo de los nobles y de los ricos. Pero, a pesar de las desigualdades económicas y sociales persistentes, todos los japoneses, sin excepción, son capaces en la actualidad de vivir en función de valores totalmente formalizados, es decir, vacíos por completo de cualquier contenido “humano” en el sentido de “histórico”. Así, en última instancia, todo japonés es capaz en principio de proceder, por puro esnobismo, a un suicidio perfectamente “gratuito” (la clásica espada del samurai puede ser sustituida por un avión o un torpedo), que no tiene nada que ver con el arriesgar la vida en una lucha llevada a cabo en función de valores “históricos” con un contenido social o político. Lo que parece permitir creer que la interacción recientemente iniciada entre Japón y el Mundo occidental conducirá a fin de cuentas no a una rebarbarización de los japoneses, sino a una “japonización” de los occidentales (comprendidos los rusos).
Ahora bien, visto que ningún animal puede ser esnob, cualquier época post-histórica “japonizada” será específicamente humana. No habrá, pues, un “aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho”, mientras que haya animales de la especie Homo sapiens que puedan servir de soporte “natural” a lo que de humano hay entre los hombres”. (Ibid., 437)
El tono de burla que Bataille reprochaba a su maestro cada vez que éste trataba de describir la condición post-histórica alcanza su cima en esta nota. No sólo el American way of life es equiparado a una vida animal, sino que el sobrevivir del hombre a la historia en forma del esnobismo japonés se asemeja a una versión más elegante (aunque quizá paródica) de esa “negatividad sin empleo” que Bataille trataba de definir a su manera, ciertamente más ingenua, y que a Kojève le debía de parecer de mal gusto.
Tratemos de reflexionar sobre las implicaciones teóricas de esta figura post-histórica de lo humano. El que la humanidad sobreviva a su drama histórico parece insinuar sobre todo entre la historia y su final, una franja de ultrahistoria que recuerda el reino mesiánico de mil años que tanto en la tradición judía como en la cristiana, se instaurará sobre la tierra entre el último acontecimiento mesiánico y la vida eterna (lo que no causa asombro en un pensador que había dedicado su primer trabajo a la filosofía de Soloviev, cuajada de motivos mesiánicos y escatológicos). Pero es decisivo que, en esa franja ultrahistórica, el mantenerse humano del hombre supone la supervivencia de los animales de la especie Homo sapiens que deben servirle de soporte. En efecto, en la lectura hegeliana que lleva a cabo Kojève, el hombre no es una especie biológicamente definida ni una sustancia dada de una vez para siempre: es, más bien, un campo de tensiones dialécticas cortado desde siempre por cesuras que separan en todo momento en su seno – por lo menos virtualmente – la animalidad “antropófora” y la humanidad que en ella se encarna. El hombre sólo existe históricamente es esta tensión: humano sólo puede serlo en la medida en que trasciende y transforma al animal antropóforo que le sostiene, sólo porque, mediante la acción negadora, es capaz de dominar y, eventualmente, de destruir su animalidad misma (es en este sentido en el que Kojève puede escribir que “el hombre es una enfermedad mortal del animal”: 554).
Pero ¿qué es de la animalidad humana en la post-historia? ¿Qué relación hay entre el esnob japonés y su cuerpo animal, y entre éste y la criatura acéfala entrevista por Bataille? Por otra parte, en la conexión entre el hombre y el animal antropóforo, Kojève privilegia el aspecto de la negación y de la muerte y parece no ver el proceso en virtud del cual, en la modernidad, el hombre (o el Estado en su lugar) empieza, por el contrario, a asumir el cuidado de su propia vida animal y la vida natural pasa a ser el objetivo de lo que Foucault ha denominado el biopoder. Quizá el cuerpo del animal antropóforo (el cuerpo del siervo) es el resto no resuelto que el idealismo ha dejado en herencia al pensamiento y las aporías de la filosofía coinciden en las aporías de este cuerpo irreduciblemente tenso y dividido entre animalidad y humanidad.
4. MYSTERIUM DISIUNCTIONIS
Para quien lleve a cabo una investigación “genealógica” del concepto de vida en nuestra cultura, una de las primeras y más instructivas observaciones es que éste no se define nunca como tal. Pero por indeterminado que quede se articula y divide, no obstante, en cada momento, mediante una serie de cesuras y de oposiciones que el confieren una función estratégica decisiva en ámbitos tan aparentemente alejados como la filosofía, la teología, la política y, ya mas tarde, la medicina y la biología. Es decir, todo sucede como si, en nuestra cultura, la vida fuese aquello que no puede ser definido, pero que, precisamente por ello, tiene que ser incesantemente articulado y dividido.
En la historia de la filosofía occidental, esta articulación estratégica se produce en un momento bien definido. Es el momento en que en el De anima, Aristóteles aísla, entre los varios modos en que se dice el término “vivir” el más general y separable:
“El animal se distingue de lo inanimado mediante el vivir. Pero vivir se dice de muchos modos, y diremos que algo vive cuando subsiste por lo menos uno de ellos: el pensamiento, la sensación, el movimiento y el reposo según el lugar, el movimiento según la nutrición, la destrucción y el crecimiento. Por esto todas las especies vegetales nos parecen también dotadas de vida. Es evidente, en efecto, que los vegetales tienen en sí mismos un principio y una potencia que les permite crecer y destruirse en direcciones opuestas… Este principio puede darse sin que se den los otros, mientras que, en los mortales, los otros no pueden darse sin él. Esto se hace evidente en los vegetales, en los que no hay ninguna otra potencia del alma. El vivir pertenece, pues, a los vivientes en virtud de tal principio… Llamamos potencia nutritiva (threptikón) a esa parte del alma de la que participan también los vegetales”. (Aristóteles, 413a, 20; 413b, 8)
Es importante observar que Aristóteles no define en modo alguno qué es la vida: se limita a descomponerla a partir del aislamiento de la función nutritiva, para después proceder a rearticularla en una serie de potencias y facultades distintas y correlacionadas (nutrición, sensación, pensamiento). Vemos aquí en acción el principio del fundamento que constituye el dispositivo estratégico por excelencia del pensamiento de Aristóteles. Consiste en reformular toda pregunta sobre “¿qué es?” como una pregunta sobre “¿En virtud de qué (dia ti) pertenece algo a algo distinto?”. Preguntar por qué se dice que un cierto ser es viviente, significa buscar el fundamento en virtud del cual el vivir pertenece a este ser. Es necesario, pues, que entre los diferentes modos en que el vivir se dice, uno de ellos se separe de los demás hasta el final, para convertirse en el principio mediante el cual la vida puede ser atribuida a un ser determinado. En otras palabras, lo que ha sido separado y dividido (en este caso, la vida nutritiva) es precisamente lo que permite construir – en una suerte de divide et impera – la unidad de la vida como articulación jerárquica de una serie de facultades y oposiciones funcionales.
El aislamiento de la vida nutritiva ( a la que ya los comentaristas antiguos denominaban vegetativa) constituye un acontecimiento, en cualquier sentido fundamental, para la ciencia occidental. Cuando, muchos siglos después, Bichat, en sus Recherches phsysiologiques sur la vie et sur la mort, distingue de la “vida animal”, definida por la relación con un mundo exterior, una “vida orgánica”, que no es más que una “sucesión habitual de asimilaciones y excreciones” (Bichat, 61), es todavía la vida nutritiva de Aristóteles la que establece el oscuro fondo sobre el que destaca la vida de los animales superiores. Según Bichat, es como si en cada organismo superior conviviesen “dos animales”: l`nimal existant au-dedans[1], cuya vida – “orgánica” en la definición de Bichat – no es más que la repetición de una serie de funciones ciegas y privadas de conciencia ( circulación de la sangre, respiración, asimilación, excreción), y l`animal vivant au-dehors[2], cuya vida – la única que para Bichat merece el nombre de “animal” – se define por medio de la relación con el mundo exterior. En el hombre estos dos animales cohabitan, pero no coinciden: la vida orgánica del animal-de-adentro empieza en el feto antes de la propiamente animal, y, en el envejecimiento y la agonía, sobrevive a la muerte del animal-de-afuera.
Resulta superfluo recordar la importancia estratégica que ha tenido en la historia de la medicina moderna el reconocimiento de esta separación entre funciones de la vida vegetativa y funciones de la vida de relación. Los éxitos de la cirugía moderna y de la anestesia se basan precisamente, entre otras cosas, en la posibilidad de dividir y a la vez, articular los dos animales de Bichat. Y cuando, como ha puesto de manifiesto Foucault, el Estado moderno, a partir del siglo XVII, empieza a incluir entre sus tareas esenciales el cuidado de la vida de la población y transforma así su política en biopolítica, realiza su verdadera vocación, esencialmente mediante la progresiva generalización y redefinición del concepto de vida vegetativa (que ahora coincide con el patrimonio biológico de la nación). Y todavía hoy, en las discusiones sobre la definición ex lege de los criterios de la muerte clínica, es un reconocimiento ulterior de esta nuda vida – desconectada de toda actividad cerebral y por así decirlo de todo sujeto – la que decide si un cuerpo puede considerarse vivo o debe ser entregado a la peripecia extrema de los transplantes.
La división de la vida en vegetal y de relación, orgánica y animal, animal y humana, se desplaza pues al interior del viviente hombre como una frontera móvil, y, sin esta íntima cesura, la decisión misma sobre lo que es humano y lo que no lo es sería, probablemente, imposible. La posibilidad de establecer una oposición entre el hombre y los demás vivientes y, al propio tiempo, de organizar la compleja – y no siempre edificante – economía de las relaciones entre los hombres y los animales, sólo se da porque algo como una vida animal se ha separado en el interior del hombre, sólo porque la distancia y la proximidad con el animal se han mensurado y reconocido sobre todo en lo más íntimo y cercano.
Pero si eso es verdad, si la cesura entre lo humano y lo animal se establece fundamentalmente en el interior del hombre, lo que debe plantearse de un modo nuevo es la propia cuestión del hombre, y del “humanismo”. En nuestra cultura, el hombre ha sido pensado siempre como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Ahora tenemos que aprender a pensar, muy de otro modo, al hombre como lo que resulta de la desconexión de esos dos elementos, e investigar no el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. ¿Qué es el hombre, si es siempre el lugar – y a la vez, el resultado – de divisiones y cesuras incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse de qué modo – en el hombre- el hombre ha sido separado del no-hombre y el animal de lo humano, es más urgente que tomar posición sobre las grandes cuestiones, sobre los llamados valores y derechos humanos. Y, quizá, hasta la esfera más luminosa de las relaciones con lo divino dependa, de algún modo, de esa otra esfera, más oscura, que nos separa del animal.
[1] “El animal que existe dentro”.
[2] “El animal que vive afuera”.
5. Fisiología de los Bienaventurados.
¿Qué es este Paraíso, sino la taberna de una incesante
comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París.
La lectura de los tratados medievales sobre la integridad y las propiedades de los cuerpos resucitados es, desde este punto de vista, particularmente instructiva. El problema que los Padres tenían que afrontar era sobre todo el de la identidad entre el cuerpo resucitado y el cuerpo que a los hombres les había tocado en suerte durante su vida. Tal identidad parecía implicar en rigor que toda la materia que había pertenecido al cuerpo del muerto habría de resucitar y recuperar su lugar en propio en el organismo bienaventurado. Pero es precisamente aquí donde empezaban las dificultades. Si, por ejemplo, a un ladrón – más tarde arrepentido y redimido – se le había amputado una mano ¿debía ésta volver a unirse al cuerpo en el momento de la resurrección? Y la costilla de Adán – se pregunta Tomás de Aquino – a partir de la cual se formó el cuerpo de Eva, ¿resucitará en ésta o en Adán? Por otra parte, de acuerdo con la ciencia medieval, los alimentos se transforman en carne viviente por medio de la digestión. En el caso de un antropófago, que se ha alimentado de otros cuerpos humanos, eso supondría que, en la resurrección, una misma materia se reintegraría en varios individuos. ¿Y qué decir de los cabellos y de la uñas? ¿Y del esperma, del sudor, de la leche, de la orina y de las otras secreciones? Si los intestinos resucitan – argumenta un teólogo – tendrán que hacerlo llenos o vacíos. Si están llenos, significa que hasta las inmundicias resucitarán; si están vacíos, tendremos entonces un órgano que ya no tendrá natural alguna.
El problema de la identidad y de la integridad del cuerpo resucitado se convierte así muy pronto en el de la fisiología de la vida bienaventurada. ¿En qué forma habrán de ser concebidas las funciones vitales del cuerpo paradisíaco? Para orientarse en un terreno tan accidentado, los Padres tenían a su disposición un paradigma útil: el cuerpo edénico de Adán y Eva antes de la caída. “Lo que Dios planta en las delicias de la eterna y bienaventurada felicidad – escribe Scoto Erigena – es la misma naturaleza humana creada a la imagen de Dios” (Scoto, 822). En esta perspectiva, la fisiología del cuerpo bienaventurado podía presentarse como una restauración del cuerpo edénico, arquetipo de la incorrupta naturaleza humana. Pero esto implicaba algunas consecuencias que los Padres no se atrevían a aceptar en su integridad. Desde luego, como había explicado Agustín, la sexualidad de Adán antes de la caída no se parecía a la nuestra, visto que sus partes sexuales podían moverse a voluntad no de otro modo que las manos y los pies, de forma que la unión sexual podía producirse sin necesidad de ningún estímulo de la concupiscencia. Y el alimento de Adán era infinitamente más noble que el nuestro, porque consistía exclusivamente en los frutos de los árboles del paraíso. Pero, aun así, ¿cómo concebir el uso de los órganos sexuales, e incluso de los alimentos, por los bienaventurados?
En efecto, si se admitía que los resucitados hacían uso de la sexualidad para reproducirse y de la comida para alimentarse, ello implicaba que el número de hombres se incrementaría infinitamente, como infinita sería la mudanza de su forma corporal, y que existirían innumerables bienaventurados que no habrían vivido antes de la resurrección y cuya humanidad sería pues, imposible definir. Las dos funciones principales de la vida animal – la nutrición y la generación – están ordenadas a la conservación del individuo y de la especia; pero, después de la resurrección, el género humano alcanzaría un número preestablecido y, en ausencia de la muerte, las dos funciones serían completamente inútiles. Además, si los resucitados siguieran comiendo y reproduciéndose, el Paraíso no sería suficientemente grande no ya para dar cabida a todos, sino incluso para recoger excrementos, lo que justifica la irónica invectiva de Guillermo de París: maledicta Paradisus in qua tantum cacatur!
Pero había una doctrina aún más insidiosa, que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino – desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta operación de la naturaleza humana – a fin de que en el Paraíso todo en el hombre fuera bienaventurado, tanto en el orden de las potencias corporales como en el de las espirituales. Contra tales herejes – que asimila a los mahometanos y a los judíos – Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum. La resurrección – enseña – se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.
Así pues, las operaciones naturales que se ordenan a producir o conservar la primera perfección de la naturaleza humana, no existirán en la resurrección… Y como el comer, beber, dormir y engendrar pertenecen a la vida animal, pues están ordenados a la primera perfección natural, no se darán en la resurrección. (Tomás de Aquino 1955, 51-52)
El mismo autor que poco antes había afirmado que el pecado del hombre no había cambiado en nada la naturaleza y la condición de los animales, proclama ahora sin reservas que la vida animal está excluida del Paraíso, que la vida bienaventurada no es en ningún caso una vida animal. En consecuencia, tampoco las plantas y los animales tendrán cabida en el Paraíso, “se corromperán según el todo y según la parte” (ibid). En el cuerpo de los resucitados, las funciones animales permanecerán “ociosas y vacías” exactamente como, según la teología medieval, después de la expulsión de Adán y Eva, el Edén queda vacío de cualquier vida humana. No toda la carne será salvada, y en la fisiología de los bienaventurados, la oikonomía divina de la salvación deja un resto irredimible.
6. Cognitio Experimentalis
Ahora nos es ya posible anticipar algunas hipótesis provisionales sobre las razones que hacen tan enigmática la representación de los justos con cabeza animal en la miniatura de la Ambrosiana. El final mesiánico de la historia o el cumplimiento de la oikonomía divina de la salvación definen un umbral crítico, en que la diferencia entre lo animal y lo humano, tan decisiva para nuestra cultura, está amenazada de desaparición. Es decir, la relación entre el hombre y el animal delimita un ámbito esencial, en el que la investigación histórica tiene que confrontarse necesariamente con esa franja ultrahistórica a la que no se puede acceder sin apelar a la filosofía primera. Como si la determinación de la frontera entre lo humano y lo animal no fuera una cuestión más entre las que debaten filósofos y teólogos, científicos y políticos, sino una operación metafísico-política fundamental, en la que sólo puede decidirse y producirse algo como un “hombre”. Si vida animal y vida humana se superpusieran perfectamente, ni el hombre ni el animal – ni quizá tampoco lo divino – serían ya pensables. Por eso la llegada a la post-historia implica de modo necesario la reactualización del umbral prehistórico en que aquella frontera quedó definida. El Paraíso siembre la duda sobre el Edén.
En un párrafo de la Summa, que lleva el significativo título de Ultrum Adam un statu innocentiae animalibus domesticus dominaretur, santo Tomás parece aproximarse al centro del problema, evocando un “experimento cognitivo” que tendría su lugar propio en la relación entre el hombre y el animal.
“En el estado de inocencia – escribe – los hombres no precisaban de los animales por necesidad física. Ni para cubrirse, porque no se avergonzaban de su desnudez, ya que no tenían ningún impulso de concupiscencia desordenada; ni para alimentarse, ya que obtenían su subsistencia de los árboles del paraíso; no como medio de transporte, por el vigor de sus cuerpos. En realidad sólo los necesitaban para extraer conocimiento experimental de su naturaleza (indigebant tamen eis ad experimentalem cognitionem sumendam de naturas forum). Esto se nos muestra por el hecho de que Dios condujo a los animales ante Adán para que les diera un nombre que designara su naturaleza.
( Tomás de Aquino 1963, 193)
Lo que tendremos que tratar de captar es todo lo que está en juego en esta cognitio experimentalis. Quizá no sólo la teología y la filosofía, sino también la política, la ética y la jurisprudencia están en tensión y en suspenso en la diferencia entre el hombre y el animal. El experimento cognitivo que se cuestiona en esta diferencia concierne en última instancia a la naturaleza del hombre – más precisamente a la producción y la definición de esta naturaleza -, es un experimento de hominis natura. Cuando la diferencia se anula y los dos términos entran en una relación de vaciamiento recíproco – como parece suceder hoy – también desaparece la diferencia entre el ser y la nada, lo lícito y lo ilícito, lo divino y lo demoníaco, y, en su lugar, aparece algo para lo que ni siquiera parecemos disponer de nombres. Quizá también los campos de concentración y de exterminio son un experimento de este género, un intento extremo y monstruoso de decidir entre lo humano y lo inhumano, que ha terminado por arrastrar en su ruina la propia posibilidad de la distinción.
7. Taxonomías.
“Cartesius certe non vidit simios”[1].
Carlo Linneo.
Linneo, el fundador de la taxonomía científica moderna, tenía debilidad por los monos. Y es probable que tuviera ocasión de verlos de cerca durante su estancia de estudios en Amsterdam, que era entonces un centro importante para el comercio de animales exóticos. Mas tarde, ya de vuelta a Suecia y convertido en protomédico real, reunió en Upsala un pequeño zoo, que incluía monos de diferentes especies, entre los que, según se cuenta, tenia predilección por un macaco hembra de nombre Diana. En cualquier caso, no estaba dispuesto a conceder fácilmente a los teólogos que los monos, como los restantes bruta, se distinguieran sustancialmente de los hombres por estar privados de alma. Una nota al Systema naturae liquida expeditivamente la teoría cartesiana que concebía a los animales en paridad con los automata mechanica, con una afirmación que deja ver su enojo: “evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. Y en un escrito posterior, que lleva por titulo Menniskans Cousiner, primos del hombre, explica hasta qué punto es arduo señalar, desde el punto de vista de las ciencias de la naturaleza, la diferencia entre los monos antropomorfos y el hombre. No se trata, desde luego, de que no advirtiera la clara diferencia que separa al hombre del animal en el plano moral y religioso:
“El hombre es el animal al que el Creador ha encontrado digno de honrar con una mente tan maravillosa y ha querido hacerle su favorito, reservándole una existencia mas noble; Dios llega incluso a enviar a la tierra a su único hijo para salvarle.” (Linneo 1955, 4)
Pero todo esto, concluía,
“pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista, que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos mas que el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los otros dientes.” (Ibíd.)
El gesto perentorio con que, en el Systema naturae, inscribe al Hombre en el orden de los Anthropomorpha (que, a partir de la décima edición de 1758, son llamados Primates) junto a Simia, Lemury Vespertilio (el murciélago) no puede, pues, sorprendernos. Por otra parte, a pesar de las polémicas que su gesto no dejó de suscitar, el problema estaba ya en cierto modo en el aire. Bastante antes John Ray, en 1693, había singularizado entre los cuadrúpedos al grupo de los Anthropomorpha, “semejantes al hombre”. En general, en el Antiguo Régimen las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y fluctuantes de lo que serian en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los órdenes y las clases, porque se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. Un testigo tan fiable como John Locke refiere como cosa más o menos cierta la historia del papagayo del príncipe de Nassau, que era capaz de sostener una conversación y de responder a las preguntas “como una criatura razonable”. Además, la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas zonas de indiferencia en las que no era posible asignar identidades ciertas. Una obra científica seria como la Ichtiologia de Peter Artedi (1738) mencionaba todavía a las sirenas junto a las focas y los leones marinos, y el propio Linneo, en su Pan Europaeus, clasifica a la sirena -a la que el anatomista danés Caspar Bartholin todavía llamaba Homo marinus- al lado del hombre y el mono. Por otra parte, también el límite entre los monos antropomorfos y algunas poblaciones primitivas era todo menos claro. La primera descripción de un orang-utan por el medico Nicolas Tulp en 1641 subraya los aspectos humanos de este Homo sylvestris (tal es el significado de la expresión malaya orang-utan); y seria necesario esperar hasta la disertación de Edward Tyson “Orang-Outang”, sive Homo Sylvestris, or the Anatomy of a Pygmie (1699) para que la diferencia física entre el mono y el hombre se estableciera por primera vez sobre las salidas bases de la anatomía comparada. Aunque esta obra sea considerada como una suerte de incunable de la primatología, la criatura a la que Tyson denomina “pigmeo” (a la que distinguen del hombre desde un punto de vista anatómico cuarenta y ocho caracteres, y treinta y cuatro del mono) representa aún para él un tipo de “animal intermedio” entre el mono y el hombre, que se sitúa con respecto a este en una relación simétricamente opuesta al ángel.
“El animal cuya anatomía he proporcionado -escribía Tyson a lord Falconer en su dedicatoria- es el más cercano a la humanidad y parece constituir el nexo entre lo animal y lo racional, de la misma forma que Su Señoría y las personas de su rango se aproximan por conocimiento y sabiduría a ese genero de criaturas que están inmediatamente por encima de nosotros.”
Basta con una simple mirada al título completo de la disertación para darse cuanta de como las fronteras de lo humano estaban amenazadas entonces no solo por animales verdaderos, sino también por las criaturas de la mitología: Orang-Outang, sive Homo Sylvestris, or the Anatomy of a Pygmie Compared with that of a Monkey, an Ape and a Man, to which is Added a Philological Essay Concerning the Pygmies, the Cynocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients: Wherein it Will Appear that They are Either Apes or Monkeys, and not Men, as Formerly Pretended.
En verdad, el genio de Linneo no consiste tanto en la resolución con que inscribe al hombre entre los primates, como en la ironía con que - estableciendo una diversidad con respecto a las demás especies— se abstiene de añadir al nombre genérico Homo cualquier contraseña especifica salvo el viejo adagio filosófico: nosce te ipsum[2]. Y aunque, en la décima edición, la denominación completa pasa a ser Homo sapiens, el nuevo epíteto no representa, con toda evidencia, una descripción, sino que es tan solo una trivialización de aquel adagio que, por lo demás, se mantiene junto al término Homo. Merece la pena reflexionar sobre esta anomalía taxonómica, que inscribe como diferencia especifica un imperativo, no un dato.
Un análisis del Introitus que abre el Systema no deja dudas en cuanto al sentido que Linneo atribuía a su lema: el hombre no tiene ninguna identidad especifica, si no es la de poderse reconocer. Pero definir lo humano no mediante una nota characteristica, sino en virtud del conocimiento de si mismo, significa que es hombre aquel que se reconozca como tal, que el hombre es el animal que debe reconocerse como humano para serlo. En el momento del nacimiento, escribe en efecto Linneo, la naturaleza ha arrojado al hombre “desnudo sobre la desnuda tierra”, incapaz de conocer, hablar, caminar, alimentarse, a no ser que todo esto le sea enseñado (Nudus in nuda terra… cui scire nichil sine doctrina non fari, non ingredi, non vesci, non aliud naturae sponte). Solo deviene el mismo si se eleva por encima del hombre (o quam contempta res est homo, nisi supra humana se erexerit: Linneo 1735, 6).
En una carta a un crítico, Johann Georg Gmelin, que le había objetado que en el Systema el hombre parece haber sido creado a imagen del mono, Linneo responde alegando las razones de su lema: “Y, sin embargo, el hombre se reconoce a si mismo. Quizá debería suprimir estas palabras. Pero le pido, y pido al mundo entero, que me señale una diferencia genérica entre el mono y el hombre, que este de acuerdo con la historia natural. Yo no conozco ninguna” (Gmelin, 55). Las anotaciones para la respuesta a otro critico, Theodor Klein, ponen de manifiesto hasta qué punto Linneo estaba dispuesto a desarrollar la ironía implícita en la formula Homo sapiens. Los que, como Klein, no se reconocen en la posición que el Systema asigna al hombre, deberían aplicarse a si mismos el nosce te ipsum: al no haberse sabido reconocer como hombres, se han incluido ellos mismos entre los monos.
Homo sapiens no es, pues, una sustancia ni una especie claramente definida; es, antes bien, una maquina o un artificio para producir el reconocimiento de lo humano. Según el gusto de la época, la maquina antropogénica (o antropológica, como podemos llamarla sirviéndonos de una expresión de Furio Jesi) es una maquina óptica (tal es, también, según los estudios mas recientes, el artificio descrito en el Leviatán, de cuya introducción quizá extrajo Linneo su lema: nosce te ipsum; read thy self, como Hobbes traduce este saying not of late understood) constituida por una serie de espejos en los que el hombre, al mirarse, ve la propia imagen siempre deformada con rasgos de mono. Homo es un animal constitutivamente “antropomorfo” (es decir, “semejante al hombre” según el término que Linneo emplea ininterrumpidamente hasta la décima edición del Systema), que debe, para ser humano, reconocerse en un no-hombre.
En la iconografía medieval, el mono sostiene un espejo, en el que el hombre pecador debe reconocerse como simia dei. En la maquina óptica de Linneo, el que se niega a reconocerse en el simio, en simio se convierte: parafraseando a Pascal, qui fait l`homme fait le singe. Por esto, al final de la introducción al Systema, Linneo, que ha definido Homo como el animal que es solo si se reconoce no ser, tiene que soportar que unos monazos vestidos de críticos se le echen encima y se burlen de él: ideoque ringentium satyricorum cachinnos, meisque humeris insilientium cercopithecorum exsultationes sustinui.
[1] “Evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. (Nota al pie agregada por Rodrigo Díaz)
[2] En Ingles su traducción puede ser: “Know thyself”, lo cual en español se pude traducir: “Conócete a ti mismo”. Siendo “thyself” una palabra antigua para la significación “yourself”. En el caso de este capitulo, a mi parecer, la traducción mas apropiada sería: “Reconócete”. En griego este adagio se escribe asi: γνώθι σαυτόν. (Nota agregada por Rodrigo Díaz)
8. Sin Rango.
La máquina antropológica del humanismo es un dispositivo irónico, que verifica la ausencia en Homo de una naturaleza propia, y le mantiene suspendido entre una naturaleza celestial y una terrena, entre lo animal y lo humano, y, en consecuencia, su ser siempre menos y siempre más que él mismo. Esto es algo que resulta evidente en ese “manifiesto del humanismo” que es la oración de Pico della Mirandola, a la que se sigue llamando impropiamente De hominis dignitate, aunque no contiene – ni, por otra parte, habría podido aplicárselo en modo alguno – el término dignitas, que significa sencillamente “rango”. El paradigma que presenta está lejos de ser edificante. La tesis central de la oración es, en rigor, que el hombre, al haber sido plasmado cuando se habían agotado ya todos los modelos de la creación (iam plenia omnia {scil. archetipa}; omnia summis, mediis infimisque ordinibus fuerant distributa), no puede tener ni arquetipo ni lugar propio (certa sedem) ni rango específico (nec munus ullum peculiare: Pico della Mirandola, 102). Antes bien, dado que su creación se ha producido sin ningún modelo definido (indiscretae opus imaginis), no tiene propiamente ni siquiera una cara (nec propiam faciem; ibid.) y debe modelarla a su arbitrio en forma animal o divina (tui ipsius quasi arbitrarius honorariusque plastes et fictor, in quam malueris tute forman effingas. Potreéis in inferiora quae sunt bruta degenerare; potreéis in superiora quae sunt divina ex tui animi sentencia regenerari, ibid., 102 – 104). En esta definición por medio de la ausencia de rostro, opera la misma maquina irónica que, tres siglos después, moverá a Linneo a clasificar al hombre entre los Anthropomorpha, entre los animales “semejantes al hombre”. En tanto que no tiene esencia ni vocación específica, Homo es constitutivamente no-humano; puede recibir todas las naturalezas y todas las caras (Nascenti homini omnifaria semina et omnigenae vita germina indidit Pater: ibid., 104), lo que permite a Pico subrayar irónicamente sus inconsistencias y su inclasificabilidad, y llegar a definirlo como “nuestro camaleón” (Quis hunc nostrum chamaeleonta non admiretur?: ibid.). El descubrimiento humanístico del hombre es el descubrimiento de ese faltarse a sí mismo, de su irremediable ausencia de dignitas.
A esa labilidad y esa inhumanidad de lo humano corresponde en Linneo la inscripción en la especie Homo sapiens de la enigmática variante Homo ferus, que parece desmentir punto por punto las características del más noble de los primates: es tetrapus (camina a cuatro patas), mutus (privado de lenguaje), birsutus (cubierto de pelo). El repertorio que sigue en la edición de 1758 especifica su identidad precisa: se trata de los enfants sauvages o niños-lobo, de quienes el Sistema recoge cinco apariciones en menos de quince años: el joven de Hannover (1724), los dos pueri pyrenaici (1719), la puella transilana (1717), la puella campanica (1731). En el momento en que las ciencias del hombre empiezan a establecer los contornos de sus facies, los enfants sauvages, que aparecen cada vez con mayor frecuencia en las cercanías de las aldeas europeas, son los mensajeros de la inhumanidad del hombre, los testigos de su frágil identidad y de su ausencia de un rostro propio. Frente a estos seres mudos e inciertos, la pasión con que los hombres del Ancien Régime trataban de reconocerse en ellos y de “humanizarlos” pone de manifiesto hasta qué punto eran conscientes de la precariedad de lo humano. Como escribe lord Monboddo en el prefacio de la versión inglesa de la Historie d`une jeune fille sauvage, trouvée dans le bois à l`age de dix ans, sabían perfectamente que “la razón y la sensibilidad animal, por muy diferentes que podamos imaginarlas, se influyen recíprocamente mediante transiciones hasta tal punto imperceptibles, que es más difícil trazar la línea que las separa que la que distingue al animal del vegetal” (Hecquet, 6). Los rasgos del rostro humano son – y serán aún por algún tiempo – tan indecisos y aleatorios que están siempre deshaciéndose y borrándose como los de un ser momentáneo: “¿Quién puede decir – escribe Diderot en el Rêve de D`alembert – si ese bípedo deforme, que sólo tiene cuatro pies de alto, al que en las cercanías del polo se llama todavía hombre y que no tardaría en perder este nombre si se deformara aún un poco más, no es la imagen de una especie que pasa? (Diderot, 130)
9. Máquina Antropológica.
“Homo alalus primigenius Haeckelii…”
Hans Vaihinger.
En 1889, Ernst Haeckel, profesor de la Universidad de Jena, pública para el editor Corner de Stuttgart Die Welträsel (Los enigmas del Universo), que, frente a todo dualismo y toda metafísica, se proponía reconciliar la investigación filosófica de la verdad con los progresos de las ciencias naturales. A pesar de la tecnicidad y amplitud de los problemas abordados, el libro superó en pocos años los ciento cincuenta mil ejemplares y se convirtió en una suerte de evangelio del progresismo científico. El título contenía algo más que una alusión irónica al discurso que Emil Du Bois-Reymond había pronunciado algunos años antes en la Academia de Ciencias de Berlín, en el que el célebre hombre de ciencia había enumerado siete “enigmas del universo”, entre los que tres le parecían “trascendentes e irresolubles”, tres solubres, pero no resueltos todavía, y uno incierto. En el quinto capítulo de su libro, Haeckel, que consideraba liquidados los primeros tres enigmas con su propia doctrina de la sustancia, se concentra en “ese problema de los problemas” que es el origen del hombre, y que de alguna manera reúne en él los tres problemas solubles, pero todavía no resueltos de Du Bois-Reymond. En esta ocasión, consideraba que había solucionado definitivamente la cuestión por medio de un desarrollo radical y coherente del evolucionismo darviniano.
Ya Thomas Huxley, explica, había puesto de manifiesto que la “teoría de que el hombre desciende del mono era una consecuencia necesaria del darwinismo” (Haeckel, 37); pero precisamente esta certeza imponía la difícil tarea de reconstruir la historia de la evolución del hombre sobre la base de los resultados de la anatomía comparada, por una parte, y de los hallazgos de la investigación paleontológica, por otra. Haeckel ya había dedicado a este empeño, en 1874, su Anthropogenie, en que reconstruía la historia del hombre desde los peces del período Silúrico hasta los monos-hombre o Antropomorfos del Mioceno. Pero su pretensión científica – de la que se manifiesta razonablemente orgulloso – es la de haber formulado la hipótesis, como forma de paso de los monos antropomorfos (o monos-hombre) al hombre, de un ser particular al que denomina “hombre-mono” (Affenmensch) o, en cuanto privado de lenguaje, Pithecanthropus alalus:
“De los Placentados, en los inicios del Terciario (Eoceno) surgieron los primeros antecesores de los Primates, los prosimios, a partir de los cuales, en el Mioceno, se desarrollaron los monos en sentido propio; y, más precisamente, de los Catarrinos salieron primero los monos-perro, los Cinopitecos, y después los monos-hombre o Antropomorfos. De una rama de estos últimos surge en el Plioceno el hombre-mono privado de lenguaje; Pithecanthropus alalus, y en fin, de este último el hombre hablante”. (Ibid)
La existencia de este pitecántropo u hombre-mono, que, en 1874, no era más que una hipótesis, se convirtió en realidad cuando, en 1891, Eugen Dubois, un médico militar holandés, descubrió en la isla de Java un trozo de cráneo y un fémur similares a los del hombre actual y, con gran contento de Haeckel – del que era, además, un lector entusiasta -, bautizó al nuevo ser al que pertenecían esos restos como Pithecanthropus erectus. “Éste es – afirma Haeckel perentoriamente – el tan buscado missing link, el supuesto eslabón que faltaba en la cadena evolutiva de los primates, que se desarrolla sin interrupción desde los monos catarrinos inferiores hasta el hombre altamente desarrollado”(ibid., 39)
La idea de este sprachloser Urmensch – como Haeckel lo define también – implicaba, no obstante, aporías de las que no parece darse cuenta en absoluto. El paso del animal al hombre, a pesar del énfasis puesto en la anatomía comparada y en los hallazgos paleontológicos, era en realidad el producto de una sustracción que no tenía nada que ver ni con una ni con otros, y que, por el contrario, era presupuesto como signo distintivo de lo humano: el lenguaje. Al identificarse con él, el hombre hablante poner fuera de sí mismo, como ya y no todavía humano, el propio mutismo.
Correspondió a un lingüista, Herman Steinthal – que era asimismo uno de los últimos representantes de esa Wissenchaft des Judentums que había tratado de aplicar los métodos de la ciencia moderna al estudio del judaísmo -, pone de manifiesto las aporías implícitas en la teoría hackeliana del Homo alalus y, más generalmente, de lo que podemos denominar la máquina antropológica de los modernos. En sus investigaciones sobre el origen del lenguaje, Steinthal había anticipado por su cuenta, bastantes años antes de Haeckel, la idea de un estadio prelingüistico de la humanidad. Había tratado de imaginar una fase de la vida perceptiva del hombre en la que el lenguaje no había hecho todavía su aparición y la había comparado con la vida perceptiva del animal, y después se había empeñado en mostrar en qué forma el lenguaje podría surgir de la vida perceptiva del hombre y no de la del animal. Pero precisamente aquí se manifestaba un aporía de la que el autor sólo logró darse cuenta con claridad algunos años después:
“Comparamos ese estadio puramente hipotético del almo humana con la animal, y encontramos en el primero, en general y bajo cualquier aspecto, un exceso de fuerzas. Después dejamos que el alma humana aplicase ese exceso a la creación del lenguaje. Así pudimos mostrar el por qué el lenguaje se originaba en el alma humana y en sus percepciones y no en la del animal… Pero en nuestra descripción del alma humana y del alma animal tuvimos que prescindir del lenguaje, cuya posibilidad es lo que se trataba precisamente de probar. Había que mostrar sobre todo de dónde provenía esa fuerza gracias a la cual el alma forma el lenguaje; y esa fuerza capaz de crear el lenguaje no podía provenir, obviamente, del lenguaje mismo. Por eso simulamos un estadio humano anterior al lenguaje. Pero se trata solamente de una ficción: el lenguaje es tan necesario y natural para el ser humano que sin él el hombre no podría ni existir ni ser pensado como existente. O el hombre tiene el lenguaje, o sencillamente no existe. Por otra parte – y es esto en rigor lo que justifica la ficción – el lenguaje no puede ser considerado como ya ínsito en el alma humana: es un producción del hombre, si bien no plenamente consciente todavía. Es un estadio del desarrollo del alma y requiere una deducción a partir de los estadios precedentes. Con él empieza la auténtica actividad humana: es el puente que conduce de la animalidad a la humanidad… Pero hemos querido explicar mediante una comparación del animal con el hombre-animal por qué sólo el alma humana construye este puente, por qué sólo el hombre y no el animal progresa por medio del lenguaje desde la animalidad hasta la humanidad. Esta comparación nos enseña que el hombre, tal como debemos imaginarlo, es decir, sin lenguaje, es un hombre-animal [Tiermenschen] y no un animal humano [Menschentier], es ya siempre un tipo de hombre y no un tipo de animal”. (Steinthal, 355-356)
Lo que distingue al hombre del animal es el lenguaje, pero éste no es un dato natural ya ínsito en la estructura psicofísica del hombre, sino una producción histórica que, como tal, no puede ser asignada en propio ni al animal ni al hombre. Si se prescinde de este elemento, la diferencia entre el hombre y el animal desaparece, a menos que se imagine un hombre no hablante – Homo alalus, precisamente – que serviría de puente de paso de lo animal a lo humano. Pero esto es, con toda evidencia, sólo una sombra del lenguaje, una pre-suposición del hombre hablante, por medio de la cual obtenemos siempre y solamente una animalización del hombre (un hombre-animal como el hombre-mono de Haeckel) o una humanización del animal (mono-hombre). El hombre-animal y el animal-hombre son las dos caras de un mismo hiato, que ni una ni otra parte pueden colmar.
Al volver algunos años después sobre su teoría, cuando había llegado a conocer las tesis de Darwin y Haeckel, ya en el centro del debate científico y filosófico, Steinthal se cuenta perfectamente de la contradicción que estaba implícita en su hipótesis. Lo que había tratado de comprender era por qué sólo el hombre y no el animal crea el lenguaje; pero esto equivale a comprender el modo ñeque el hombre tiene su origen en él. Y es aquí donde surgía la contradicción:
“El estadio prelingüístico de la intuición sólo puede ser uno y no doble, y no puede ser diferente en el animal y en el hombre. Si fuera distinto, es decir, si el hombre fuera superior por naturaleza al mono, el origen del hombre no coincidiría entonces con el origen del lenguaje, sino con el origen de su forma superior de intuición derivada de la inferior del animal. Sin darme cuenta de esto, estaba presuponiendo ese origen: el hombre con sus características humanas se me ofrecía, en realidad, por medio de la creación, y después yo trataba de descubrir el origen del lenguaje del hombre. Pero, de este modo, contradecía mi premisa, es decir, que el origen del hombre y el del lenguaje eran lo mismo; ponía al hombre primero y le dejaba que después produjera el lenguaje”. (Steinthal 1877, 303)
La contradicción que Steinthal capta aquí es la misma que define a la máquina antropológica que – en sus dos variantes, antigua y moderna – está presente en nuestra cultura. Desde el momento en que lo que en ella está en juego es la producción de lo humano por medio de la oposición hombre/animal, humano/inhumano, la máquina funciona de modo necesario mediante una exclusión (que es siempre también una aprehensión) y una inclusión (que es también y ya siempre una exclusión). Precisamente porque lo humano está ya presupuesto en todo momento, la máquina produce en realidad una suerte de estado de excepción, una zona de indeterminación en que el fuera no es más que la exclusión de un dentro y el dentro, a su vez, no es más que la exclusión de un afuera.
Sea la máquina antropológica de los modernos. Funciona, como hemos visto, excluyendo de sí como no humano (todavía) un ya humano, es decir, animalizando lo humano, aislando lo no humano en el hombre: Homo alalus, o el hombre-mono. Y basta con adelantar algunas décadas nuestro campo de investigación y, en lugar de inocuo hallazgo paleontológico, encontramos al judío, es decir, al no-hombre producto del hombre, o al néomort y el ultracomatoso, es decir, el animal aislado en el propio cuerpo humano.
El funcionamiento de la máquina de los antiguos es exactamente simétrico. Si, en la máquina de los modernos, el afuera se produce por medio de la exclusión de un dentro y lo inhumano por la animalización de lo humano, aquí el dentro se obtiene por medio de la inclusión de un afuera y el no hombre por la humanización de un animal: el simio-hombre, el enfant sauvage u Homo ferus, pero también y sobre todo el esclavo, el bárbaro, el extranjero como figuras de un animal con forma humana.
Las dos máquinas no pueden funcionar más que instituyendo en su centro una zona de indiferencia en que debe producirse – como un missing link que siempre falta or que está ya virtualmente presente – la articulación entre lo humano y lo animal, el hombre y el no-hombre, el hablante y el viviente. Como todo espacio de excepción, esta zona está, en realidad, perfectamente vacía, y lo verdaderamente humano que debería realizarse en ella es sólo el lugar de una decisión incesantemente demorada, en que las cesuras y su articulación son siempre de nuevo dis-locadas y desplazadas. Lo que debería ser obtenido así no es en cualquier caso ni una vida animal ni una vida humana, sino tan sólo una vida separada y excluida de sí misma, nada más que una nuda vida.
Y frente a esta figura extrema de lo humano y de lo inhumano, no se trata tanto de preguntarse cuál de las dos máquinas ( o de las dos variantes de la misma máquina) es mejor o más eficaz – o más bien menos sangrienta o letal – como de comprender su funcionamiento para poder, eventualmente, pararlas.
10. Umwelt
Ningún animal puede entrar en relación con un
objeto como tal.
Jacob Von Uexküll
Es una suerte que el barón Jacob Von Uexküll, a quien hoy se considera uno de los más importantes zoólogos del siglo XX y también uno de los fundadores de la ecología, se arruinara en la Primera Guerra Mundial. Bien es verdad que ya antes, primero como investigador libre en Heidelberg y después en la estación zoológica de Nápoles, se había labrado un discreta reputación científica por sus investigaciones sobre la fisiología y el sistema nervioso de los invertebrados. Pero, con la pérdida de su patrimonio familiar, se vio obligado a abandonar el sol meridional (aunque conservó una villa en Capri, donde moriría en 1944 en la que Walter Benjamín se alojó durante algunos meses) y a ingresar en la Universidad de Hamburgo, en la que fundó el Institut für Umweltforschung que acabaría por otorgarle celebridad.
Las investigaciones del Uexküll sobre el ambiente animal son coetáneas de la física cuántica y de las vanguardias artísticas. Al igual que éstas, expresan el abandono sin reservas del cualquier perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida y la deshumanización radical de la imagen de la naturaleza ( no debe sorprender, pues, que ejercieran una fuerte influencia tanto sobre el filósofo que más se ha esforzado en el siglo veinte por separar al hombre del viviente – Heidegger – y sobre otro filósofo – Deleuze – que trato de pensar al animal de modo absolutamente no antropomórfico). Allí donde la ciencia clásica veía un mundo único, que incluía dentro de sí todas las especies jerárquicamente ordenadas, desde las formas más elementales hasta los organismo superiores, Uexküll parte, por el contrario, de una infinita variedad de mundos perceptivos, todos perfectos por igual y vinculados entre sí como una gigantesca partitura musical, aunque no comunicantes y recíprocamente excluyentes, en cuyo centro están pequeños seres familiares y, a la vez, remotos, que se llaman Echinus esculentus, Amoeba terrícola, Rhizostoma pulmo, Sipunculus, Anemonia sulfata, Ixodes ricinos, etc. Ésta es la razón por la que Uexküll denomina “paseos por mundos incognoscibles” a sus reconstrucciones del ambiente del erizo de mar, de la ameba, de la medusa, del gusano marino, de la anémona marina, de la garrapata – que tales son sus nombres ordinarios – y de otros minúsculos organismos por los que tenía predilección, porque su unidad funcional con el ambiente parece a primera vista muy alejada a la del hombre y de los denominados animales superiores.
Imaginamos demasiado a menudo – sostiene – que las relaciones que mantiene un determinado sujeto animal con las cosas de su ambiente tienen lugar en el mismo espacio y el mismo tiempo que aquellas que nos ligan a los objetos de nuestro mundo humano. Esta ilusión reposa en la creencia en un mundo único en el que estarían situados todos los seres vivos. Uexküll muestra que no existe un mundo unitario así, de la misma forma que no existen un tiempo y espacio iguales para todos los vivientes. La abeja, la libélula o la mosca que vuelan a nuestro alrededor en un día soleado, no se mueven en el mismo mundo en que las observamos ni comparten con nosotros – o entre ellas – el mismo tiempo y el mismo espacio.
Uexküll empieza por distinguir cuidadosamente la Umgebung, el espacio objetivo en el que vemos moverse a un ser vivo, de la Umwelt, el mundo-ambiente que está constituido por una serie más o menos dilatada de elementos a los que llama “portadores de significado” (Bedeutungsträger) o de “marcas” (Merkmalträger), que son los únicos que interesan a los animales. La Umbegung es, en realidad, nuestra propia Umwelt, a la que el autor no atribuye ningún privilegio especial y que, como tal, puede variar ella misma según el punto de vista desde el que la observemos. No existe un bosque en cuanto ambiente objetivamente determinado: existe un bosque-para-el guarda-forestal, un bosque-para-el cazador, un bosque-para-el botánico, un bosque-para-el caminante, un bosque-para el amigo de la naturaleza, un bosque-para-el leñador y, en fin, un bosque de fábula en el que se pierde Caperucita Roja. Hasta un detalle mínimo – por ejemplo, el tallo de una flor campestre -, considerado en cuanto portador de significado, constituye en cada caso un elemento diferente de un ambiente diferente, que depende, por ejemplo, de que sea observado en el ambiente de una joven que coge sus flores para hacerse un ramillete y prenderlo en su blusa, en el de la hormiga que lo utiliza como un trayecto ideal para llegar al alimento que se le ofrece en el cáliz de la flor, en el de la larva de la cigarra que agujerea su canal medular y lo utiliza después como una bomba para obtener las partes líquidas de su capullo aéreo, y, en fin, en el de la vaca que se limita a masticarlo y tragárselo para alimentarse.
Cada ambiente es una unidad cerrada en sí misma, que resulta de la captación selectiva de una serie de elementos o de “marcas” en la Umbegung, que no es otra cosa, a su vez, que el ambiente del hombre. La primera tarea del investigador que observa a un animal es la de reconocer los “portadores de significados” que constituyen su ambiente. Éstos no están, sin embargo, objetiva y efectivamente aislados, sino que constituyen un estricta unidad funcional – o, como Uexküll prefiere decir, musical – como los órganos receptores del animal encargados de percibir la marca (Merkogan) y de reaccionar ante ella (Wirkorgan). Todo sucede como si el portador de significado externo y su receptor en el cuerpo del animal constituyeran dos elementos de una misma partitura musical, casi dos notas en “el teclado sobre el que la naturaleza interpreta la sinfonía supratemporal y extraespacial de la significación”, sin que sea posible decir cómo dos elementos tan heterogéneos han podido llegar a estar tan íntimamente vinculados.
Consideremos en esta perspectiva una tela de la araña. La araña no sabe nada de la mosca, ni le cabe tomar sus medidas como le es dado hacerlo al sastre antes de confeccionar un traje para su cliente. Sin embargo, determina la amplitud de las mallas de su tela según las dimensiones del cuerpo de la mosca y conmensura la resistencia de los hilos en proporción exacta a la fuerza de choque del cuerpo en vuelo de la mosca. Los hilos radiales son, por otra parte, más sólidos que los circulares, porque estos últimos – que, a diferencia de los primeros, están recubiertos por un líquido viscoso – deben tener el grado de elasticidad suficiente para poder aprisionar a la mosca e impedir su vuelo. Además, los hilos radiales son tersos y delgados, porque la araña los utiliza para caer sobre su presa y envolverla definitivamente en su invisible prisión. En realidad, el hecho más sorprendente es que los hilos de la tela están exactamente proporcionados a la capacidad visual del ojo de la mosca, que no puede verlos y vuela, pues, hacia la muerte sin darse cuenta. Los dos mundos perceptivos, el de la araña y la mosca, no se comunican en absoluto pero están tan perfectamente acordados que se diría que la partitura original de la mosca, que puede denominarse también su imagen originaria o su arquetipo, actúa sobre la de la araña en modo tal que la tela que teje podría ser llamada “moscaria”. Aunque la araña no pueda ver de ninguna manera la Umwelt de la mosca (Uexküll afirma, formulando un principio que haría fortuna, que “ningún animal puede entrar en relación con un objeto como tal” son sólo con los propios portadores de significado), la tela expresa la paradójica coincidencia de esta ceguera recíproca.
Estas investigaciones del fundador de la ecología siguen a pocos años de distancia las de Paul Vidal de la Blache sobre las relaciones entre las poblaciones y su ambiente (el Tableu de la géographie de la France es de 1903) y las de Friedrich Ratzel sobre el Lebensraum, el “espacio vital” de los pueblos (la Politische Geographie es de 1897), que estaban llamadas a revolucionar profundamente la geografía humana del siglo veinte. Y no hay que excluir que la tesis central de Sein und Zeit sobre el ser-en-el-mundo (in-der-Welt-sein) como estructura humana fundamental, pueda ser leída de alguna manera como una respuesta a todo este ámbito problemático, que, a principios de siglo, modificó de manera esencial la relación entre el viviente y su mundo-ambiente. Como es sabido, la tesis de Ratzel sobre la vinculación íntima de todo pueblo a su espacio vital, como una de las dimensiones esenciales, ejercieron una influencia notable sobre la geopolítica del nazismo. Esta proximidad quedó marcada, en la biografía intelectual de Uexküll, en un curioso episodio. En 1928, cinco años antes de la llegada al poder del nazismo, un científico tan sobrio como él escribió un prefacio a los Grundlagen des neunzehnten Jahrhunderts de Houston Chamberlain, considerado hoy como uno de los precursores del nazismo.
11. Garrapata
“El animal tiene memoria, pero ningún recuerdo”.
Heymann Steinthal
Los libros de Uexküll contienen a veces ilustraciones que tratan de sugerir la forma en que aparecería un segmento del mundo humano visto desde el punto de vista del erizo, de la abeja, de la mosca o del perro. El experimento es útil por el efecto de extrañeza que produce en el lector, obligado de golpe a mirar con ojos no humanos los lugares que le son más familiares. Pero tal extrañeza no ha adquirido nunca una fuerza expresiva similar a la que Uexküll supo imprimir a su descripción del ambiente del Ixodes ricinos, conocido vulgarmente como garrapata, que constituye ciertamente un vértice del antihumanismo moderno, digno de leerse junto a Ubu roi o Monsieur Teste.
El exordio tiene tonos idílicos:
“El habitante del campo que atraviesa a menudo bosques y malezas en compañía de su perro no puede dejar de encontrarse con un minúsculo animal que, colgado de una ramilla, espera a su presa, hombre o animal, para dejarse caer sobre la víctima y saciarse con su sangre… En el momento de salir del huevo, no está todavía completamente formado: le faltan un par de patas y los órganos genitales. Pero en este estadio es ya capaz de atacar a los animales de sangre fría, como la luciérnaga, apostándose en la punta de un hilo de hierba. Después de algunas mudas sucesivas, adquiere los órganos que le faltaban y puede así dedicarse a la caza de animales de sangre caliente. Cuando la hembra es fecundada, se arrastra con sus ocho patas hasta la extremidad de una pequeña rama, para precipitarse desde la altura justa sobre los pequeños mamíferos de paso o salir al encuentro de animales de mayor envergadura”. (Uexküll, 85-86)
Tratemos de imaginar, siguiendo las indicaciones de Uexküll, a la garrapata suspendida en su arbusto en un bello día de verano, inmersa en la luz solar y envuelta por todas partes por los colores y los perfumes de la flores del campo, por el zumbido de las abejas y de los otros insectos, por el canto de los pájaros. Mas, con todo, el idilio ya ha terminado, porque la garrapata no percibe absolutamente nada de todo eso.
“Este animal carece de ojos y sólo puede dar con su lugar de acecho gracias a la sensibilidad de su piel a la luz. Este salteador de caminos es completamente ciego y sordo y sólo el olfato le permite percibir la cercanía de su presa. El olor del ácido butírico, que emana de los folículos sebáceos de todos los mamíferos, actúa sobre él como una señal que le impulsa a abandonar su posición y a dejarse caer ciegamente en la dirección de la presa. Si la buena suerte le hace caer sobre algo caliente (que percibe gracias a un órgano sensible a una temperatura determinada), eso significa que ha logrado su objetivo, el animal de sangre caliente, y que ya no tiene necesidad más que del sentido táctil para encontrar un sitio que esté lo más limpio posible de pelos y hundirse hasta la cabeza en el tejido cutáneo del animal. Ahora ya puede chupar lentamente un chorro de sangre caliente”. (Ibid., 86-87)
Sería lícito suponer, llegados a este punto, que la garrapata ama el gusto de la sangre o que posee al menos un sentido para percibir su sabor. Pero no es así. Uexküll nos hace saber que los experimentos llevados a cabo en laboratorios en los que se utilizaban membranas artificiales llenas de líquidos de todo tipo, demuestran que la garrapata carece por completo del sentido de gusto: absorbe ávidamente cualquier líquido que tenga la temperatura justa, es decir, los treinta y siete grados correspondientes a la temperatura de la sangre de los mamíferos. Sea como fuere, el banquete de sangre de la garrapata es también su festín fúnebre, porque ya no le queda otra cosa que hacer que dejarse caer al suelo, depositar en él los huevos y morir. El ejemplo de la garrapata manifiesta con claridad la estructura general del ambiente que es propia de todos los animales. En este caso particular, la Umwelt se reduce a tres únicos portadores de significado o Merkmalträger: 1) el olor del ácido butírico contenido en el sudor de todos los mamíferos; 2) la temperatura de treinta y siete grados correspondiente a la de la sangre de los mamíferos; 3) la tipología de la piel propia de los mamíferos, provista en general de pelos e irrigada por vasos sanguíneos. Pero la garrapata está inmediatamente unida a esos tres elementos en una relación tan intensa y apasionada como acaso no sea posible encontrar en las relaciones que vinculan al hombre con su mundo, muchísimo más rico en apariencia. La garrapata es esta relación y no vive más que en ella y para ella.
Solo en este punto Uexküll nos hace saber además que en el laboratorio de Rostock se mantuvo con vida durante dieciocho años sin alimentación a una garrapata, es decir, en condiciones de absoluto aislamiento con respecto a su medio. El autor no ofrece ninguna explicación de este hecho singular, y se limita a suponer que en este “período de espera” la garrapata se encuentra en “una especie de sueño semejante al que nosotros experimentamos cada noche”, salvo para extraer después la consecuencia de que “sin un sujeto viviente el tiempo no puede existir”(Uexküll, 98). Pero ¿qué pasa con la garrapata y su mundo en este estado de suspensión que dura dieciocho años? ¿Cómo es posible que un ser vivo, que consiste enteramente en su relación con el medio, pueda sobrevivir cuando se le priva absolutamente de él? ¿Y qué sentido tiene hablar de “espera” si no hay tiempo ni mundo?
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Fuente: http://quiendijofilosofia.blogspot.com/
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